1. Leva de enganche

Antes de la guerra, todo era distinto. Demonios, por aquel entonces nos limitábamos a vivir al día, a hacer nuestro trabajo, a cobrar nuestros cheques y a apuñalar a nuestros compañeros y compañeras por la espalda. No teníamos ni idea de cómo iban a empeorar las cosas. Engordábamos y éramos felices, igual que los gusanos en el cadáver de un animal. Se producía la suficiente violencia esporádica (rebeliones y revoluciones y oportunistas gobiernos coloniales) como para que los militares se mantuviesen ocupados, pero no tanta como para constituir una seria amenaza para el estilo de vida al que nos habíamos acostumbrado. En retrospectiva, éramos descarados y complacientes.

Si llegase a estallar una guerra de verdad, en fin, sería asunto del ejército. Asunto de los marines. No nuestro.

EL MANIFIESTO DE LIBERTY

La ciudad se extendía a los pies de Mike igual que un cubo lleno de cucarachas de jade que se hubiera volcado. Desde la vertiginosa altura del despacho de Handy Anderson, casi acertaba a ver el horizonte entre los edificios más impresionantes. Tal era la extensión de la urbe, que formaba una irregular empalizada de astas a lo largo del borde del mundo.

La ciudad de Tarsonis, en el planeta del mismo nombre. La ciudad más importante del planeta más importante de la Confederación del Hombre. Una ciudad tan enorme que se repetía su nombre al referirse a ella. Una resplandeciente baliza de la civilización, depositaría de los recuerdos de la Tierra olvidados ya por la historia, la leyenda y las generaciones anteriores.

Un dragón dormido. Michael Liberty no podía resistirse a tirarle de la cola.

—Apártate del borde, Mickey —dijo Anderson. El jefe de redacción se encontraba firmemente instalado tras su mesa, tan alejada de la vista panorámica como le era posible.

A Michael Liberty le satisfizo pensar que apreciaba una nota de preocupación en la voz de su jefe.

—No se preocupe. No tengo intención de saltar. —Reprimió una sonrisa.

Mike y el resto de la plantilla del noticiario sabían que el jefe de redacción padecía acrofobia, pero se resistía a desprenderse de la vista de su estratosférica oficina. Así que, en cada una de las escasas ocasiones que Liberty era convocado al despacho de su superior, siempre se quedaba cerca de la ventana. La mayor parte del tiempo, tanto él como los demás galeotes y gacetilleros trabajaban en las profundidades del cuarto piso, o en las cabinas de retransmisión del sótano del edificio.

—No me preocupa que saltes. Si te tiras, podré sobrellevarlo. Lo cierto es que eso me resolvería un montón de problemas y me daría un titular para la edición de mañana. Me preocupa más que pueda alcanzarte algún francotirador desde otro edificio.

Liberty se volvió hacia su jefe.

—¿Tanto cuesta sacar las manchas de sangre de la alfombra?

—Eso, por un lado —repuso Anderson, con una sonrisa—. Lo más fastidioso es reemplazar la ventana.

Liberty echó un último vistazo al tráfico que reptaba allá abajo y regresó a las sillas sobre acolchadas enfrente de la mesa. Anderson procuraba mostrarse impertérrito, pero Mike se dio cuenta de que el editor exhalaba una larga y lenta bocanada cuando se alejó de la ventana.

Se acomodó en una de las sillas de Anderson. Estaban diseñadas para ofrecer el aspecto de muebles corrientes, pero eran tan mullidas que se hundían un palmo de más cada vez que se sentaba alguien en ellas. Aquello conseguía que el director en jefe, calvo, con sus cómicas cejas desmesuradas, pareciera más imponente. Mike conocía el truco y no se sentía impresionado. Apoyó los pies encima de la mesa.

—Y bien, ¿qué se cuece? —preguntó el reportero.

—¿Hace un puro, Mickey? —Anderson señaló con la palma abierta hacia un humectador de madera de teca.

Mike odiaba que lo llamaran Mickey. Tanteó el bolsillo vacío de su camisa, donde solía guardar una cajetilla de tabaco.

—Por fin me he decidido. Me estoy quitando.

—Han escapado al embargo jaandarano —tentó Anderson—. Liados sobre los muslos de doncellas con piel de canela.

Mike levantó ambas manos y esbozó una amplia sonrisa. Todo el mundo sabía que Anderson era demasiado tacaño como para comprar nada que no fuesen los clásicos el ropos manufacturados en cualquier sótano clandestino. No obstante, la sonrisa tenía por objetivo infundirle confianza.

—¿Qué se cuece? —repitió.

—Esta vez lo has conseguido —dijo Anderson, con un suspiro—. Tu serie acerca de los sobornos de las obras del nuevo Salón Municipal.

—Buen material. Esa serie va a dar que hablar.

—Ya lo ha hecho —replicó Anderson, hundiendo la barbilla hasta apoyarla sobre el pecho. Esa postura era conocida como la del portador de malas noticias. Era algo que Anderson había aprendido durante algún cursillo sobre administración, pero que conseguía que pareciese un palomo en celo.

«Mierda —pensó Mike—. Me va a reventar la serie».

—No te preocupes, vamos a publicar el resto de los artículos —dijo Anderson, como si pudiera leer sus pensamientos—. Es un reportaje sólido, bien documentado y, lo mejor de todo, es cierto. Pero has de saber que has incomodado a unas cuantas personas.

Mike repasó la serie mentalmente. Había sido una las mejores que hubiese escrito, un clásico que incluía a un felón de poca monta que había sido capturado en el lugar equivocado (un parque público) en el momento equivocado (pasada la medianoche) con la carga equivocada (deshechos medianamente radiactivos procedentes de las obras del Salón Municipal). Dicho delincuente se había mostrado más que dispuesto a desvelar la identidad del hombre que le había encargado aquella escapada trasnochada. Ese individuo, a su vez, se mostró dispuesto a compartir con Mike otras noticias jugosas relativas al nuevo edificio, y así hasta que Mike hubo conseguido, en vez de una sola historia, toda una serie acerca de una inmensa red de escándalo y corrupción que la audiencia de la Red de Noticias Universal había devorado a cucharadas.

Pasó recuento a todos los matones a sueldo, sicarios de poca monta y miembros del Consejo de la Ciudad de Tarsonis cuyos nombres hubieran aparecido impresos, descartándolos uno a uno como sospechosos. Cualquiera de aquellos augustos individuos querría pegarle un tiro, pero aquella no era amenaza suficiente para que Handy Anderson se pusiera nervioso.

El editor en jefe se fijó en la expresión ausente de Mike y añadió:

—Has incomodado a unas cuantas personas muy poderosas y «venerables».

Mike enarcó la ceja izquierda. Anderson se estaba refiriendo a una de las Familias regentes, el poder oculto tras la Confederación casi desde su misma creación, desde aquellos primeros días en que las primeras naves colonia (demonios, naves prisión) aterrizaran o se estrellaran en varios planetas del sector. En algún punto de su reportaje había dado en el clavo que no debía, puede que atañera a alguien lo bastante próximo a una de las Familias como para inquietar a los antiguos venerables.

Mike decidió repasar sus apuntes y ver qué tipo de conexiones lograba establecer. Tal vez un primo por parte de madre de algún miembro de las Antiguas Familias, o una oveja negra, o quizá incluso un descendiente directo. Sabía Dios que las Antiguas Familias manipulaban los hilos en la sombra desde el año cero. Si pudiera crucificar a uno de sus miembros…

Procuró que no se le cayera la baba ante la perspectiva.

En el ínterin, Handy Anderson se había levantado de su asiento y había rodeado el costado de su mesa, hasta apoyarse en la esquina más próxima a Mike (otro gesto extraído de las clases de administración, observó Mike. Demonios, Anderson hasta le había asignado que cubriera aquellas clases en una ocasión).

—Mike, quiero que sepas que estás pisando un terreno peligroso.

«Oh, Dios, me ha llamado Mike —pensó Liberty—. Lo próximo será mirar por la ventana con gesto pensativo como si estuviera sumido en sus pensamientos, pugnando por tomar una decisión trascendental».

—Estoy acostumbrado al terreno peligroso, jefe.

—Lo sé, lo sé. Es sólo que me preocupan los que te rodean. Tus amistades. Tus compañeros de trabajo…

—Por no mencionar a mis superiores.

—A todos ellos se les rompería el corazón si te ocurriera alguna desgracia.

—Sobre todo si se encontraran cerca en ese momento —apostilló el reportero.

Anderson se encogió de hombros y miró por la ventana de cuerpo entero con gesto pensativo. Mike se dio cuenta de que, fuese lo que fuera que preocupaba a Anderson, era peor que su miedo a las alturas. Y eso que se trataba de un hombre que, si los rumores que circulaban por la oficina eran ciertos (y lo eran), tenía una cámara sellada bajo el sótano donde guardaba trapos sucios de casi todas las celebridades y vecinos de renombre de la ciudad.

La pausa pasó de durar un momento a ocupar todo un minuto. Mike cedió al fin. Carraspeó educadamente y dijo:

—Entonces, ¿tiene alguna idea sobre cómo sobrellevar este «terreno peligroso»?

Handy Anderson asintió despacio.

—Quiero publicar la serie. Es un buen trabajo.

—Pero no quiere que yo ronde por las inmediaciones cuando la siguiente parte de la historia salga a la calle.

—Me preocupa tu seguridad, Mickey, es…

—Terreno peligroso —concluyó Mike—. Ya lo sé. Aquí hay dragones. ¿Tal vez haya llegado el momento de tomarme unas buenas vacaciones? ¿A lo mejor en una cabaña en las montañas?

—Estaba pensando más bien en un encargo espacial.

«Claro —pensó Mike—. De ese modo, no tendré la oportunidad de descubrir a quién le he tirado de la cola sin darme cuenta. Y los implicados tendrán tiempo de cubrir sus huellas».

—¿Otra parte del imperio de la Red de Noticias Universal? —inquinó, con una amplia sonrisa, al tiempo que se preguntaba en qué mundo colonia olvidado de la mano de Dios iba a escribir sus reportajes sobre agricultura.

—Más bien como reportero itinerante.

—¿Cómo de itinerante? —La sonrisa de Mike se tornó frágil y quebradiza de repente—. ¿Tendré que disparar el objetivo fuera del planeta?

—Siempre será mejor que ser el objetivo de los disparos en el planeta. Perdona, un chiste malo. La respuesta es sí, lo que tengo en mente es algo alejado del planeta.

—Vamos, desembuche. ¿En qué cloaca infernal quiere que me esconda?

—Yo estaba pensando en los Marines Confederados. Como periodista militar, claro está.

—¡Cómo!

—Sería un puesto temporal, desde luego.

—¿Se ha vuelto loco?

—Algo en plan «nuestros combatientes en el espacio», batallando contra las diversas fuerzas rebeldes que amenazan nuestra gran Confederación. Corren rumores de que Arcturus Mengsk está consiguiendo el apoyo de los Mundos Limítrofes. Eso podría ponerse al rojo vivo en cualquier momento.

—¿Los marines? —balbuceó Mike—. Los Marines Confederados son la mayor colección de criminales del universo conocido, aparte del Consejo Ciudadano de Tarsonis.

—Mike, por favor. Todo el mundo tiene alguna gota de criminalidad en la sangre. Demonios, todos los planetas de la Confederación fueron colonizados por convictos exiliados.

—Ya, pero a la gente le gusta creer que se han reformado. Para los marines, ese sigue siendo uno de los requisitos básicos a la hora de reclutar nuevos miembros. Demonios, ¿sabe a cuántos de ellos les han freído el cerebro?

—Resocializados neuronalmente —corrigió Anderson—. No más del cincuenta por ciento por unidad en la actualidad, tengo entendido. Menos en algunos sitios. Y la resocialización suele llevarse a cabo mediante procedimientos no agresivos. Seguro que uno ni se entera.

—Eso, y luego los rellenan de estimulantes para que fuesen capaces de asesinar a sus propios abuelos si se lo ordenaran.

—Ése es el tipo de concepto erróneo extendido que tu trabajo podría contrarrestar —dijo Anderson, con las cejas enarcadas en ademán de fingida sinceridad.

—Mire, la mayoría de los políticos que he conocido eran chiflados de nacimiento. Los marines están chiflados y encima les han metido mano en la cabeza. No. Los marines no son una opción.

—Seguro que sacas buenas historias. Establecerás algunos contactos.

—No.

—Los reporteros con experiencia entre los militares reciben ciertos privilegios. Obtendrías una pegatina verde en tu currículum, y eso es apreciado incluso entre las familias más venerables de Tarsonis. En algunos casos, incluso podría granjearte el perdón.

—Lo siento. No me interesa.

—Te daré tu propia columna.

Pausa.

—¿Cómo de grande? —preguntó Mike, al cabo.

—A toda página, o cinco minutos de retransmisión. Bajo tu pie de nombre, claro está.

—¿Regular?

—Si tienes algo que contar, yo te pongo el espacio.

Otra pausa.

—¿Aumento de sueldo incluido?

Anderson propuso una cifra, y Mike asintió con la cabeza.

—Impresionante.

—No es moco de pavo —convino el editor en jefe.

—Ya soy un poco mayor para andar dando tumbos de planeta en planeta.

—No hay ningún peligro. Si se caldean los ánimos, la paga de combate es automática.

—¿Cincuenta por ciento por un cerebro frito?

—Llegados a eso.

Otra pausa, antes de que Mike añadiera:

—Vaya, es todo un reto.

—Sé que te gustan los retos.

—No puede ser peor que cubrir el Consejo Ciudadano de Tarsonis —musitó Mike. Sentía cómo comenzaba a patinar por la resbaladiza pendiente que desembocaría en su aceptación.

—Justo lo que yo pensaba —convino su editor.

—Si así contribuyo a que la red… —Sí, pensó Mike, se encontraba al borde, a punto de arrojarse al vacío.

—Te convertirías en una estrella para todos nosotros. Una estrella bien pagada. Ondea un poco la bandera, consigue algún testimonio personal, monta en un crucero de combate, juega a las cartas. No te preocupes por nosotros, aquí en la oficina.

—¿Un buen puesto?

—Un chollo. Tengo cierta influencia, ya sabes. Yo mismo obtuve una de esas pegatinas verdes. Tres meses de trabajo, en la cumbre. Toda una vida de recompensas.

Se produjo una última pausa, un abismo tan profundo como el cañón de cemento que bostezaba al otro lado de la ventana.

—De acuerdo. Voy a hacerlo.

—¡Estupendo! —Anderson estiró el brazo en busca del humectador, antes de rectificar y ofrecerle la mano a Mike—. No te arrepentirás.

—¿Por qué será que ya empiezo a hacerlo? —preguntó Michael Liberty con la boca chica cuando la carnosa mano empapada en sudor del editor se cerró en torno a la suya.