LAS ZAPATILLAS DE JOSEPH
Era difícil saber lo que ella pensaba exactamente sobre la suerte de su hijo. Ahora, en la P. J., en el curso de la crisis de lágrimas que había estallado con la rapidez de una tormenta de verano, ella gemía:
—Ve usted, estoy segura que ellos me lo han matado. Y usted durante ese tiempo no ha hecho nada. ¡Si usted cree que yo no sabía lo que estaba pensando! Usted me ha tomado por una loca. ¡Ah, sí! Y, mientras tanto, él está muerto, sin duda. Y yo, voy a quedarme completamente sola, sin apoyo.
En ese momento, en el taxi que rodaba bajo la bóveda del follaje del Quai de Bercy, parecido a un paseo de provincia, sus rasgos se habían vuelto limpios, su mirada aguda, y ella decía:
—Es un débil, ve usted, señor comisario. No podrá nunca resistir a las mujeres. ¡Como su padre, que me hizo sufrir tanto!
Maigret estaba sentado al lado de ella en la banqueta del taxi. Lucas había tomado plaza al lado del chófer.
Tiens!, después del límite de París, sobre la comarca de Charenton, el muelle seguía llamándose Quai de Bercy. Pero ya no había más árboles. Las chimeneas de las fábricas, al otro lado del Sena. Aquí, depósitos, unos pabellones construidos ya cuando este lugar estaba en pleno campo y enclavados ahora entre las casas de alquiler. En un rincón de la calle, un café restaurante, de un rojo agresivo, con letras amarillas, algunas mesas de hierro y dos laureles anémicos dentro de unos toneles.
Madame Roy —no, Leroy— se agitó, llamando al cristal.
—Es aquí. Les ruego que no tomen en cuenta el desorden. Es inútil que les diga que no he pensado en limpiar la casa.
Ella buscó una llave dentro de su bolso. La puerta, de un marrón oscuro, los muros exteriores de un gris ahumado. Maigret había tenido tiempo justo de comprobar que no había trazas de fractura.
—Entren, se lo ruego. Me imagino que quieren ustedes visitar todas las habitaciones. ¡Tengan!, los trozos de la taza están todavía donde los encontré.
Ella no había mentido cuando dijo que era muy limpia. No había polvo en parte alguna. Se notaba el orden. Pero ¡Dios mío, qué triste era aquello! Más que triste, lúgubre. Un corredor muy estrecho, con los bajos pintados en marrón y el alto en amarillo oscuro. Las puertas marrones. El papel de las paredes colocados desde hacía veinte años por lo menos y tan pasados que no tenían apenas color.
La mujer seguía hablando. Puede ser que también hablase así cuando estaba sola, incapaz de soportar el silencio.
—Lo que me extraña más es que no oí nada. Yo tengo el sueño tan ligero que me despierto varias veces por la noche. Pues, la noche pasada, he dormido como un plomo. Me pregunto…
Él la miró.
—¿Usted debe preguntarse si alguien no le ha puesto alguna droga para hacerla dormir?
—Eso no es posible. Él no habría hecho eso. ¿Por qué? Dígame, ¿por qué habría hecho eso?
¿Iría ella a volverse agresiva de nuevo? Tan pronto acusaba a su hijo como le presentaba como una víctima, mientras que Maigret, pesado y lento, daba, incluso cuando se movía a través de la pequeña casa, una sensación de inmovilidad. Él estaba allí como una esponja, impregnándose lentamente de todo lo que sucedía a su alrededor.
Y la mujer atajaba sus pasos, seguía cada uno de sus gestos, de sus miradas, desconfiada, procurando adivinar lo que pensaba.
Lucas también espiaba los reflejos de su patrón, derrotado por esta pesquisa que tenía aspecto poco serio, si no fantasmagórico.
—El comedor está a la derecha, al otro lado del pasillo. Pero cuando estamos solos, y lo estamos siempre, comemos en la cocina.
Ella habría estado bien sorprendida, tal vez indignada, si hubiese sospechado que lo que Maigret buscaba maquinalmente a su alrededor era su pipa. Se encaminó a la escalera más estrecha todavía que el corredor, con la rampa frágil, con escalones que crujían. Ella le seguía. Ella explicaba, ya que era una necesidad en ella explicarse:
—Joseph ocupaba la habitación de la izquierda… ¡Dios mío! He aquí que he dicho ocupaba como si…
—¿Usted no ha tocado nada?
—Nada, se lo juro. Como usted ve, el lecho está deshecho. Pero me parece que no ha dormido. Mi hijo se mueve mucho cuando duerme. Por la mañana, encuentro siempre las ropas enredadas, incluso las mantas por el suelo. Llega a soñar en voz alta e incluso grita durante el sueño.
Frente a la cama, un guardarropa del que el comisario entreabrió la puerta.
—¿Todos sus vestidos están aquí?
—No todos. Si estuviesen, habría encontrado su vestido y su camisa, sobre una silla; ya que era un desordenado.
Se podía suponer que el joven, sintiendo ruido durante la noche, había bajado a la cocina, y allí había sido atacado por el o los misteriosos visitantes.
—¿Usted le vio en la cama ayer por la noche?
—Vengo siempre a besarle cuando ya está acostado. Ayer noche vine como todas las noches. Se había desnudado. Sus vestidos estaban sobre la silla. En cuanto a la llave…
Una idea la traspasó. Ella explicó:
—Yo me quedaba siempre la última abajo y cerraba la puerta con llave. Yo guardaba esa llave en mi habitación, debajo de mi almohada, para evitar…
—¿Su marido salía de noche con frecuencia?
—Lo hizo una vez, después de tres años de matrimonio.
Ella lo dijo, digna y dolorosamente.
—¿Y, desde aquel momento, usted tomó la costumbre de deslizar la llave debajo de la almohada?
Ella no respondió nada y Maigret tuvo la certeza de que el padre había estado tan vigilado como el hijo.
—Entonces, ¿esta mañana, usted habrá encontrado la llave en su sitio?
—Sí, señor comisario. No lo había pensado en el momento, pero ahora me acuerdo. Eso demuestra que no se ha querido ir, ¿no es verdad?
—Un momento. Su hijo se acostó. Luego él se levantó y se vistió.
—¡Tenga! Su corbata por el suelo. No se ha puesto su corbata.
—¿Y sus zapatos?
Ella se volvió vivamente hacia un rincón de la pieza donde había dos zapatos usados a cierta distancia el uno del otro.
—Tampoco. Se ha marchado en zapatillas.
Maigret seguía buscando su pipa, sin encontrarla. Él no sabía en realidad qué es lo que estaba buscando por otra parte. Él registraba disgustado esta habitación pobre y vulgar donde el joven había vivido. Un traje dentro del armario, un traje azul, un «buen traje», que debía de ponerse los domingos, y un par de zapatos relucientes. Algunas camisas, casi todas usadas y recosidas por el cuello y los puños. Un paquete de cigarrillos empezado.
—De hecho, ¿su hijo no fumaba nunca en pipa?
—A su edad, no le hubiera dado permiso. Hace quince días volvió a casa con una pequeña pipa, que debió haber comprado en un bazar, ya que era de pacotilla. Yo se la arranqué de la boca y la eché al fuego. Su padre, a los cuarenta y cinco años, no fumaba en pipa.
Maigret suspiró, y fue a la habitación de Madame Leroy, quien repitió:
—Mi cama no está hecha. Excuse el desorden.
Era descorazonador de tan mezquina banalidad.
—Arriba hay unas buhardillas, donde dormíamos en los primeros meses de mi viudez, cuando tomé los huéspedes. Dígame, puesto que no lleva ni sus sandalias, ni su corbata, ¿qué cree usted…?
Y Maigret, desbordado:
—¡Yo no sé nada, señora!
* * *
Desde las dos, Lucas, concienzudamente, registraba la casa en sus menores rincones, seguido de Madame Leroy, a la que se oía exclamar algunas veces:
—Mire, una vez, este cajón fue abierto. Incluso revolvieron el montón de ropa que se encontraba en la parte de arriba.
Afuera reinaba un pesado sol de rayos espesos como la miel, pero dentro de la casa reinaba la penumbra, la media luz perpetua. Maigret hacía cada vez más de esponja, sin tener coraje de seguir a sus compañeros en sus idas y venidas.
Antes de salir del Quai des Orfèvres, había encargado a un inspector que telefonease a Orleans para asegurarse de que la hija casada no había venido a París en los últimos meses. Aquello no era más que una pista.
¿Sería preciso creer que Joseph se había hecho confeccionar una llave a espaldas de su madre? Pero entonces, si contaba marcharse esa noche, ¿por qué no se había puesto su corbata, ni sobre todo su calzado?
Maigret sabía ahora qué representaban las famosas zapatillas. Por economía, Madame Leroy las confeccionaba ella misma, con viejos trozos de paño, y cortaba las suelas de un trozo de fieltro.
Todo era pobre, de una pobreza evidente y penosa, casi asfixiante, que ella no quería confesarse.
¿Y los antiguos huéspedes? Madame Leroy le había hablado de ellos. El primero que se había presentado cuando ella puso un letrero de anuncio en la ventana, era un viejo solterón, empleado en la Casa Soustelle, la firma de vinos al por mayor de la cual habían vislumbrado el pabellón cuando recorrían el Quai de Bercy.
—Un hombre conveniente, bien educado, señor comisario. ¿O quizá no se puede llamar bien educado a un hombre que sacude la pipa por todas partes? Pues tenía la manía de levantarse por la noche, y bajaba a calentarse una tisana. Una noche me levanté y lo encontré en camisa y calzoncillos en la escalera. Era, sin embargo, alguien instruido.
La segunda habitación había sido ocupada en seguida por un albañil, un contramaestre, decía ella, pero su hijo hubiera corregido, sin duda, ese título pretencioso. El albañil le hacía la corte y quería casarse con ella.
—Me hablaba siempre de sus economías, de una casa que poseía cerca de Montluçon donde quería llevarme cuando nos hubiéramos casado. Debo decir que no hubo ni una palabra ni un gesto que pudiera reprocharle. Cuando regresaba a casa, yo le decía:
»—Lávese las manos, señor Germain.
»Y él se iba a lavar al grifo. Fue él quien, los domingos, cimentó el suelo del patio, y tuve que insistir para pagarle el cemento.
Luego el albañil se había marchado, tal vez desilusionado, y lo había reemplazado un tal señor Bleustein.
—Un extranjero. Hablaba muy bien el francés, pero con un ligero acento. Era viajante de comercio y venía a dormir una o dos veces por semana.
—¿Es que sus huéspedes tenían una llave?
—No, señor comisario, porque en aquel entonces yo estaba constantemente en casa. Cuando tenía que salir, yo la escondía en una grieta de la fachada, detrás del desagüe, y ellos ya sabían dónde encontrarla. Una semana Monsieur Bleustein no vino. No encontré en su habitación más que un peine roto, un viejo encendedor y ropa interior deshecha.
—¿Él no había avisado?
—No. Y sin embargo, era un hombre bien educado.
Ella tenía algunos libros sobre la máquina de coser, en un rincón del comedor. Maigret los hojeó negligentemente. Eran novelas en ediciones baratas, sobre todo novelas de aventuras. Acá y acullá, en el margen de una página, se encontraban dos letras entrelazadas, tanto en lápiz como a tinta: J y M, la M siempre más grande, siempre más artísticamente dibujada que la J.
—¿Conoce usted alguien cuyo nombre empiece con M, Madame Leroy? —gritó por la caja de la escalera.
—¿Con M…? No, no lo creo. Espere… La cuñada de mi marido sí que se llamaba Marcelle, pero ella murió de parto en Isoudun.
Era ya mediodía cuando Lucas y Maigret se encontraron fuera.
—¿Vamos a beber cualquier cosa, patrón?
Y se sentaron en el pequeño bistró de color rojo que hacía esquina. Ambos estaban tan mohínos el uno como el otro. Lucas estaba tal vez con peor humor.
—¡Qué muestrario! —suspiró él—. A propósito, he encontrado este trozo de papel. ¿Y se imagina dónde? Dentro del paquete de cigarrillos del chico. Él debía de tener un pánico terrible de su madre, también.
¡Hasta el punto de ocultar sus cartas de amor en los paquetes de cigarrillos!
Se trataba de una carta de amor, en efecto:
Mi querido Joseph.
Me causaste pena, ayer, diciéndome que yo te despreciaba y que no aceptaría jamás casarme con un hombre como tú. Tú sabes bien que yo no soy así y que te amo tanto como tú a mí. Tengo confianza de que algún día tú serás alguien. Pero por favor, no me aguardes así tan cerca del almacén. Lo han notado, y Madame Rosa, que hace otro tanto, pero que es una chismosa, se ha permitido hacer comentarios. Espérame de ahora en adelante cerca del metro. Mañana no, porque mi madre tiene que venir a buscarme para ir al dentista. Y sobre todo no te metas esas ideas en la cabeza. Te envío un beso porque te amo.
MATHILDE
—¡Helo aquí! —dijo Maigret metiendo el papel en su cartera.
—He aquí, ¿qué?
—¡La J y la M! ¡La vida! Eso empieza así y termina en una pequeña casa que huele a cerrado y a resignación.
—¡Cuando pienso que ese animal me ha pispado la pipa!
—¿Cree usted verdaderamente que se la ha robado él?
Lucas no lo creía, era evidente. Ni ninguna de las historias de Madame Leroy. Estaba harto de este asunto y no comprendía nada de la actitud de su patrón, que parecía rumiar gravemente Dios sabe qué ideas.
—¡Si me ha pispado mi pipa…! —empezó Maigret.
—¡Y bien! ¿Qué es lo que prueba eso?
—No puedes comprenderlo. Yo estaría más tranquilo. ¡Camarero!, ¿qué es lo que se debe?
Aguardaron el autobús, el uno al lado del otro, contemplando el muelle casi desierto donde las grúas, durante el almuerzo, estaban con los brazos en el aire y las pinazas parecían dormir.
En el autobús, Lucas hizo notar:
—¿No va usted a su casa?
—No, tengo ganas de pasar por el Quai.
Y de repente, con una extraña risa alrededor del tubo de su pipa:
—¡Pobre tipo…! ¡Estoy pensando en el ayudante que no pudo engañar a su mujer más que una vez en su vida y que, durante el resto de sus días, ha estado atado cada noche en su propia casa!
Luego, tras un momento de pesada reflexión:
—¿Tú has notado, Lucas, en los cementerios, que hay más tumbas de viudos que de viudas? «Aquí yace Tal, fallecido en 1901.» Luego, debajo, en letras más recientes: «Aquí yace Una Tal, viuda de Un Tal, fallecida en 1930». Ella le ha vuelto a encontrar, seguramente, ¡pero treinta años más tarde!
Lucas intentó en vano comprenderle y cambió de autobús para irse a almorzar con su mujer.
* * *
Mientras que en los Archivos alguien se ocupaba de todos los Bleustein que podían haber caído en las mallas de la Justicia, Maigret se ocupaba de los asuntos corrientes y Lucas pasaba una buena parte de su tarde en el barrio de la República.
El temporal no estalló. El calor era cada vez más pesado, con un cielo plomizo que cambiaba a violáceo como un feo furúnculo.
Diez veces por lo menos, Maigret había tendido la mano sin querer hacia su buena pipa ausente, y cada vez había murmurado:
—¡Maldito chico!
Dos veces descolgó el aparato para preguntar a la centralita:
—¿No hay noticias de Lucas?
No obstante, no era complicado preguntar a los colegas de Joseph Leroy, en el salón de peluquería, y a través de ellos, sin duda, llegar a Mathilde, la que le escribía tiernas misivas.
En primer lugar, Joseph había robado la pipa de Maigret.
En seguida, el mismo Joseph, que si bien iba vestido, estaba en zapatillas —si se pueden llamar así a las pantuflas— la noche anterior.
Maigret interrumpió repentinamente la lectura de un proceso verbal, pidió los Archivos, por teléfono, preguntando con una impaciencia que no era habitual en él:
—¡Y bien! ¿Ese Bleustein?
—Estamos en ello, señor comisario. Hay un montón de ellos, verdaderos y falsos. Estamos controlando las fechas, los domicilios. En todo caso, no encuentro ninguno que haya estado inscrito en un momento dado en el Quai de Bercy. En cuanto tenga alguna cosa, yo le avisaré.
Por fin, Lucas, un Lucas sudoroso que había tenido el tiempo justo de tomarse un vaso en la Brasserie Dauphine, antes de subir.
—Ya está, patrón. No sin trabajo, se lo aseguro. Yo había creído que eso iría como una seda. ¡Ah!, bien, sí. Nuestro Joseph es una especie de pájaro que no hace confidencias voluntariamente. Imagine un salón de peluquería a todo lo largo. Palace-Coiffure, que se llama así, con quince o veinte sillones articulados a un lado, delante de los espejos, y otro tanto de empleados… Es la espantada de la mañana a la noche, allí dentro. ¡Entran, salen, y yo te corto, yo té enjabono, te pongo lociones!
»—¿Joseph? me dijo el patrón, un pequeño gordo de sal y pimienta. ¿Qué Joseph, en primer lugar? ¡Ah!, sí, el Joseph de los botones. ¡Y bien! ¿Qué es lo que ha hecho Joseph?
»Le pedí permiso para preguntar a sus empleados y heme aquí de sillón en sillón con gentes que cambiaban sonrisas y guiños entre sí.
»—¿Joseph? No, yo no le acompañé nunca. Se iba siempre solo. ¿Si tenía una pollita? Es posible… Aunque, con su carota…
»El otro se reía.
»—¿Unas confidencias? Lo mismo podía hacerlas a un banco de madera. El señor no tenía vergüenza de su oficio de peluquero y él no se rebajaba en alternar con unos mirlos.
»¿Se da cuenta del tono, patrón? Faltaba otro, que yo esperaba que terminase con un cliente. El patrón empezaba a encontrarme molesto.
»Por fin, llegué a la Caja. Una cajera de unos treinta años, redondita, con un aire dulce, muy sentimental.
»—¿Joseph ha hecho alguna animalada? me preguntó ella en primer lugar.
»—No, señorita. Al contrario. Él estaba relacionado con alguna en el barrio, ¿no es verdad?
Maigret gruñó:
—Abrevia, ¿quieres?
—Por supuesto que ya es tiempo de irse, si quiere usted ver a la chiquita. Bien, era por medio de la cajera que Joseph recibía los mensajes cuando su Mathilde no podía ir a las citas. Aquélla que encontré en el paquete de cigarrillos debe datar de anteayer. Fue un chico quien entró vivamente en el salón de peluquería y que entregó la misiva en la caja murmurando:
»—Para el señor Joseph.
»La cajera, afortunadamente, había visto al chico penetrar varias veces en un establecimiento de marroquinería en el Boulevard Bonne-Nouvelle.
»He aquí cómo, de la aguja al hilo, terminé por identificar a Mathilde.
—¿Tú no le has dicho nada, al menos?
—Ella misma no sabe que yo me he ocupado de ella. Le he pedido a su patrón si tenía una empleada que se llamara Mathilde. Él me la ha señalado en su mostrador. Quería llamarla. Le pedí que no le dijera nada. Si usted quiere… Son las cinco y media. Dentro de media hora cierra el almacén.
* * *
—Perdone, señorita…
—No, señor.
—Una pregunta solamente…
—Siga usted su camino.
Una menuda y bonita mujer, que se imaginaba que Maigret… ¡Tanto peor!
—Policía.
—¿Cómo? ¿Es a mí a quien…?
—Quisiera decirle dos palabras, sí. Acerca de su enamorado.
—¿Joseph…? ¿Qué es lo que ha hecho?
—Lo ignoro, señorita. Pero me gustaría saber dónde se encuentra en este momento.
En ese mismo momento, pensó:
«¡Zut! La metí…».
La había metido, como un principiante. Se dio cuenta al verla a ella que miraba a su alrededor con inquietud. ¿Qué necesidad tenía de hablarle en vez de seguirla? ¿Es que ella no tenía una cita con él cerca del metro? ¿Es que ella no esperaba encontrarle allí? ¿Por qué acortaba ella el paso en vez de seguir su camino?
—Supongo que está en su trabajo, como de costumbre.
—No, señorita. Y sin duda lo sabe usted muy bien, mucho mejor que yo mismo.
—¿Qué es lo que quiere usted insinuar?
Era la hora de salida de los grandes bulevares. Verdaderas procesiones se dirigían hacia las entradas del metro y se embutían en él.
—Quedémonos un momento aquí, ¿quiere usted? —dijo él obligándola a quedarse en las proximidades de la estación.
Y ella se impacientaba, era evidente. Volvía la cabeza en todos sentidos. Tenía la frescura de los dieciocho años, un pequeño rostro redondo, el aplomo de una pequeña parisiense.
—¿Quién le ha hablado de mí?
El comisario también espiaba a la muchacha, diciéndose que si Joseph lo veía con Mathilde, se apresuraría sin lugar a dudas a desaparecer.
—¿Es que su enamorado no le había hablado nunca de un próximo cambio de situación? ¡Vamos! Va usted a mentir, me doy cuenta.
—¿Por qué tendría que mentirle?
Ella se había mordido los labios.
—¡Lo ve usted! Usted está hablando para ganar tiempo e inventar una mentira.
Ella golpeó la acera con su tacón.
—Y en primer lugar, ¿qué me prueba a mí que usted pertenece a la policía verdaderamente?
Él le mostró su carnet.
—Confieso que Joseph sufría de su mediocridad.
—¿Y luego?
—Él sufría terriblemente, exageradamente. Él no tenía ganas de seguir siendo oficial peluquero. ¿Eso es un crimen?
—Usted sabe bien que no es eso lo que yo quiero decir. Él tenía horror a la casa donde vivía y de la vida que llevaba. Tenía incluso vergüenza de su madre, ¿no es verdad?
—Nunca me lo había dicho.
—Pero usted lo notaba. Entonces, estos últimos tiempos, él ha debido hablarle de un cambio de vida.
—No.
—¿Desde cuándo le conoce usted?
—Un poco más de seis meses. Era en invierno. Entró en el almacén para comprar una cartera. Yo comprendí que las encontraba todas demasiado caras, pero no se atrevió a decirlo y compró una. Por la tarde, le vi en la acera. Me siguió muchos días antes de decidirse a hablarme.
—¿Dónde iban ustedes dos?
—La mayor parte de las veces no nos veíamos más que fuera. A veces me acompañaba en el metro hasta la estación Championnet, donde vivo. Habíamos llegado a ir juntos los domingos al cine, pero era difícil a causa de mis padres.
—¿Usted no ha ido nunca a su casa en ausencia de su madre?
—Jamás, se lo juro. Una vez quiso mostrarme su casa, desde lejos, para explicarme.
—Que era desgraciado… ¿Ve usted?
—¿Ha hecho él alguna cosa mala?
—Pues no, pequeña señorita. Simplemente ha desaparecido. Y yo contaba con usted, no mucho, lo confieso, para encontrarle. Creo que será inútil preguntarle si él tenía una habitación en la ciudad.
—Bien se ve que usted no le conoce. No tenía mucho dinero. Entregaba todo lo que ganaba a su madre. Ella le dejaba apenas para comprarse unos cigarrillos.
Enrojeció:
—Cuando íbamos al cine, nosotros pagábamos cada uno su localidad y una vez que…
—Continúe…
—Dios mío, por qué no… No hay ningún mal en eso… Una vez, hace un mes, que fuimos juntos al campo, él no tenía lo suficiente para pagar el almuerzo.
—¿Hacia qué lado fueron ustedes?
—Hacia el Marne. Nos apeamos del tren en Chelles y nos paseamos entre el Marne y el canal.
—Le doy las gracias, señorita.
¿Se había ella tranquilizado por no haber apercibido a Joseph entre la muchedumbre? ¿Despechada? Las dos cosas, sin duda.
—¿Por qué le busca la policía?
—Porque su madre nos lo ha pedido. No se inquiete, señorita. Y créame usted, si tiene noticias de él adviértanos inmediatamente.
Cuando se volvió, él la vio que bajaba vacilante las escaleras del metro.
Una ficha le esperaba, sobre su mesa del Quai des Orfèvres.
El llamado Bleustein Stephane, de 37 años, fue muerto el 15 de febrero de 1919, en su apartamento del Hotel Negresco, en Niza, donde había llegado algunos días antes. Bleustein recibía frecuentemente visitas por la noche. El crimen fue cometido con la ayuda de un revólver calibre 6 mm. 35 que no fue encontrado.
La encuesta llevada a cabo no permitió descubrir al culpable. Los equipajes de la víctima habían sido registrados de arriba abajo por el asesino y, por la mañana, la habitación estaba en un desorden indescriptible.
En cuanto a Bleustein en sí mismo, su personalidad ha quedado muy misteriosa y fue en vano que se practicasen pesquisas para saber de dónde venía. Al llegar a Niza, se apeó del rápido de París.
La brigada móvil de Niza tiene, sin duda, amplios informes.
La fecha del asesinato correspondía con la de la desaparición de Bleustein del Quai de Bercy, y Maigret, buscando una vez más su pipa ausente y no encontrándola, gruñó con buen humor:
—¡Maldito pequeño idiota!