El servicio en el ejército, para todos aquellos que no hayan tenido la suerte de experimentarlo de primera mano, consiste en largos periodos de aburrimiento rotos por amenazas enloquecedoras para la vida y la cordura. Según puedo entresacar de las viejas grabaciones, siempre ha sido igual. Los mejores soldados son aquellos capaces de despertarse de golpe, reaccionar por instinto y apuntar con precisión.
Por desgracia, ninguno de estos rasgos se aprecia en la inteligencia militar que controla a esos soldados.
EL MANIFIESTO DE LIBERTY
—¿Señor Liberty? —llamó la pizpireta asesina desde la escotilla—. El capitán desearía hablar con usted.
Michael Liberty, reportero de la RNU destacado al Escuadrón Alfa de élite de los Marines Confederados, abrió un ojo y la encontró, toda sonrisa, de pie junto a su litera. Acababa de postergarse una partida de cartas que debería haber durado toda la noche, y estaba seguro de que la joven teniente de los marines había esperado a que él se tumbara en el catre antes de irrumpir sin permiso en sus aposentos.
El reportero exhaló un hondo suspiro.
—¿Espera el coronel Duke que me persone de inmediato?
—No, señor —repuso la asesina, subrayando sus palabras con un zangoloteo de cabeza—. Dijo que acudiera en cuanto le fuese posible.
—Vale. —Mike asomó las piernas por el borde del camastro y apartó la idea de dormir de su cerebro. Para el coronel Duke, «cuando le sea posible» por lo general significaba «en menos de diez minutos, maldita sea». Mike tanteó en busca de cigarrillos. Hasta que no hubo metido los dedos en el bolsillo vacío de su camisa, no se acordó de que lo había dejado—. Es una costumbre asquerosa, de todos modos —masculló para sí. A la teniente de los marines, le dijo—: Tengo que ducharme. Un café tampoco me vendría mal.
La teniente Emily Jameson Swallow, ayudante personal de Liberty, contacto, escolta, y espía para sus superiores militares, esperó el tiempo justo para determinar que Mike en efecto tenía intención de levantarse, antes de encaminarse en dirección a la cocina. Mike bostezó, calculó que debía de haber disfrutado de unos cinco minutos de sueño, se desnudó y se metió en el limpiador sónico.
El limpiador sónico era un modelo militar, claro está. Esto significaba que su diseño era parecido al de esos reactores de alta presión que arrancaban la carne de los huesos en los mataderos. Mike se había acostumbrado a él durante el transcurso de los últimos tres meses.
A lo largo de los últimos tres meses, Michael Liberty se había acostumbrado a un montón de cosas.
Handy Anderson había sido fiel a su palabra. El puesto era lujoso, tanto como podía serlo un destacamento militar. La Norad II era una nave capital, perteneciente a la clase Titán, todo neoacero y torretas láser, como correspondía a la más legendaria de las unidades militares de la Confederación, el Escuadrón Alfa.
La misión principal del Escuadrón Alfa era la caza de rebeldes, en particular de los Hijos de Korhal, un grupo revolucionario a las órdenes del sangriento terrorista Arcturus Mengsk. Por desgracia, los Hijos no aparecían nunca donde se suponía que debían estar, y el Norad II y su galardonada tripulación pasaban mucho tiempo paseando la bandera (una cruz diagonal cuajada de estrellas blancas sobre fondo rojo, recuerdo de una leyenda de la Antigua Tierra) y manteniendo a raya a los gobiernos coloniales locales.
De resultas de aquello, el mayor desafío al que había tenido que enfrentarse Mike hasta la fecha había sido combatir el aburrimiento y encontrar el suficiente material para escribir que justificara su columna. La propaganda patriótica había resultado suficiente para las primeras historias pero, cuando la acción de verdad o los éxitos escaseaban, Mike se veía obligado a improvisar. Un poco de coronel Edmund Duke, para empezar. Algo de carnaza de interés humano cortesía de la bien untada tripulación. Una pizca de las penalidades que padecían los resocializados neuronalmente, que Anderson siempre suavizaba (por decencia, explicaba el propio Handy). Todo ello salpimentado con algo del colorido local de los diversos planetas. Lo suficiente para recordarle a todo el mundo (a Handy Anderson en particular) que seguía con vida y que esperaba que le fuera ingresada la paga en su cuenta con regularidad.
Luego estaba la larga entrega en dos capítulos acerca de las excelencias de los acorazados clase Titán, historia que los censores del ejército habían reducido a unos cuantos párrafos. Secretos militares, le habían explicado.
«Como si los hijos de Korhal no supieran lo que tenemos a estas alturas», pensó Mike mientras se ponía los calzoncillos y buscaba una camisa y unos pantalones algo menos arrugados. En su taquilla pendía un flamante abrigo de viaje, regalo de despedida por parte de los muchachos de la oficina. Se trataba de un largo guardapolvo que le confería el aspecto de un ciudadano del Antiguo Oeste; al parecer, los colegas habían decidido que, ya que Mick se iba a los confines interplanetarios, lo menos que podía hacer era aparentar.
Se puso unos pantalones cualesquiera. Casi al mismo tiempo, Swallow reapareció con una cafetera y una taza, que llenó mientras Mike se abotonaba la camisa.
El brebaje era receta militar cien por cien, recién hecho e hirviendo, ideal para verterlo sobre los aldeanos que atacaran el castillo de la familia. El café era otra de las cosas a las que había tenido que acostumbrarse.
Asimismo, disfrutaba de tres metros cuadrados, de tiempo de sobra para escribir sus columnas y de un grado de intimidad variable. También de un grupo de compañeros de póquer siempre lleno de caras nuevas, todas ellos con el denominador común de ser jóvenes, no tener dónde gastar sus nóminas y ser incapaces de tirarse un farol aunque les fuese la vida en ello.
Incluso había llegado a acostumbrarse a la teniente Swallow, si bien su eterna actitud positiva le había molestado al principio. Se esperaba una especie de escolta, desde luego, un soldado adjunto que mirase por encima de su hombro mientras escribía y se asegurase de que no cometía ninguna estupidez, como tirar el lápiz a los anillos de torsión. Pero la teniente Emily Swallow parecía sacada de un documental sobre academias militares. La típica película particularmente jovial que verían papá y mamá antes de despedir a sus retoños, embarcados en una misión prolongada a cinco sistemas solares de distancia. Demonios, la teniente Emily Swallow parecía capaz de escribir ese tipo de documentales.
Pequeña, delicada, siempre sonriente, se tomaba en serio todas las peticiones de Mike, aun cuando ambos supieran que éstas tenían tantas oportunidades de ser aprobadas como una bola de nieve en el infierno de no derretirse. Carecía de vicios, salvo algún cigarrillo que otro, que aceptaba con una sonrisa y un rictus de culpabilidad. Es más, cuando la animó a que le contara su historia, se mostró reticente. Casi todos los miembros de la tripulación se morían de ganas por hablar acerca de la vida que habían llevado antes de embarcarse, pero la teniente Swallow se había limitado a dejar de sonreír y a acariciarse la mejilla, como si quisiera recoger el mechón rebelde de una melena ya inexistente.
Había sido en ese momento cuando Mike se percató de los diminutos bultitos que tenía detrás de la oreja, las marcas de la resocialización neuronal no agresiva que mencionara Anderson. Le habían freído el cerebro, sí, y a base de bien. Nadie podía ser así de solícita sin haber pasado antes por una lobotomía electroquímica.
Mike no volvió a mencionar el tema, sino que sobornó a uno de los técnicos informáticos a cambio de pasar un rato con los archivos del personal (eso le había costado las dos cajetillas de tabaco que reservaba para las emergencias, pero ya había superado el peor de los síndromes para ese entonces, y los cilindros asesinos resultaban más útiles como moneda de cambio que como objeto de consumo). Descubrió que, antes de enrolarse en los marines contra su voluntad, la joven Emily Swallow gustaba de practicar el interesante hobby de ligarse a hombres en los bares, llevárselos a casa, maniatarlos y arrancarles la piel y la carne de los huesos con un cuchillo de filetear.
Esa noticia habría desconcertado a cualquiera, pero a Michael Liberty le resultó tranquilizadora. Podía comprender mucho mejor a la asesina de diez hombres en Halcyon que a la risueña y patriotera mujer que parecía sacada de un póster de llamada a filas. Ahora, mientras la seguía por los pasillos del Norad II camino del puente de mando, se preguntó cuál sería la opinión de la teniente Swallow acerca del encarcelamiento médico y la transformación involuntaria. Decidió que la mujer no querría hacer hincapié en ese tema y, dada su naturaleza original, Mike prefirió no insistir.
Para tratarse de una nave tan enorme, los pasadizos del Norad II eran bastante estrechos, como si no se hubiesen acordado de construirlos hasta después de tener ya en su sitio todas las pistas de aterrizaje, cámaras de oficiales, sistemas armamentísticos, cocinas, ordenadores y demás elementos imprescindibles. En los pasillos, el personal tenía que apretujarse contra las paredes para pasar. Mike reparó en unas flechas enormes pintadas en el suelo, y la teniente Swallow le explicó que estaban ahí para los momentos en que la nave se encontrara en alerta y los soldados vistieran la armadura de batalla. Mike supuso que los pasillos serían más estrechos incluso si no se esperara que tuvieran que acomodar a hombres ataviados con trajes de combate propulsados.
Pasaron por varias crujías, donde los técnicos ya estaban tirando de cables y alambres. Circulaba la noticia de que el Norad II estaba a punto de ser sometido a una revisión general, durante la que su arsenal se vería ampliado con un cañón Yamato. Dado el número de baterías láseres, cazas espaciales clase Espectro e incluso las armas nucleares que se rumoreaba que se transportaban a bordo, el enorme cañón montado en la columna de la nave sería la guinda del pastel.
De hecho, eso era lo que Mike esperaba que le dijera el coronel Duke, que el Norad II iba a entrar en el dique seco para ser reparado y que él, Michael Liberty, podía coger el siguiente transbordador de regreso a Tarsonis. Eso conseguiría que hablar con el viejo fósil casi mereciera la pena.
Cambió de opinión en cuanto hubieron entrado en el puente y Duke le dedicó un entrecejo fruncido. No era ningún secreto que Duke nunca se alegraba de ver a un periodista, pero aquel era el ceño más torvo y hostil que Mike hubiese visto en su vida.
—El señor Liberty se presenta a sus órdenes, señor —dijo la teniente Swallow, cuadrándose con la misma vehemencia que podía verse en cualquier vídeo de reclutamiento.
El coronel, de punta en blanco con su uniforme de mando marrón, no dijo nada. Se limitó a señalar su cabina con un dedo achaparrado. La teniente Swallow lo condujo hasta allí, antes de abandonarlo para encargarse de cualesquiera que fuesen las tareas en las que se ocupaba cuando no estaba echándole el ojo. Como desollar cachorros, tal vez, pensó Mike.
Su preocupación inicial aumentó cuando reconoció la forma humanoide que pendía enmarcada en la pared de la cabina. Se trataba de un traje de combate propulsado, no uno de los CMC-300 modelo estándar sino un traje de mando, equipado con su propio sistema de comunicaciones portátil. El traje del coronel Duke, pulido, engrasado y listo para que el gran hombre se metiera dentro.
Cada vez le parecía más remota la posibilidad de que se dispusieran a acoplar el Yamato. Casi todos los marines tenían la armadura a mano, y los ejercicios de instrucciones eran tan comunes como las comidas. Liberty había conseguido librarse de ese deber, dado que era considerado un «blanco fácil» y no estaba entrenado para manejar los pesados trajes. No obstante, resultaba entretenido ver a los novatos dando bandazos por los estrechos pasillos con sus armaduras de combate.
El que el traje del coronel estuviera allí, recién bruñido y puesto a punto, constituía un mal presagio.
El traje en sí era imponente, se doblaba en la percha bajo su propio peso. A Michael Liberty le parecía que, en ese sentido, el traje vacío encajaba con su propietario. El coronel Duke le recordaba a los grandes monos de la Antigua Tierra, los que trepaban a los edificios y derribaban antiguos ingenios aéreos a fuerza de palmetazos. Gorilas. Duke era un viejo lomo plateado, el líder de cabeza ahusada de su tribu. La mera forma en que se inclinaba hacia delante intimidaba a sus subordinados.
Mike sabía que Duke procedía de una de las Antiguas Familias, los líderes originales de las colonias del Sector Koprulu. Debía de haber cometido algún error por el camino: resultaba obvio que Edmund Duke debería exhibir las estrellas de general desde hacía mucho tiempo. Mike se preguntaba qué feo incidente le bloqueaba el camino hacia el ascenso, y sospechaba que debía de tratarse de algún desastre de gran envergadura enterrado a gran profundidad entre los archivos militares de la Confederación. También se preguntaba qué tipo de excavadora haría falta para desenterrar esa información, y si Handy Anderson tendría alguna aparcada en su cripta cuasi secreta.
La puerta se deslizó para abrirse y permitir que el coronel Duke entrara en la estancia igual que un caminante acorazado estilo Goliath que arramblara con las unidades de infantería dispuestas ante él. Su ceño se veía más profundo que antes. Extendió una mano para indicarle a Mike que no se molestara en levantarse (algo de lo que el reportero no tenía intención), rodeó su amplio escritorio y se sentó. Apoyó los codos en la pulida mesa de obsidiana y juntó las yemas de los dedos ante sí.
—Espero, Liberty, que haya disfrutado de su tiempo entre nosotros. —Hacía gala del habla lento y pesado que señalaba a las Familias más antiguas de la Confederación.
Mike, que no había venido preparado para mantener una conversación intrascendente, consiguió tartamudear una respuesta afirmativa.
—Me temo que eso se va a acabar —continuó el coronel—. Nuestras órdenes originales eran pasarle el testigo al Theodore G. Bilbo y atracar para someter la nave a una retrospección dentro de dos semanas. Nos hemos visto abrumados por los acontecimientos.
Mike no dijo nada. Había asistido a las suficientes sesiones informativas a lo largo de los años, incluso como civil, como para saber que no debía intervenir hasta que tuviese que decir algo que mereciera la pena la interrupción.
—Vamos a corregir nuestra ruta hacia el sistema de Sara. Me temo que está en el quinto pino, en medio de ninguna parte. La Confederación tiene dos mundos colonia allí, Mar Sara y Chau Sara. Se trata de una patrulla intensiva muy lejos de nuestros parámetros de misión iniciales.
Mike se limitó a asentir con la cabeza. El coronel estaba dándole vueltas al tema, se comportaba igual que un perro con un hueso de pollo atascado en la garganta… le había costado tragarlo y ahora le estaba costando escupirlo. Esperó.
—Le recordaré que, como miembro de la prensa asignado al Escuadrón Alfa, está usted sujeto al código militar Confederado en lo que respecta a sus obligaciones y a la forma de llevarlas a cabo.
—Sí, señor —convino Mike, con la suficiente brusquedad como para dar la impresión de que le importaba un comino el código militar confederado.
—Y que lo mismo se aplica tanto a su destacamento actual como a futuras referencias a lo que acontezca durante su estancia aquí. —Duke inclinó su puntiaguda cabeza, exigiendo una respuesta.
—Sí, señor. —Mike separó las palabras con claridad para subrayar su comprensión.
Otra pausa, durante la que Mike pudo sentir el latido de la nave a su alrededor. Sí, el Norad II vibraba con una frecuencia distinta, más alta, más intensa, algo más urgente.
Los hombres y las mujeres estaban preparando la nave para la subtorsión. ¿Y para el combate, tal vez?
De repente, se preguntó si habría sido buena idea saltarse los simulacros con el traje de combate.
El coronel Edmund Duke, el perro con el hueso de pollo en la garganta, continuó:
—Ya conoce nuestras historias.
Se trataba de una aseveración, más que de una pregunta. Mike parpadeó, sin saber qué contestar. Optó por un:
—¿Señor?
—Cómo llegamos al sector y nos establecimos en él. Cómo nos apropiamos de él —espetó el coronel.
—A bordo de las naves cama, los supercargueros —dijo Mike, recitando las lecciones de su infancia—. El Nagglfar, el Argo, el Sarengo y el Reagan. Las tripulaciones de prisioneros y parias de la Antigua Tierra, que se toparon con algunos mundos habitables.
—Encontraron tres de esos mundos, sin proponérselo. Y otro puñado de ellos en las proximidades, terrestres o lo bastante similares como para que el ejército entrara en acción. Lo que no encontraron fue vida.
—Le ruego al coronel que me disculpe, pero la vida nativa abundaba en los tres primeros planetas. Además, la mayoría de las colonias y Mundos Limítrofes poseen sus propios ecosistemas. La formación terráquea erradica las formas de vida nativas, a menudo, que no siempre.
El coronel desechó el comentario con un ademán.
—Nada más inteligente que un perro guardián. Domesticaron a algunos insectos gigantes en Umoja, y a un montón de cosas que ardieron cuando el mundo fue colonizado y se pasó el rastrillo. Pero nada inteligente.
Mike asintió con la cabeza.
—La vida inteligente siempre ha sido uno de los misterios del universo. Hemos descubierto mundo tras mundo, pero nada que indique que ahí fuera haya algo igual de inteligente que nosotros.
—Hasta ahora —repuso el coronel—. Y usted va a ser el primer reportero en el lugar de los hechos.
Mike se animó ante el cariz que tomaba la conversación.
—Se alzan numerosas formaciones misteriosas en muchos planetas, lo que nos indica que podría haber habido vida inteligente en su día. Además, los remolcadores espaciales hablan acerca de luces misteriosas y objetos volantes no identificados.
—Aquí no estamos hablando de luces en el cielo ni de ruinas cochambrosas. Se trata de pruebas vivientes de actividad ET. No estamos solos ahí fuera.
Duke dejó que sus palabras calaran hondo, una mueca tironeó de la comisura de su boca, sin contribuir a mejorar su aspecto en absoluto. En algún lugar del interior de la nave se accionó un interruptor, y los monstruosos motores comenzaron a zumbar.
Mike se acarició el mentón y preguntó:
—¿Qué es lo que sabemos hasta ahora? ¿Ha aparecido un enviado, un portavoz? ¿O se trata de un descubrimiento fortuito? ¿Hemos encontrado una colonia, o se trataba de un embajador enviado ex profeso?
El coronel profirió un abrupto gorjeo.
—Señor Liberty, permita que le sea franco. Hemos establecido contacto con otra civilización alienígena. Contacto que se produjo cuando vaporizaron la colonia de Chau Sara. La quemaron hasta los cimientos, y luego quemaron también los cimientos. Nos dirigimos hacia allí, pero no sabemos si los elementos hostiles permanecen aún en la zona. Y usted va a ser el primer reportero en el lugar de los hechos —repitió el coronel—. Enhorabuena, hijo.
A Mike no le daba buena espina ese privilegio.