Capítulo cinco

LA EXTRAVAGANTE HUIDA DE JOSEPH

Era agradable, entretanto, sentir la lluvia tabalear sobre el follaje cercano y sobre todo recibir por la puerta grande abierta el hálito húmedo y fresco de la noche.

A pesar de su apetito, Joseph había tenido que hacer un esfuerzo para comerse el bocadillo con foie-gras que el patrón le había preparado, de tal forma tenía la garganta cerrada, y se podía ver todavía de tiempo en tiempo su nuez de Adán subiendo y bajando.

En cuanto a Maigret, estaba en su segundo o tercer vaso de orujo y fumaba entretanto con su buena pipa recuperada.

—Ves tú, muchacho, eso dicho sin ganas de encarrilarte a los pequeños hurtos, si no hubieses robado mi pipa, estoy seguro que habrían encontrado tu cuerpo un día u otro entre las algas del Marne. La pipa de Maigret, ¡eh!

Y, a fe mía, Maigret decía estas palabras con cierta satisfacción, en un hombre en el cual el orgullo está agradablemente reprimido. Le habían robado la pipa, como otros roban el lápiz de un gran escritor, un pincel de un pintor ilustre, un pañuelo o cualquier menudo objeto de una vedette favorita.

Esto, el comisario lo había comprendido desde el primer día. «Pesquisas en interés de las familias…» Un asunto del cual él no habría querido ocuparse.

Sí, pero he aquí un muchacho que sufría el sentimiento de su propia mediocridad y que le había robado su pipa. Y ese joven, la noche siguiente, había desaparecido. Ese muchacho, que siempre había intentado disuadir a su madre de acudir a la policía.

Porque él quería hacer la encuesta, ¡él mismo, pardiez! ¡Porque él se sentía capaz! Porque, con la pipa de Maigret entre los dientes, él se creía…

—¿Cuando comprendiste que eran los diamantes lo que el misterioso visitante venía a buscar en tu casa?

Joseph intentó mentir, para darse importancia, luego él se reanimó después de haber lanzado una mirada a Mathilde.

—Yo no sabía que eran los diamantes. Era algo pequeño ya que registraban en los más pequeños rincones, incluso abriendo las pequeñas cajas que contenían medicamentos.

—¡Di, pues, Nicolás! ¡Eh! ¡Nicolás!

Éste, arrellanado en una silla, en un rincón, sus puños unidos por las esposas sobre las rodillas, miraba ferozmente delante de él.

—Cuando tú asesinaste a Bleustein, en Niza…

No contestó nada. Ni un solo rasgo de su huesudo rostro se movió.

—Tú oyes que te hablo, sí, tal vez que te interrogo, como dirías tú elegantemente. Cuando te cargaste a Bleustein, en el Negresco, ¿no comprendiste que te había engañado? ¿No quieres ponerte en razón? ¡Bien! Ya vendrás. ¿Qué es lo que te dijo Bleustein? Que los diamantes estaban en la casa del Quai de Bercy. ¡Entendido! Pero deberías haberte dado cuenta de que esos pequeños chismes son fáciles de esconder. ¿Tal vez te indicó un falso escondite? ¿O es que tú le creíste más astuto de lo que era en realidad? ¡Pero no! No hablemos tanto. Yo no te pregunto de dónde provenían los diamantes. Lo sabremos mañana, después que los expertos los hayan examinado.

»Poca suerte la tuya, que justo en aquel momento, te dejaste embalar por otro viejo asunto. ¿De qué se trataba esta vez? ¿De un robo en el bulevar Saint Martin, si no me equivoco? ¡En efecto! Todavía una bisutería… Cuando uno se especializa, ¿no es verdad…? Te tiraste tres años. Y desde hace tres meses, una vez al aire libre, fuiste a merodear por la casa. ¡Tú tenías la llave que Bleustein se había fabricado…! ¿Decías algo…? ¡Bien! Como tú quieras.

El joven y la chica le miraban con extrañeza. Ellos no podían comprender el repentino cambio sufrido por Maigret, porque no sabían cuáles eran las inquietudes que había sentido durante las últimas horas.

—Ves tú, Joseph, Tiens!, he aquí que te tuteo entretanto. Todo eso era fácil. Un desconocido que se introducía en una casa tres años después de que esa casa no tenía huéspedes… Yo pensé en seguida en alguien que había salido de la cárcel. Una enfermedad no hubiera durado tres años. Hubiera debido examinar las listas de los presos cumplidos y habría caído sobre nuestro amigo Nicolás… ¿Tienes fuego, Lucas? Mis cerillas están mojadas.

»Y mientras tanto, Joseph, cuéntanos qué es lo que pasó durante la famosa noche.

—Yo estaba decidido a encontrarlo. Yo estaba seguro de que se trataba de algo precioso, que aquello representaba una fortuna…

—¿Y como tu madre me puso sobre el asunto, tú lo quisiste encontrar aquella misma noche, costase lo que costase?

Él bajó la cabeza.

* * *

—Y para no ser molestado, vertiste algo en la tisana de tu madre.

Él no lo negó. Su nuez de Adán bajaba y subía a un ritmo acelerado.

—¡Yo quisiera tanto volver atrás! —balbuceó él con voz tan baja que apenas se le oía.

—Tú bajaste en pantuflas. ¿Por qué estabas tan seguro de encontrarlos aquella noche?

—Porque yo había registrado ya toda la casa, salvo el comedor. Había dividido las habitaciones en sectores. Yo podía estar seguro de que no podían estar en otro sitio que en el comedor.

Una nube de orgullo se abrió paso a través de su humildad y de su abatimiento cuando declaró:

—¡Los encontré!

—¿Dónde?

—Tal vez usted habrá notado que en el comedor hay una antigua lámpara de gas, con sus arandelas y falsas bujías de porcelana. No sé cómo me vino la idea de desmontar las bujías. Había dentro de ellas unos pequeños papeles enrollados, y dentro de los papeles, unos objetos duros.

—¡Un momento! Bajando de tu habitación, ¿qué es lo que pensabas hacer en caso de éxito?

—No lo sé.

—¿No pensabas irte?

—No, se lo juro.

—¿Pero esconder el botín por supuesto?

—Sí.

—¿En la casa?

—No. Porque yo esperaba que usted vendría a registrarla a su vez y estaba seguro de que los encontraría. Yo los habría escondido en el salón de la peluquería. Luego, más tarde…

Nicolás sonrió burlonamente. El patrón, acodado en su mostrador, no se movía y su camisa parecía una mancha blanca en la penumbra.

—Cuando descubriste el truco de las arandelas…

—Estaba a punto de colocar la última en su sitio cuando sentí que había alguien detrás de mí. Primero creí que se trataba de mi madre. Yo apagué mi linterna, ya que me alumbraba con una lámpara de bolsillo. Había un hombre que se acercó a mí, y entonces yo me precipité hacia la puerta y salí a la calle. Tenía miedo. Me puse a correr. La puerta se cerró brutalmente. Yo estaba en pantuflas, sin sombrero ni corbata. Yo corría siempre y sentí unos pasos detrás de mí.

—¡No eres tan rápido en la carrera como este joven lebrel, Nicolás! —rechifló Maigret.

—Cerca de la Bastilla había una ronda de agentes. Yo anduve no lejos de ellos, seguro de que el hombre no se atrevería a atacarme en aquel momento. Llegué así a la estación del Este, y eso fue lo que me dio la idea…

—¿La idea de Chelles? ¡Sí! ¡Un tierno recuerdo! ¿Y luego?

—Me quedé en la sala de espera hasta las cinco de la mañana. Había gente. Pero a pesar de que había gente a mi alrededor…

—Te comprendo.

—Solamente que yo no sabía quién me perseguía. Yo miraba a las gentes, una después de otra. Cuando abrieron la ventanilla, me metí entre dos mujeres. Pedí un billete en voz baja. Varios trenes partían al mismo tiempo, poco después. Yo montaba tan pronto en uno como en otro, pasando por las vías.

—¡Dime, pues, Nicolás, me parece que este chiquillo te ha dado más dolores de cabeza que yo!

—Al extremo que él no sabía para dónde había sacado mi billete, ¿no es verdad? En Chelles esperé que el tren estuviera en marcha para apearme.

—¡No está mal! ¡No está mal!

—Me precipité fuera de la estación. No había nadie en las calles. Me puse nuevamente a correr. No oí a nadie detrás de mí. Y llegué hasta aquí. Pedí una habitación en seguida, porque ya no podía más y porque tenía ganas de deshacerme de…

Temblaba todavía al hablar.

—Mi madre no me dejaba nunca dinero en el bolsillo. Ya en la habitación, me di cuenta de que no tenía más de quince francos y alguna calderilla. Yo quería irme, estar en casa con mi madre… antes que…

—Y Nicolás llegó.

—Yo le vi por la ventana, que se apeaba de un taxi a quinientos metros de aquí. Comprendí en seguida que había ido hasta Lagny, que había tomado un coche, que en Chelles había encontrado mis huellas. Entonces, me encerré con llave. Luego, cuando escuché pasos en la escalera, puse la cómoda frente a la puerta. Estaba seguro de que él me mataría.

—Sin vacilar —gruñó Maigret—. Solamente que él no quiso delatarse delante del patrón. ¿No es verdad, Nicolás? Entonces él se instaló aquí, pensando que tú saldrías de tu cuarto en cualquier momento… Aunque sólo fuese para comer.

—No comí nada. Yo tenía miedo de que tomase una escalera y que entrase durante la noche por la ventana. Es por eso que tenía los postigos cerrados. No me atrevía a dormir.

Se oyeron pasos fuera. Era el chófer, que, pasado el temporal, comenzaba a inquietarse por sus clientes.

Entonces Maigret golpeó la pipa a pequeños golpes sobre su talón, la llenó y la acarició con complacencia.

—Si hubieras tenido la desgracia de romperla… —gruñó.

Luego, sin transición:

—¡Vamos, hijos míos, en ruta! De hecho, Joseph, ¿qué es lo que le vas a contar a tu madre?

—No lo sé. Será terrible.

—¡Pero no! ¡Pero no! Tú bajaste al comedor para jugar al detective. Tú viste a un hombre que salía. Tú le seguiste, orgulloso de hacer de policía.

Por primera vez, Nicolás abrió la boca. Fue para decir con desprecio:

—¡Si usted cree que voy a entrar en la combinación!

Y Maigret, imperturbable:

—Ya veremos eso dentro de poco, ¿no es verdad, Nicolás? Cara a cara, en mi despacho… Dígame, pues, chófer, ¡yo creo que iremos un poco estrechos en su bañera! ¿Cabemos?

Un poco más tarde, sopló a la oreja de Joseph, apretando en un rincón de la banqueta con Mathilde:

—¡Yo te regalaré otra pipa, va! Y todavía más grande, si quieres.

—Solamente —replicó el chico—, ¡que no será la suya!

Junio 1945

FIN