PESQUISAS EN LOS INTERESES DE LAS FAMILIAS
Hay sonsonetes que, en el tren, por ejemplo, se insinúan tan bien en uno y que son perfectamente adaptables al ritmo de la marcha que es imposible desasirse de ellos. Era dentro de un viejo taxi gemebundo que aquél perseguía a Maigret y el ritmo estaba marcado por el martilleo, sobre el blando techo, de una fuerte lluvia temporal:
Pes-qui-sas en los in-te-re-ses de las fa-mi-lias. Pes-qui-sas en…
Ya que, en fin, no tenía ninguna razón para estar aquí, hundiéndose en la oscuridad de la carretera con una jovencita pálida y tensa a su lado y el dócil pequeño Lucas sobre el traspuntín. Cuando un personaje como Madame Leroy viene a molestaros, no se la deja terminar con sus lamentaciones.
—¿Le han robado algo, señora? ¿No presenta usted denuncia? Pues en este caso, lo lamento.
E, incluso si su hijo ha desaparecido:
—¿Dice usted que se ha ido? ¡Si tuviéramos que buscar a todas las personas que desaparecen, la policía entera no haría más que eso, y todavía serían insuficientes!
«Pesquisas en los intereses de las familias.» Era así como aquello se llamaba. Aquello no se hacía más que a expensas de aquellos que reclamaban las pesquisas. En cuanto a los resultados…
Siempre gentes buenas, en primer lugar, fueran jóvenes o viejas, hombres o mujeres, de sensata mente, de ojos azules, un poco atemorizados, de voces insistentes y humildes:
«—Le juro, señor comisario, que mi mujer —yo la conozco mejor que nadie— no se ha ido de buen grado».
O su hija, «su hija tan inocente, tan cariñosa, tan…».
Había como éstos centenares de casos todos los días. «Pesquisas en los intereses de las familias.» ¿Vale la pena decirles que valía más para ellos que no se encontrasen a su mujer o a su hija, o a su marido, porque ello constituiría una desilusión? Pesquisas en…
¡Y Maigret se había dejado embarcar una vez más! El auto abandonaba París, rodaba sobre la autopista, fuera de la jurisdicción de la P. J. No había nada a hacer allí. Nadie le pagaría ni siquiera sus gastos.
Todo ello a causa de una pipa. El temporal había estallado al momento en que descendían del taxi enfrente de la fachada de la casa del Quai de Bercy. Cuando llamaron, Madame Leroy estaba comiendo, completamente sola, en la cocina, pan, mantequilla y un arenque salado. ¡A pesar de sus inquietudes, ella había intentado ocultar el arenque!
—¿Reconoce usted a este hombre, señora?
Y ella, sin vacilar, pero con sorpresa:
—Es mi antiguo huésped, Monsieur Bleustein. Es raro… En la foto, está vestido como un…
Como un hombre de mundo, mientras que en Charenton tenía el aspecto de un pobre tipo. Decir que había hecho falta ir a buscar la fotografía a un periódico, en la colección del mismo, porque, Dios sabe por qué, no se había encontrado en los archivos.
—¿Qué significa esto, señor comisario? ¿Dónde está este hombre? ¿Qué es lo que ha hecho?
—Está muerto. Dígamelo a mí. Ya veo —lanzó una mirada circular por la pieza donde armarios y cajones habían sido vaciados— que ha tenido usted la misma idea que yo…
Ella enrojeció. En seguida se puso a la defensiva. Pero el comisario, esta noche, no estaba paciente.
—Ha hecho usted inventario de todo lo que hay en la casa. No lo niegue. ¿Tenía usted necesidad de saber si su hijo se había llevado algo, no es verdad? ¿Con qué resultado?
—Nada, se lo juro. No me falta nada. ¿Qué es lo que se imaginaba usted? ¿Dónde quiere ir?
Ya se iba como un hombre apresurado, volvía a montarse en el taxi. Todavía más tiempo perdido estúpidamente. Ahora, tenía a la jovencita delante de él, en el bulevard de Bonne-Nouvelle. Ya que no había pensado en pedirle su exacta dirección. Y entretanto tenía necesidad de ella. Afortunadamente, el marroquinero vivía en el mismo inmueble.
Taxi nuevamente. Grandes gotas crepitaban en el pavimento. Los paseantes corrían. El auto salpicaba en los baches.
—¡Rue Championnet! Al 67…
Hizo irrupción en una pieza donde cuatro personas: el padre, la madre, la hija y un muchacho de doce años comían sopa alrededor de una mesa redonda. Mathilde se incorporó, asustada, la boca abierta por un grito.
—Perdónenme, señoras y señores. Necesito a su hija para reconocer a un cliente que ella ha visto en el almacén. ¿Quiere usted, señorita, tener la amabilidad de seguirme?
¡Pesquisas en los intereses de las familias! ¡Ah! Una cosa es encontrarse delante de un buen cadáver que os da en seguida toda clase de indicaciones, o correr detrás de un asesino del cual no es difícil adivinar los reflejos posibles.
¡Mientras que con los amateurs…! ¡Y éste llora! ¡Y aquél tiembla! Y hace falta estar en guardia con papá o con mamá.
—¿Adónde vamos?
—A Chelles.
—¿Cree usted que está allí?
—Yo no sé nada absolutamente, señorita. Chófer… Pase primero por el Quai des Orfèvres.
Y allí, había recogido a Lucas que le esperaba.
Pesquisas en los intereses de las familias. Está sentado en el fondo del coche al lado de Mathilde, que tenía la tendencia de dejarse deslizar hacia él. Unas gruesas gotas de agua traspasaban el techo descalabrado y le caían sobre la rodilla izquierda. Delante de él veía la punta incandescente del cigarrillo de Lucas.
—¿Se acuerda usted bien de Chelles, señorita?
—¡Oh, sí!
¡Pardiez! ¿Es que aquél no era su más bello recuerdo de amor? ¡La sola vez que ellos habían escapado de París, que habían corrido juntos sobre las altas hierbas, a lo largo del río!
—¿Usted cree que a pesar de la oscuridad podrá guiarnos?
—Creo que sí. A condición de que partamos de la estación. Porque nosotros fuimos en tren.
—¿Usted me dijo que habían desayunado en un albergue?
—Un albergue descalabrado, sí, talmente sucio, talmente siniestro, que nosotros casi teníamos miedo. Nosotros tomamos un camino que bordeaba el Marne. En cierto sitio, el camino no es más que un sendero. Espere… Hay allí a la izquierda un horno de cal abandonado. Luego, puede ser a quinientos metros, una casita con un solo piso. Nos quedamos muy sorprendidos de encontrarla allí.
»… Entramos en ella. Un mostrador de cinc, a la derecha, los muros encalados, con algunos cromos y solamente dos mesas de hierro y algunas sillas… El tipo…
—¿Habla usted del dueño?
—Sí. Un moreno bajito que tenía tal vez el aspecto de otra cosa. Yo no sé cómo decirle. Uno se hace una idea. Le preguntamos si se podía comer y nos sirvió foie-gras, salchichón y luego conejo que él había recalentado. Estaba muy bueno. El patrón charló con nosotros, nos habló de los pescadores de caña que constituyen su clientela. Por otra parte, él tenía un manojo de cañas de pescar en un rincón. Cuando no se sabe, uno se forma unas ideas.
—¿Es aquí? —preguntó Maigret a través del vidrio, ya que el chófer se había parado.
Una pequeña estación. Algunas luces en la oscuridad.
—A la derecha —dijo la jovencita—. Luego todavía la segunda a la derecha. Fue allí donde nosotros preguntamos por el camino. ¿Pero por qué piensa usted que Joseph ha venido por aquí?
¡Por nada! O tal vez a causa de la pipa, pero eso no osaba decirlo.
¡Pesquisas en interés de las familias! De lo cual podrían reírse de él. Y sin embargo…
—Todo derecho ahora, chófer —intervino Maigret—. Hasta que encuentre el río. Hay allí un puente, pero en vez de pasarlo, hay que girar a la izquierda. Atención, el camino no es muy ancho.
—Confiesa, pequeña, que vuestro Joseph, en estos últimos tiempos, te había hablado de un cambio posible y probable incluso en su situación.
Más tarde, puede ser que ella se volviera tan coriácea como la madre Leroy. ¿Es que la madre Leroy no había sido ella también una jovencita, bonita y cariñosa?
—Él tenía ambición.
—Yo no hablo del porvenir. Le hablo del presente.
—Él quería ser otra cosa que peluquero.
—Y esperaba a tener dinero, ¿no es verdad?
Ella estaba en plena tortura. ¡Ella tenía también miedo de traicionar a su Joseph!
El automóvil, lentamente, seguía un mal camino a lo largo del Marne, y se veían, a la izquierda, algunos pabellones miserables, y raras villas muy pretenciosas. Una luz, acá o acullá, un perro que ladraba. Luego, repentinamente, a un kilómetro antes del puente, las rodadas se profundizaron, el taxi se paró, y el chófer anunció:
—No se puede ir más lejos.
* * *
Llovía a todo meter. Cuando salieron del auto, el chaparrón les inundó y todo estaba mojado, viscoso, el suelo que resbalaba bajo sus pies, las ramas que les rozaban al pasar. Un poco más lejos, se hizo preciso marchar en fila india, mientras el chófer se sentaba murmurando en el interior de su coche y se preparaba para echar un sueñecito.
—Es raro. Yo creía que estaba más cerca. ¿Usted no ve todavía la casa?
El Marne corría muy cerca de ellos. Sus pies salpicaban en charcos de agua. Maigret, que marchaba delante, apartaba las ramas. Mathilde le seguía de cerca y Lucas cerraba la marcha con la indiferencia de un perro Terranova.
La jovencita empezó a tener miedo.
—Sin embargo, he reconocido el puente y el horno de cal. No es posible que nos hayamos equivocado.
—Existen buenas razones —gruñó Maigret— para que el tiempo te parezca más largo hoy que cuando viniste con Joseph… Toma… Se ve una luz, a la izquierda.
—Seguramente es allí.
—¡Chist! Procura no hacer ruido.
—¿Usted cree que…?
Y él, repentinamente cortante:
—Yo no creo nada de nada. Yo no creo jamás en nada, señorita.
Les dejó llegar a su altura, y habló en voz baja con Lucas.
—Tú esperarás aquí con la pequeña. No te muevas si no te llamo. Asómate, Mathilde. Desde aquí se ve la fachada. ¿La reconoces tú?
—Sí. Lo juraría.
Ya el ancho torso de Maigret formaba telón entre ella y la pequeña luz.
Y ella se encontró sola, los vestidos mojados, en plena noche, bajo la lluvia, al borde del agua, con un pequeño hombre que ella no conocía de nada y que fumaba tranquilamente cigarrillo tras cigarrillo.