En toda guerra se produce un período entre el primer golpe y el segundo. Es un momento de calma, casi de tranquilidad, en el que la consciencia de lo que ha ocurrido comienza a cobrar forma y todo el mundo cree que sabe lo que va a pasar a continuación. Algunos se disponen a huir. Otros se preparan para contraatacar. Pero nadie se mueve. Aún no.
Es un momento perfecto, cuando la pelota alcanza el punto álgido de su parábola. Se ha emprendido una acción y, por un momento congelado, todo se mueve y todo está quieto.
Luego tenemos a esos zopencos que no saben dejar las cosas como están. La bola comienza a descender, se produce el segundo golpe, y nos sumimos en el caos.
EL MANIFIESTO DE LIBERTY
Michael Liberty tuvo prohibido abandonar sus aposentos durante el resto de la acción en el cielo de Mar Sara. La teniente Swallow o alguno de sus camaradas resocializados neuronalmente montaron guardia a la puerta de su camarote durante los dos días siguientes. Transcurrido ese tiempo, vinieron una escolta a la nave ancla y un transbordador hacia el hermoso Mar Sara.
Ahora, transcurrido un día desde aquello, se encontraba en la sala de prensa, despojando a los reporteros locales de los ahorros de toda su vida mientras esperaba algo que se pareciese a una respuesta sin tapujos por parte de los dirigentes en el poder.
No se produjo. Las declaraciones oficiales eran píldoras moldeadas de antemano a partir de trivialidades que hacían hincapié en lo inesperado del ataque sobre Chau Sara, que ensalzaban a Duke y a la tripulación del Norad II como a héroes por haber plantado cara ante el enemigo, y que afirmaban que sólo la omnipresente vigilancia de la Confederación sería capaz de proteger a Mar Sara. Los protoss (todavía ni idea del origen del nombre) eran retratados como cobardes que se replegaban a la primera señal de una pelea seria. La delicada, aunque impresionante, naturaleza de sus naves relampagueantes confirmaba esa teoría: huían porque tenían miedo de ser alcanzadas.
En cualquier caso, ésa era la historia, y los marines se aferraban a ella. De hecho, si alguno de los miembros del gabinete de prensa se alejaba demasiado de la versión oficial, sus informes comenzaban a perderse de repente durante la retransmisión. Eso conseguía mantener a raya a la mayoría de los lugareños. A todos les eran entregados unos pases con códigos de barras que se suponía debían enseñar si se lo pedían. Y, Mike lo sabía, para estar al tanto de su paradero.
El resto de caza noticias conocía la versión de Liberty de lo acontecido a bordo del Norad II, pero ninguno había intentado utilizar todavía esa información en sus reportajes.
En el mundo exterior comenzaba a imponerse un bloqueo planetario. Según fuentes oficiales, se trataba de una medida de protección civil (por citar el comunicado de prensa oficial), cuando en realidad podía hablarse de un golpe de estado militar que afectaba al gobierno local. La población estaba siendo hacinada en puntos de concentración para, en teoría, facilitar la evacuación. No se mencionaba la procedencia de las naves de evacuación, ni siquiera si existía un calendario para abandonar el planeta. Mientras tanto, había patrullas de marines por cualquier esquina, y los ciudadanos que permanecían en la ciudad parecían muy, pero que muy nerviosos.
A falta de algo que informar, los caza noticias mataban el tiempo en la enorme cafetería enfrente del Gran Hotel, jugaban a las cartas, esperaban el próximo comunicado oficial y se dedicaban a especular como locos. Mike, embutido en su guardapolvo, haraganeaba junto a los demás, con más pinta de oriundo que cualquiera de ellos.
—Tío, yo no creo que haya alienígenas ni nada —dijo Rourke, entre mano y mano de póquer. Era un pelirrojo grandullón con una cicatriz irregular que le cruzaba la frente—. Me parece que los Hijos de Korhal han encontrado por fin la tecnología suficiente para vengar el holocausto nuclear de su mundo natal.
—Cierra la boca —espetó Maggs, un encallecido perro viejo de uno de los diarios locales—. Te puedes ganar un tiro por hacer chistes sobre los Korhal.
—¿Qué pasa, tú tienes alguna teoría?
—Son humanos, pero no lo que nosotros llamamos humanos. Vienen de la Antigua Tierra. Supongo que mientras nosotros no estábamos se enfrascaron tanto en la pureza genética y tal que ya deben de ser poco menos que clones, y nos andan buscando la pista para limpiar el resto de la raza.
Rourke asintió con la cabeza.
—Eso ya lo había oído. Y Thaddeus el del Post opina que son robots, y que están programados para que no puedan defenderse. Por eso se dieron el piro cuando se les echó el Norad encima.
—Os equivocáis todos —intervino Murray, un corresponsal de uno de los canales religiosos—. Son ángeles, el Día del Juicio ha llegado.
Rourke y Maggs expresaron su desdén con risitas, tras lo que Rourke preguntó:
—¿Y tú, Liberty? ¿Qué crees que son?
—Lo único que sé es lo que vi. Y lo que vi fue que, sea lo que sean, licuaron la superficie del planeta de al lado, y podrían estar aquí antes de que la Confederación tuviese tiempo de reaccionar. Y nosotros aquí, en el centro de la diana, jugando a las cartas.
Un silencio sepulcral se cernió sobre la mesa por un momento. Incluso Murray, el corresponsal de los cielos, mantuvo la boca cerrada. Al cabo, Rourke exhaló un largo suspiro y dijo:
—Los de Tarsonis sí que sabéis cómo reventar una fiesta. ¿Juegas otra ronda o qué?
Mike se sentó de repente, con los ojos clavados en la carretera. Murray y Rourke no pudieron evitar revolverse en sus asientos, pero sólo vieron al habitual puñado de marines en la calle, algunos con armadura de combate, otros con el uniforme reglamentario.
—Rápido, Rourke. Dame tus credenciales periodísticas —dijo Mike.
El grandullón pelirrojo echó mano por instinto a las fichas que colgaba de su cuello, como si de un salvavidas se trataran.
—Ni hablar, tío.
—Vale, entonces te cambio mis credenciales por las tuyas. —Mike le tendió su carné de identidad expedido por los marines.
—¿Y eso? —inquirió Rourke, que ya había comenzado a sacarse la cadena por encima de la cabeza.
—Tú eres miembro de la prensa local. A ti te dejarán salir del cordón.
—Sí, pero todo lo que escriba irá a parar a manos de los censores —protestó el hombretón, mientras le entregaba las fichas—. De aquí no sale nada.
—Ya, pero es que esta espera me va a volver loco. Dame tabaco, también.
—Pensaba que lo estabas dejando, tío.
—Venga, hombre.
En cuanto Mike hubo metido los cigarrillos de Rourke en el bolsillo de la camisa, se levantó y salió de la cafetería antes de que su pase de prensa dejara de rebotar encima de la mesa.
—En Tarsonis están chalados, tío —comentó Rourke.
—¿Juegas o hablas? —preguntó Maggs.
* * *
—¡Teniente Swallow! —gritó Mike. Se colgó las fichas de Rourke al cuello mientras corría, levantando penachos de polvo con las botas en la calle.
La teniente se giró y le sonrió.
—Señor Liberty. Me alegro de volver a verle. —Su sonrisa era afectuosa, aunque Mike no sabía si esa afectuosidad era sincera o el resultado de su reprogramación.
Ya no llevaba puesta la armadura de combate, sino que iba vestida de caqui como ordenaba el reglamento. Eso quería decir que no estaba de patrulla y que no era probable que estuviera vigilándolo de forma activa. Empero, llevaba un pequeño lanzagranadas sobre una de las caderas y un cuchillo de combate de torvo aspecto en la otra.
Mike cogió la cajetilla de tabaco de su bolsillo y extrajo la boquilla de un cigarrillo. Swallow esbozó una sonrisa culpable y lo aceptó.
—Creía que lo estaba dejando.
Mike se encogió de hombros.
—Lo mismo digo.
Se percató de que no llevaba encima ni una cerilla. Swallow sacó un mechero. Un láser diminuto iluminó la punta.
La teniente inhaló una profunda calada.
—Lamento lo que ocurrió en la nave. El deber.
Mike volvió a encogerse de hombros.
—Mi trabajo a veces me obliga a formular preguntas peliagudas. El deber. Ya se me han quitado los cardenales. ¿Está ocupada?
—De momento, no. ¿Ocurre algo, señor?
—Me hace falta un vehículo y un chófer para ir al interior. —Consiguió que sonara como una petición inofensiva. Como encender un cigarrillo.
El rostro de Swallow se ensombreció por un momento.
—¿Van a dejar que salga del cordón? No se lo tome como algo personal, señor, pero yo creía que el coronel iba a mandarlo de vuelta a Tarsonis de una patada después de aquel incidente en el puente.
—El tiempo cura todas las heridas —dijo Mike, sacando las fichas de Rourke—. Me han alargado un poco la cadena. Sólo trabajo de campo… hablar con los refugiados en potencia.
—Evacuados, señor —corrigió Swallow.
—Eso mismo. Tengo que escribir algunas líneas sobre las valientes gentes de Mar Sara enfrentadas a la amenaza del espacio. ¿Le interesa enseñarme los alrededores?
—Bueno, estoy de descanso, señor… —Swallow vaciló. Mike volvió a tantear el paquete de cigarrillos—. No veo qué tiene de malo. ¿Seguro que el coronel está de acuerdo con esto?
Mike irradió una sonrisa ganadora.
—Si no lo está, nos damos la vuelta en el primer puesto de control y le presento a mis compañeros de póquer en la cafetería.
* * *
La teniente Swallow consiguió el transporte, un todoterreno descapotable de carrocería achatada. Las fichas de Rourke les franquearon el paso por el primer puesto de guardia, donde un patrullero aburrido pasó la tarjeta por el lector y obtuvo luz verde para el «reportero local». A las autoridades no parecía que les preocupara demasiado el hecho de que la gente llegase al interior, y menos si llevaban escolta militar. Les preocupaba más que la gente volviese a entrar.
Mar Sara siempre había sido habitable con reservas, en comparación con las otrora exuberantes selvas de su hermana en la órbita más lejana. Su cielo estaba teñido de un naranja polvoriento, y la mayor parte de su suelo se lo repartían entre el barro cocido y los hierbajos. Los sistemas de regadío habían conseguido que florecieran algunas partes de aquel desierto pero, a medida que se alejaban de la ciudad, Mike reparó en que los campos ya comenzaban a acusar la falta de agua. Los aspersores se erguían igual que espantapájaros solitarios por encima de las plantaciones teñidas de marrón.
Aquellas cosechas necesitaban atención constante, apuntó Mike en su grabadora, y el desplazamiento de la población resultaba tan mortífero para ellas como cualquier asalto procedente del espacio. El abandono de las zonas de cultivo era un claro indicio de que los confederados esperaban el regreso de los protoss.
Se encontraron con el primer punto de concentración para refugiados (evacuados, perdón) hacia la mitad de la tarde. Se trataba de una ciudad de lona erigida en uno de los sembrados, donde un único caminante Goliath supervisaba todo el complejo. Otro patrullero aburrido ni siquiera se molestó en escuchar toda la historia de Mike antes de pasar la ficha de Rourke por el lector y, tras ser informado de que era oriundo, permitirle el paso.
Swallow aparcó el todoterreno a los pies del Goliath.
—Permita que hable a solas con los ref… evacuados.
—Señor, sigo siendo responsable de su seguridad.
—Entonces, vigile desde una distancia prudente. La gente no va a estar dispuesta a sincerarse con un miembro de la Confederación paseándose por aquí con todo el equipo.
El semblante de Swallow se ensombreció, a lo que Mike añadió:
—Claro está, todo lo que consiga pasará por su gente antes de ser retransmitido. —Aquello pareció tranquilizarla lo suficiente como para mantenerla cerca del vehículo mientras Mike salía para visitar el vecindario.
Hacía tan sólo unos días que habían levantado la estación de evacuados, pero su capacidad ya comenzaba a ponerse a prueba. Se diría que había sido construida para alojar a un centenar de familias, cuando en esos momentos albergaba a quinientas. El torrente de población estaba hacinándose en autobuses cuadrados para su traslado a campamentos más alejados. La basura se apilaba en las lindes, y había colas ante los depósitos de agua para conseguir el líquido depurado.
Los evacuados comenzaban a sobreponerse a la impresión que les suponía verse despojados de todo. La mayoría de ellos habían sido sacados de sus hogares y habían conseguido llevarse sólo lo primero que encontraron a mano. De resultas de ello, los objetos innecesarios o dotados de valor sentimental habían sido abandonados o canjeados por comida y una cama caliente. Ahora, descansando por primera vez desde hacía días, los evacuados tenían tiempo para asimilar su situación y designar culpables.
No era de extrañar que la Confederación cargara con la mayor parte de la culpa. Después de todo, eran los únicos a mano, con sus caminantes Goliath y sus marines vestidos de combate constituyendo una presencia bien visible. Los protoss, en cambio, eran un rumor, siendo los informes de la propia Confederación la única prueba de su existencia. Mar Sara había estado al otro lado del sol, por lo que sus habitantes se habían perdido el espectáculo pirotécnico de la destrucción de su planeta hermano.
Mike catalogó las penurias de los evacuados y escuchó sus quejas. Abundaban las historias de separaciones y de posesiones preciadas que se habían quedado atrás, los relatos de granjas y hogares apropiados por las fuerzas confederadas, así como todo tipo de quejas, de mayor o menor importancia, contra las fuerzas militares que habían reemplazado a todas las autoridades civiles. El propio magistrado local se había convertido en un refugiado más, y ahora encabezaba una comitiva que iba a ser trasladada a otro punto de concentración. Nadie estaba dispuesto a plantarles cara a los confederados, pero los refugiados estaban lo bastante furiosos como para exponerle sus quejas a un periodista.
No obstante, bajo los lamentos y las baladronadas subyacía un miedo palpable y definido. Estaba el miedo que inspiraban las fuerzas confederadas, cómo no, pero también el que resultaba de darse cuenta de que la humanidad, de buenas a primeras, había dejado de estar sola. Los marsaranos habían visto las noticias referentes a la destrucción de Chau Sara, y les atemorizaba que pudiera ocurrir lo mismo en su planeta. La ansiedad era una presencia constante en el campamento, así como el deseo incontenible de estar en otra parte… no importaba cuál.
También había algo más, como descubriera Mike mientras se mezclaba con el desarraigado populacho. El repentino conocimiento de los protoss vino seguido de una oleada de misteriosos avistamientos. Se denunciaban luces en el cielo, y criaturas de aspecto extraño en la tierra. Aparecían reses sacrificadas y mutiladas. A eso había que añadirle la admisión generalizada de que la Confederación estaba apartando a la población de ciertas áreas, como si supieran algo que no quisieran compartir con los civiles.
Las historias acerca de alienígenas y xenomorfos ocultos en tierra surgían una y otra vez. Nadie había llegado a verlos, desde luego. Siempre era el amigo de un amigo de un pariente que estaba en otro campamento el que los veía o, al menos, oía hablar de ellos. Las historias giraban más en torno a monstruos con ojos de insecto que a criaturas a bordo de naves relucientes. Claro que, si alguien hubiese visto las naves de los protoss, el ejército habría interceptado el informe en cuestión de minutos.
Transcurridas dos horas (y terminados los últimos cigarros de Rourke), Mike regresó al todoterreno. La teniente Swallow seguía tal y como la había dejado, de pie junto a la puerta del conductor.
—Ya tenemos bastante. Gracias por haberme traído hasta aquí. Podemos marcharnos.
Swallow no se movió, sino que permaneció con la mirada fija en algo.
—¿Teniente Swallow?
—Señor. He observado algo curioso. ¿Le importa si lo comparto con usted?
—¿Qué es eso tan curioso?
—¿Ve a esa mujer de ahí, la pelirroja vestida de oscuro?
Mike miró donde le indicaba. Había una mujer, joven, vestida con lo que parecían unos pantalones negros de camuflaje, camisa oscura y un chaleco lleno de bolsillos. Su cabello, de un rojo brillante, quedaba recogido en una coleta sobre la nuca. Su aspecto era cuasi militar, aunque no pertenecía a ninguna unidad que Mike hubiese visto con anterioridad. Tal vez se tratara de una milicia planetaria o de alguna organización de agentes de la ley y el orden. Alguaciles, así era como llamaban los nativos a los agentes de la ley, aunque ella no tenía pinta de ser una de ellos. De repente, cayó en la cuenta de que no había visto a ninguna de las autoridades locales desde que aterrizaran los marines. Había dado por sentado que se habían sumado a la evacuación general.
—¿Y?
—Parece sospechosa, señor.
—¿Qué está haciendo?
—Lo mismo que ha estado haciendo usted, señor. Hablar con la gente.
—Vaya, eso sí que es sospechoso. ¿Por qué no hablamos nosotros con ella?
La pelirroja se alejó de su último interlocutor, un hombre de avanzada edad, y cruzó el compuesto. Swallow avanzó hacia ella a largas zancadas, con Mike tras sus pasos.
Mientras se acercaban, Mike observó algo sospechoso en la mujer: su aspecto era mucho menos polvoriento que el del resto de los refugiados. Y menos preocupado.
—Disculpe, señora —dijo Swallow.
La pelirroja se detuvo con un pie en el aire y miró alrededor.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó. Sus ojos verde jade se entrecerraron apenas el grosor de un cabello. Mike observó que sus labios eran un tanto anchos comparados con el resto de su rostro.
—Querríamos hacerle algunas preguntas —respondió la teniente, con más brusquedad de la que habría deseado Mike.
La mujer frunció sus carnosos labios, antes de inquirir:
—¿Quién quiere formular esas preguntas? —Pareció que soplara un viento helado entre ambas interlocutoras.
Mike se colocó entre ellas.
—Soy reportero de la Red de Noticias Universal. Me llamo Michael…
—Liberty —concluyó la pelirroja—. He visto sus reportajes. Se acercan a la verdad bastante a menudo.
Mike asintió con la cabeza.
—Siempre se acercan a la verdad cuando los termino. Si algo sale mal, es culpa de los editores.
La mujer le dedicó una mirada penetrante. Mike tuvo la certeza de que aquellos ojos verdes podían convertirse en puñales capaces de hundirse en su alma.
—Me llamo Sarah Kerrigan —informó, lacónica, dirigiéndose sólo a Mike, no a la teniente.
«Vale», pensó Mike. «De agente local, nada de nada».
—Y, ¿de dónde es usted, Kerrigan? —preguntó la teniente Swallow. Seguía sonriendo, pero Mike podía sentir la tensión de aquella sonrisa. Había algo en Kerrigan que conseguía enervar a la teniente.
—Universidad de Chau Sara —respondió Kerrigan, clavando los ojos en la oficial—. Formaba parte de un equipo de sociólogos estacionado aquí cuando se produjo el ataque.
—Qué origen más conveniente, si tenemos en cuenta que nadie puede corroborarlo en estos momentos.
—Lamento lo de su planeta —intervino Mike, presuroso. Sólo pretendía suavizar la acusación tácita de Swallow pero, por primera vez, se dio cuenta de que lamentaba la destrucción que había visto desde la órbita. Le abochornó no haber pensado antes en ello.
La pelirroja volvió a concentrase en el reportero.
—Lo sé. Puedo sentir su pesar.
—Y, ¿qué está haciendo aquí, Kerrigan? —Swallow estaba siendo tan delicada como el abrecartas favorito de Anderson.
—Lo mismo que todos, cabo…
—Teniente, señora —interrumpió Swallow, aún con más inquina.
Kerrigan consiguió esbozar una sonrisa risueña.
—Teniente, pues. Intento descubrir qué está pasando. Intento descubrir si es cierto que existe un plan de evacuación o si los confederados están dedicándose a sembrar neurosis bélica a gran escala.
—¿Qué quiere decir con eso? —saltó Swallow. Mike se apresuró a replantear la pregunta.
—¿Cree que hay algún problema con las evacuaciones que se están llevando a cabo?
Kerrigan soltó una risita desdeñosa.
—¿No es obvio? Tienen a montones de gente alejadas de las ciudades y trasladadas al interior.
—Las ciudades no son defendibles —apuntó Swallow.
—¿Y el interior sí? —espetó Kerrigan—. Se diría que la Confederación confunde actividad con progreso. Se conforman con pasear a los refugiados igual que a fichas sobre un tablero, sin ningún plan real de evacuación.
—Tengo entendido que esos planes están forjándose —dijo Mike, con calma.
—Yo también he leído los informes oficiales, y ambos sabemos cuánto hay de cierto en ellos. No, la Confederación del Hombre no hace más que perseguirse la cola, mareando a la gente con la esperanza de que estén preparados.
—¿Preparados para qué?
—Preparados para cuando se produzca el siguiente ataque —sentenció Kerrigan, lacónica—. Preparados para el siguiente desastre.
—Señora —intervino Swallow—. Debo decirle que la Confederación está haciendo todo lo humanamente posible por ayudar a la población de Mar Sara.
—Están haciendo todo lo humanamente posible por protegerse a sí mismos, soldado —interrumpió Kerrigan, encendida—. A la Confederación nunca le ha importado un pimiento lo que se escape a los límites de su burocracia. Para ser más exactos, nunca le ha importado un pimiento su gente y, sobre todo, nunca le ha importado un pimiento cualquiera que no viva en Tarsonis.
—Señora, debo informarle… —comenzó Swallow. Su sonrisa se había tornado quebradiza como el cristal.
—Yo debo informarle a usted de que la historia de la Confederación la condena con la misma seguridad que sus actuales acciones. Está dispuesta a olvidarse del sistema de Sara, del mismo modo que se olvidó de las colonias durante las Guerras Gremiales y del mismísimo Korhal.
—Señora. Debo advertirle de que nos encontramos en una zona militar, y que los discursos peligrosos serán acallados sin dilación.
Mike vio que la mano de la teniente Swallow se había desplazado hasta la empuñadura de su lanzagranadas.
—No, teniente —repuso Kerrigan, con una expresión furibunda en los ojos—. Yo debo advertirle a usted. La Confederación los está conduciendo al matadero, y no van a darse cuenta hasta que vean afilar los cuchillos.
El rostro de Swallow enrojeció.
—No me obligue a hacer algo que pueda lamentar, señora.
—Yo no le obligo a nada —siseó Kerrigan—. Son los bastardos de la Confederación los que obligan a la gente a hacer cosas. ¡Se apoderan de uno y lo manipulan hasta que se convierte en su juguete! Así que la pregunta es: ¿va a seguir el programa que le han dictado, o no?
Mike retrocedió un paso, consciente de repente de que las mujeres estaban a punto de emprenderla a puñetazos. Miró alrededor, pero parecía que el resto del campamento no les prestaba atención.
Ambas permanecieron rígidas durante un buen rato, mirándose a los ojos. Al cabo, la teniente Swallow parpadeó, dio un paso atrás y apartó la mano de la culata de su arma.
—Debo asegurarle, señora —dijo la teniente Swallow, cetrina— que se equivoca. La Confederación sólo piensa en su pueblo.
—Si debe asegurármelo, cumpla con su deber —repuso Kerrigan, escupiendo las palabras—. ¿Se les ofrece algo más, o soy libre de continuar imaginándome que soy libre?
—No, señora. Puede irse. Disculpe las molestias.
—No ha sido nada. —Los penetrantes ojos verdes de Kerrigan se suavizaron por un momento. Se volvió hacia Mike—. Respondiendo a su siguiente pregunta, encontrará algunas respuestas en la Base Himno. Queda a unos tres clicks de aquí. No vaya solo. —Lanzó una mirada a la teniente.
Dicho lo cual, se marchó, cruzando el complejo a paso largo y perdiéndose enseguida entre las tiendas.
—La mujer estaba bajo presión —dijo Swallow, entre dientes. Sacó una ampolla de estimulantes de su cinturón.
—Sin duda —convino Mike.
—No es nada nuevo que la gente le eche la culpa de sus problemas a sus rescatadores. —Presionó la ampolla contra la carne nudosa de su nuca. El vial emitió un siseo.
—Cierto.
—Éste no era el lugar ni el momento adecuados para que se produjera un incidente. —Muy despacio, el color regresó a su rostro y comenzó a respirar con normalidad.
—No era el lugar, no.
—Lo mejor será no dar parte de esto.
Mike pensó en la antigua afición de Swallow.
—Desde luego.
—Deberíamos irnos ahora —dijo la teniente Emily Jameson Swallow, antes de volverse hacia el jeep.
—Ajá. —Mike se rascó la barbilla y miró en dirección al lugar donde había desaparecido Kerrigan. Pensó en seguirla, pero se dio cuenta de que era probable que no la encontrara a menos que ella así lo quisiera. Tenía un montón de preguntas que formularle.
Sobre todo cómo había sabido cuál iba a ser su siguiente pregunta.
Iba a preguntarle acerca de los avistamientos de xenomorfos. Ésa era la siguiente pregunta que pensaba formular. Kerrigan podría haberlo sabido si había hablado con las mismas personas que había entrevistado él.
O tal vez fuese otro el motivo por el que Kerrigan había sabido lo que estaba pensando.
En cualquier caso, cuando avivó el paso para alcanzar a la teniente Swallow, decidió que jamás se sentaría a jugar a las cartas con Sarah Kerrigan.