LA CITA DE LOS PESCADORES
Mathilde no había exagerado al afirmar que el sitio era inquietante, si no siniestro. Una especie de glorieta medio arruinada flanqueaba la casita con los vidrios oscuros ya que los postigos estaban cerrados. La puerta estaba abierta, ya que el temporal comenzaba solamente a refrescar el aire.
Una luz amarillenta iluminaba un sucio pavimento. Maigret surgió bruscamente de la oscuridad, encuadrado en la puerta, mucho más grande de lo que era y, con la pipa en los labios, tocó el borde del sombrero con los dedos, murmurando:
—Buenas noches, señores.
Había allí dos hombres que charlaban en una mesa de hierro sobre la cual se veía una botella de orujo y dos vasos de grueso vidrio. Uno de ellos, un moreno bajito en mangas de camisa, levantó tranquilamente la cabeza mostrando una mirada un poco extrañada, se levantó subiéndose el pantalón sobre las caderas y murmuró:
—Buenas noches…
El otro volvía la espalda, pero no era evidentemente Joseph Leroy. Su espalda era imponente. Llevaba un traje gris muy claro. Cosa curiosa, a pesar de lo que tenía de intempestiva esa tardía irrupción, él no se movió; se hubiera dicho que incluso se esforzaba en no respirar. Un reloj-anuncio, en porcelana, sujeto al muro, marcaba las doce y media, pero debía ser más tarde. ¿Era natural que el hombre no tuviese ni siquiera la curiosidad de volverse para ver quién entraba?
Maigret se quedó en pie cerca del mostrador, mientras que el agua se escurría por sus vestidos y hacía unas manchas oscuras en el gris pavimento.
—¿Tendría usted un cuarto para mí, patrón?
Y el otro, para ganar tiempo, ganó su sitio detrás del mostrador, donde sólo había tres o cuatro botellas de dudoso contenido sobre el estante, preguntando a su vez:
—¿Le sirvo alguna cosa?
—Si usted quiere. Yo le he pedido si tiene usted una habitación.
—Desgraciadamente, no. ¿Ha venido usted a pie?
Era la vez de Maigret de no contestar y decir:
—Aguardiente.
—Me había parecido oír el ruido de un motor de automóvil.
—Es posible. ¿Tiene usted un cuarto o no?
Siempre aquella espalda a algunos metros de él, una espalda tan inmóvil que se creería tallada en piedra. No había electricidad. La pieza estaba iluminada por una mala lámpara de petróleo.
Si el hombre no se hubiera vuelto… Si conservaba una inmovilidad tan rigurosa y tan penosa…
Maigret se sentía inquieto. Acababa de calcular rápidamente que dada la dimensión del café y de la cocina, que se veía detrás, debía haber por lo menos tres habitaciones en el piso. Hubiera jurado, al ver al patrón, el aspecto miserable del lugar, y una cierta calidad de desorden, de abandono, que no había mujeres en la casa.
Pero alguien caminaba encima de su cabeza, con furtivos pasos. Esto debía tener cierta importancia, puesto que el patrón levantó la cabeza maquinalmente y pareció contrariado.
—¿Tiene usted muchos huéspedes en este momento?
—Nadie. Aparte…
Él designaba al hombre, o tal vez a la inmutable espalda, y, de repente, Maigret tuvo la intuición de un serio peligro, comprendió que debía actuar rápidamente, sin un falso movimiento. Tuvo tiempo de ver la mano del hombre sobre la mesa, acercándose a la lámpara, e hizo un salto hacia delante.
Llegó demasiado tarde. La lámpara se había destrozado sobre el suelo con un ruido de vidrio roto, mientras que el olor del petróleo invadía la estancia.
—Estaba dudando de qué te conocía, marrano.
Había conseguido asir al hombre por la chaqueta. Intentaba encontrar una presa mejor, pero el otro pegaba para soltarse. Estaban en total oscuridad. Apenas el rectángulo de la puerta se dibujaba con una vaga luz de la noche. ¿Qué hacía el patrón? ¿Iría a venir al rescate de su cliente?
Maigret golpeó a su vez. Luego sintió que le mordían la mano y entonces se lanzó con todo su peso sobre su adversario y los dos rodaron sobre el suelo, en medio de los restos de cristal.
—¡Lucas! —gritó Maigret—. ¡Lucas…!
El hombre estaba armado, Maigret notó la forma dura de un revólver dentro del bolsillo de la chaqueta y se esforzó en impedir que una mano se deslizase dentro de ese bolsillo.
No, el patrón no se movió. No se le oía. Debía estar inmóvil, tal vez indiferente, detrás de su mostrador.
—¡Lucas…!
—Allá voy, patrón…
Lucas corría, afuera, en los charcos de agua, en las rodadas, y repetía:
—Le digo que se quede ahí. ¿Me entiende? Le prohíbo que me siga.
A Mathilde, sin duda, que debía estar pálida de espanto.
—Si vuelves a tener la ocurrencia de morderme, sucia bestia, te aplastaré la cara. ¿Comprendes?
Y el codo de Maigret impedía al revólver salir de su bolsillo. El hombre era casi tan vigoroso como él. En la oscuridad, el comisario tal vez no hubiera podido hacerse con él. Ellos habían volcado la mesa, que se había caído sobre ellos.
—Aquí, Lucas. Tu lámpara eléctrica.
—Ahí va, patrón.
Y repentinamente un haz de luz pálida iluminó a los dos hombres con los miembros entrelazados.
—¡Maldita sea! ¡Nicolás! Cómo nos encontramos, ¿eh?
—Si usted creía que yo no lo había reconocido solamente por la voz…
—Chócala, Lucas. Este animal es peligroso. Dale un buen golpe encima para calmarle. Dale. No tengas miedo. Es un duro…
Y Lucas golpeó tan fuerte como pudo con su cachiporra de caucho sobre el cráneo del hombre.
—Tus esposas. Listo. Si yo hubiera esperado encontrar a esta sucia bestia aquí… Bien, ya está. Puedes levantarte, Nicolás. No vale la pena que nos hagas creer que te has desvanecido. Tú tienes la cabeza más sólida que todo eso. ¡Patrón!
Tuvo que llamarle una segunda vez, y fue extraño oír la apacible voz del tabernero que se elevaba en la oscuridad, del otro lado del cinc:
—Señores…
—¿No hay otra lámpara o una vela en la casa?
—Iré a buscarle una vela. Si quiere usted iluminar la cocina…
Maigret extendió su pañuelo sobre el puño que el otro había mordido vigorosamente. Se oyeron sollozos cerca de la puerta. Mathilde, sin duda, que no sabía lo que ocurría y que creía tal vez que era con Joseph que el comisario…
—Entra, pequeña. No tengas miedo. Yo creo que todo está terminado. Tú, Nicolás, siéntate aquí, y si tienes la desgracia de moverte…
Puso su revólver y el de su adversario sobre una mesa al alcance de la mano. El patrón regresó con su vela, tan calmoso como si no hubiera pasado nada.
—Entretanto —le dijo Maigret— vaya a buscarme al muchacho.
Un segundo de vacilación. ¿Es que iría a negarlo?
—Te digo que vayas a buscar al muchacho, ¿comprendes?
Y mientras que daba algunos pasos hacia la puerta:
—¿Es el que tiene una pipa, al menos?
Entre dos sollozos, la jovencita preguntó:
—¿Está usted seguro de que él está aquí y que no le ha ocurrido nada?
Maigret no le respondió, tendiendo la oreja. El patrón, allí arriba, llamaba a una puerta. Él hablaba a media voz, con insistencia. Podían reconocerse trozos de las frases:
—Son unos señores de París y una señorita. Puede usted abrir. Le juro que…
Y Mathilde, llorosa:
—Si le han matado…
Maigret alzó las espaldas y se dirigió a su vez hacia la escalera.
—Atención al pájaro, Lucas. Tú has reconocido a nuestro viejo amigo Nicolás, ¿no es verdad? ¡Yo que le creía en Fresnes!
Subió lentamente la escalera, y apartó al patrón inclinado sobre la puerta.
—Soy yo, Joseph. El comisario Maigret. Puedes abrir, muchacho.
Y al patrón:
—¿Qué es lo que espera para bajar? Vaya a servir alguna cosa a la joven, un grog, algo que la reanime. ¡Y bien! ¡Joseph!
Una llave giró por fin en la cerradura. Maigret empujó la puerta.
—¿No hay luz?
—Espere. Voy a alumbrarle. Me queda un trozo de vela.
Las manos de Joseph temblaron. Su rostro, cuando la vela lo iluminó, reflejaba el terror.
—¿Está ella abajo? —sopló él.
Y las palabras en desorden, las ideas que se atropellaban:
—¿Cómo ha podido encontrarme usted? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Quién es la chica?
Una habitación campestre, con una cama muy alta, deshecha, una cómoda que debía haber sido puesta contra la puerta como para un sitio en regla.
—¿Dónde los has metido? —preguntó Maigret con el aire más natural del mundo.
Joseph le miró, estupefacto, comprendiendo que el comisario lo sabía todo. No habría mirado de otro modo a Dios Padre haciendo irrupción en su cuarto.
Con unos gestos febriles, rebuscó en el bolsillo trasero de su pantalón, sacando un pequeño paquete hecho con papel de diario.
Tenía los cabellos en desorden, los vestidos ajados. El comisario miró maquinalmente sus pies, que no estaban calzados más que con unas pantuflas informes.
—Mi pipa…
Esta vez el chico tuvo ganas de llorar y sus labios se hincharon en una mueca infantil. Maigret se preguntó incluso si no iría a tirarse a sus pies para pedirle perdón.
—Ten calma, chico —le aconsejó él—. Hay gente abajo.
Y tomó sonriendo la pipa que el otro le tendía temblando a todo meter.
—¡Chist! Mathilde está en la escalera. Ella no tiene paciencia para esperar que bajemos. Date un golpe de peine.
Levantó un jarro para verter agua dentro de la palangana, pero el jarro estaba vacío.
—¿No hay agua? —se extrañó el comisario.
—Me la he bebido.
Pero ¡sí! ¡Evidentemente! ¿Cómo no había pensado en esto? Este rostro pálido, esos rasgos tensos, los ojos como descoloridos.
—¿Tienes hambre?
Y, sin volverse hacia Mathilde, de la que sentía la presencia en el descansillo de la escalera:
—Entra, pequeña… Pocas efusiones, si quieres hacerme caso. Él te quiere bien, está entendido, pero ante todo, yo pienso que tiene necesidad de comer.