Capítulo uno

LA CASA DE LOS OBJETOS QUE SE MUEVEN

Eran las siete y media. En el despacho del jefe, con un suspiro de alivio y de fatiga a la vez, un suspiro de hombre voluminoso al final de una larga jornada del mes de julio, Maigret había sacado maquinalmente su reloj de su faltriquera.

Luego había alargado la mano, y recogido los expedientes de encima de la mesa de caoba.

La puerta acolchada se cerró detrás de él y atravesó la antecámara. Nadie en los rojos sillones. El viejo ordenanza estaba dentro de su cabina encristalada. El pasillo de la Policía Judicial estaba vacío, una larga perspectiva a la vez gris y soleada.

Los gestos de todos los días. Regresó a su despacho. Un aroma de tabaco que persistía todavía, a pesar de la ventana abierta sobre el Quai des Orfèvres. Él depositó los expedientes en un rincón del despacho, golpeó el hornillo de su pipa, todavía caliente, sobre el borde de la ventana, volvió al sentarse, y su mano, maquinalmente, buscó otra pipa allí donde debía estar, a su derecha.

No se hallaba allí. Había siempre tres pipas: una era de espuma, cerca del cenicero, pero la buena, la que él buscaba, aquella que fumaba con más placer, que llevaba siempre consigo, una gruesa pipa de madera de brezo, ligeramente curvada, que su esposa le había regalado diez años atrás a causa de un aniversario, aquella que llamaba su buena vieja pipa, en fin, no estaba allí.

Palpó sus bolsillos, sorprendido, y metió las manos en ellos. Miró la chimenea de mármol negro. A decir verdad, no pensó en nada. No hay nada de extraordinario en el hecho de no encontrar una de sus pipas sobre el sitio acostumbrado. Dio dos o tres vueltas al despacho, abriendo la alacena donde había una pila esmaltada para lavarse las manos.

Buscaba como todos los hombres, bastante estúpidamente, puesto que no había abierto aquella alacena desde antes del mediodía y, algunos instantes antes de las seis, cuando el juez Coméliau le había telefoneado, tenía precisamente aquella pipa en la boca.

Entonces llamó al ordenanza.

—Dígame, Emile, ¿no ha entrado nadie aquí mientras yo estaba en el despacho del jefe?

—Nadie, señor comisario.

Rebuscó de nuevo en sus bolsillos, los de su chaqueta, los del pantalón. Tenía el aire contrariado de un hombre gordo, y dar vueltas por allí le había ocasionado calor.

Entró en el despacho de los inspectores, donde no había nadie. Le había sucedido dejarse allí una de sus pipas. Era curioso y agradable encontrar tan vacíos los locales del Quai des Orfèvres, en una atmósfera como de vacaciones. De la pipa nada. Llamó al cuarto del jefe. Éste acababa de salir. Entró, pero sabía de antemano que su pipa no estaba allí, que él fumaba otra cuando había estado allí sobre las seis y media para charlar sobre los asuntos en curso y asimismo de su próxima marcha al campo.

Las ocho menos veinte. Había prometido estar de regreso a las ocho en el boulevard Richard-Lenoir, donde su cuñada y su marido estaban invitados. ¿Qué había prometido también llevarles? La fruta. Era eso. Su esposa le había recomendado comprar unos melocotones.

Pero, mientras caminaba, en la atmósfera pesada del atardecer, continuaba pensando en su pipa. Aquello le afectaba, sin darse cuenta, como nos afecta un incidente mínimo, pero inexplicable.

Compró los melocotones, volvió a su casa, abrazó a su cuñada que había engordado todavía más. Se sirvieron los aperitivos. Mas, en aquel momento, era la buena pipa la que debiera estar colocada en su boca.

—¿Mucho trabajo?

—No. Hay calma.

Había épocas como ésta. Dos de sus colegas estaban de vacaciones. El tercero había telefoneado por la mañana para comunicar que le había llegado familia de provincias y que se tomaba dos días de fiesta.

—Tienes aspecto preocupado, Maigret —remarcó su mujer durante la comida.

Y él no se atrevió a confesarle que era su pipa lo que le importunaba. No se hacía un drama de ello, ciertamente. Eso no le impedía por supuesto de estar en forma.

A las dos. Sí, se había sentado en su despacho a las dos y varios minutos. Lucas había venido a hablarle de un asunto de carambolas, luego del inspector Janvier, que esperaba un nuevo hijo.

En seguida, tranquilamente, se había quitado la americana y aflojado un poco la corbata, había redactado un informe sobre un suicidio que habían tomado por crimen. Él fumaba su gruesa pipa.

A continuación Gégène. Un insignificante chulo de Montmartre que había dado una puñalada a su querida. Que la «había pinchado un poco», como decía él. Pero Gégène no se había acercado a la mesa. Por otra parte, llevaba las esposas.

Alguien sirvió los licores. Las dos mujeres hablaban de cocina. El cuñado escuchaba vagamente fumando un cigarro, y los ruidos del boulevard Richard-Lenoir subían hasta la ventana abierta.

No había salido de su despacho, esta tarde, ni siquiera para ir a beber un vaso a la Brasserie Dauphine.

Veamos, también estaban la mujer… ¿Cómo se llamaba ella? Roy o Leroy. No había sido citada. Emile había venido a anunciarla:

—Una señora y su hijo.

—¿De qué se trata?

—Ella no quiere decirlo. Insiste en hablar con el jefe.

—Hágala entrar.

Un puro azar que tuviera una pausa en su empleo del tiempo, pues de otro modo no la hubiera recibido. Había otorgado a esta visita tan poca importancia que le costaba, ahora, acordarse de los detalles.

Su cuñada y su cuñado se iban. Su mujer señaló, poniendo orden en el apartamento:

—No estabas muy locuaz, esta noche. Hay algo que no marcha bien.

No. Todo iba bien, al contrario, salvo la pipa. La noche empezaba a caer y Maigret, en mangas de camisa, se acodó en la ventana, como miles de personas, a la misma hora, tomando el fresco y fumando su pipa o su cigarrillo en las ventanas de París.

La mujer —tal vez era Madame Leroy— se había sentado justamente enfrente del comisario. Con esa actitud un poco rígida de las personas que se han prometido ser dignas. Una mujer en los cuarenta y cinco años de esas que, sobre la marcha, empiezan a marchitarse. Maigret, por su parte, prefería aquellas que los años redondean.

—He venido a verle, señor director…

—El director está ausente. Soy el comisario Maigret.

Tiens! Un detalle que recordaba. La mujer no había chistado. Ella no debía leer los periódicos, y sin duda, ¿no había ella oído hablar de él? Ella parecía estar enojada de no haber sido introducida en presencia del director de la Policía Judicial en persona y tuvo un pequeño gesto con la mano como diciendo:

«¡No importa! Será preciso que nos arreglemos».

El muchacho, al contrario, en quien Maigret no había fijado su atención, había tenido una especie de estremecimiento, y su mirada se había fijado, vivamente, ávidamente, sobre el comisario.

—¿No te acuestas aún, Maigret? —preguntó Madame Maigret, que volvía de hacer la cama y que empezaba a desvestirse.

—Ahora mismo.

Entretanto, ¿qué es lo que le había contado aquella mujer, en realidad? ¡Ella había hablado tanto! Con volubilidad, con insistencia, a la manera de las personas que dan una importancia considerable a sus menores palabras y que temen que no se las tome en serio. Una manía de mujeres, por supuesto, de mujeres sobre todo que se aproximan a la cincuentena.

—Nosotros vivimos, mi hijo y yo…

Ella no se equivocaba, en el fondo, puesto que Maigret prestaba a su relato un distraído interés.

Ella estaba viuda. ¡Bien! Ella había dicho que era viuda desde hace varios años, cinco o diez, lo había olvidado. Mucho tiempo puesto que se había quejado de haberlo pasado muy mal para educar al chico.

—Lo he hecho todo por él, señor comisario.

¿Cómo acordarse con atención de esas frases que repiten todas las mujeres de parecida edad y en la misma situación, con un orgullo idéntico, y parecida mueca dolorosa? De todos modos había un incidente acerca de esa viudez. ¿Cuál? ¡Ah!, sí…

Ella había dicho:

—Mi marido era militar de carrera.

Y su hijo había rectificado:

—Ayudante, mamá. De Intendencia, en Vincennes.

—Perdón… Cuando yo digo oficial, yo sé lo que digo. Si no estuviera muerto, si no se hubiera matado al servicio de sus jefes que no valían lo que él y que le dejaban toda la tarea, a estas horas sería oficial… Pues…

Maigret no olvidaba su pipa. Se agarraba a la cuestión, al contrario. La estaba fumando, estaba seguro, cuando la palabra Vincennes había sido pronunciada. Por otra parte, después, no se había hablado más de Vincennes.

—Perdón. ¿Dónde vive usted?

Había olvidado el nombre del Quai, pero estaba a continuación del Quai de Bercy, en Charenton. Él hallaba en su memoria la imagen de un Quai muy largo, con unos tinglados, y unas pinazas descargando.

—Una pequeña casa de un solo piso, entre un café que hace esquina y un gran edificio de alquiler.

El muchacho estaba sentado en un rincón del despacho, con su sombrero de paja encima de las rodillas, ya que tenía sombrero de paja.

—Mi hijo no quería que viniese a verle, señor director, perdón, señor comisario. Pero yo le dije:

»—Si tú no tienes nada que reprocharte, no hay ninguna razón para que…

¿De qué color era su vestido? Dentro del negro, con malva. Una de esas ropas que llevan las mujeres que desean la distinción. Un sombrero bastante complicado, probablemente, transformado varias veces. Unos guantes de hilo oscuro. Ella se escuchaba hablar. Empezaba sus frases con unos:

—Figúrese usted que…

O también:

—Todo el mundo le dirá…

Maigret, que para recibirla se había puesto la chaqueta, tenía calor y estaba soñoliento. Una cabezada. Se lamentaba de no haberla enviado en seguida al despacho de los inspectores.

—He aquí varias veces ya, cuando he regresado a mi casa, he comprobado que alguien había venido en mi ausencia.

—Perdón. ¿Vive usted sola con su hijo?

—Sí. Y yo en principio había pensado en él. Pero era durante sus horas de trabajo.

Maigret miró al muchacho, que pareció contrariado. Era también un tipo que conocía bien. Diecisiete años, sin duda. Delgado y alto. Unos granos en el rostro, los cabellos tirando a rubio y unas manchas rojizas alrededor de la nariz.

¿Cazurro? Puede ser. Su madre debía decirlo más tarde, demasiado tarde, ya que existen gentes que gustan de hablar mal de los suyos. En todo caso, tímido. Introvertido. Miraba la alfombra, o cualquier objeto encima del despacho y, cuando creía que nadie le miraba, lanzaba sobre Maigret una ojeada aguda.

No estaba contento de estar allí, era evidente. No estaba de acuerdo, con su madre sobre la utilidad de esa gestión. ¿Tal vez tenía un poco de vergüenza de ella, de sus pretensiones, de su charlatanería?

—¿Qué hace su hijo?

—Es peluquero.

Y el muchacho declaró con amargura:

—Porque tengo un tío que tiene un salón de peluquería en Niort, mi madre se ha metido en la cabeza…

—No es ninguna vergüenza ser peluquero. Es para decirle, señor comisario, que él no puede salir del salón donde trabaja, cerca de la plaza de la República. Por otra parte, yo me he asegurado.

—Perdón. ¿Usted ha sospechado que su hijo regresaba a casa en su ausencia y usted le ha vigilado?

—Sí, señor comisario. Yo no sospecho de nadie en particular, pero sé que los hombres son capaces de todo.

—¿Qué es lo que su hijo habría ido a hacer a casa, a su juicio?

—No lo sé.

Luego, después de un silencio:

—¡Tal vez llevase alguna mujer! Hace unos tres meses, encontré en su bolsillo una carta de una chiquilla. Si su padre…

—¿Cómo tiene usted la certeza de que entran en su casa?

—Por supuesto, eso se nota en seguida. Nada más abrir la puerta, yo puedo decir…

Nada científico, pero muy verdadero, muy humano, en suma. Maigret había experimentado ya ese tipo de impresiones.

—¿En seguida?

—En seguida, por pequeños detalles. Por ejemplo, la puerta del armario de luna, que no cierro nunca con llave, y yo la encuentro cerrada con una vuelta de llave.

—¿Su armario de luna contiene algún objeto de valor?

—Nuestros vestidos y nuestra ropa blanca, algunos recuerdos de familia, pero nada ha desaparecido, si es eso lo que usted quiere decir. En la bodega también hay una caja que ha sido cambiada de sitio.

—¿Y qué contiene?

—Unos bocales vacíos.

—En suma, ¿no ha desaparecido nada de su casa?

—No lo creo.

—¿Desde cuándo tiene usted la impresión de que alguien visita su domicilio?

—Eso no es una impresión. Es una certeza. Alrededor de tres meses.

—¿Cuántas veces, según usted, han venido?

—Tal vez diez en total. Después de la primera vez, han estado mucho tiempo sin venir, unas tres semanas. O, por lo menos, yo no lo he notado. Luego dos veces casi seguidas. Luego tres semanas más o menos. Desde hace varios días, las visitas se suceden y, anteayer, cuando hubo aquel terrible viento, encontré huellas de pasos y mojadura.

—¿Usted no sabe si eran huellas de hombre o de mujer?

—Seguramente de hombre, pero no estoy segura.

También ella había hablado de otras cosas. ¡Había hablado tanto, sin necesidad de ser empujada!

El lunes precedente, por ejemplo, ella había mandado expresamente a su hijo al cine, porque los peluqueros no trabajaban el lunes. Como siempre, estaba vigilado. No lo había dejado desde la primera hora de la tarde. Habían regresado juntos.

—Pues habían venido.

—¿Y sin embargo su hijo no quería que hablase usted de ello a la policía?

—Justamente, señor comisario. Eso es lo que no comprendo. El vio las huellas como yo.

—Joven, ¿vio usted las huellas?

Éste prefirió no contestar y adoptó un aire atontado. ¿Aquello significaba que su madre exageraba, que ella no estaba en sus cabales?

—¿Sabe usted por qué sitio él o los visitantes entran en la casa?

—Supongo que es por la puerta. No dejo nunca las ventanas abiertas. Para entrar por el patio, el muro es muy alto y sería preciso atravesar los patios de las casas vecinas.

—¿Ha visto usted huellas en la cerradura?

—Ni un rasguño. Inclusive miré con la lupa de mi difunto marido.

—¿Nadie tiene la llave de su casa?

—Nadie. La tendría mi hija (ligero movimiento del joven), pero ella vive en Orleans con su marido.

—¿Usted se trata con ella?

—Siempre le dije que hacía mal en casarse con un tipo que no sirve para nada. Aparte de eso, como no nos vemos nunca…

—¿Está usted ausente con frecuencia de su casa? Usted me ha dicho que es viuda. La pensión que le pasa el ejército es verosímilmente insuficiente.

Ella adoptó un aire a la vez digno y modesto.

—Yo trabajo. ¡En fin! Al principio, quiero decir después de la muerte de mi marido, tomé dos huéspedes, pero los hombres son muy sucios. ¡Si usted hubiese visto en qué estado dejaban sus habitaciones!

Hasta aquel momento, Maigret no se dio cuenta de que escuchaba, y sin embargo, al presente, él no solamente recordaba las palabras, sino que también las entonaciones.

—Desde hace un año, soy una dama de compañía de Madame Lallemant. Una persona adinerada. La madre de un médico. Ella vive sola, cerca de la esclusa de Charenton, justamente enfrente, y todos los mediodías, yo… Es más bien una amiga, ¿comprende usted?

En realidad, Maigret no le había concedido ninguna importancia. ¿Una maniática? Puede ser. Aquello no le interesaba. Era el tipo de visita que os hace perder media hora. El jefe, justamente, había entrado en el despacho, o tal vez empujado la puerta, como hacía con frecuencia. Había lanzado una ojeada sobre los visitantes, se había dado cuenta, él también, sin que nada lo justificara, de que se trataba de algo banal.

—¿Puede usted venir un momento, Maigret?

Habían permanecido un momento de pie ambos en el despacho contiguo, discutiendo acerca de una orden de arresto que acababa de llegar telefónicamente desde Dijon.

—Torrence se encargará —había dicho Maigret.

No tenía su buena pipa, sino otra. Su buena pipa debía haberla depositado, lógicamente, sobre su mesa en el momento en que, poco después, el juez Coméliau le había telefoneado. Pero, entonces, él no pensaba en eso todavía.

Regresó, se quedó de pie cerca de la ventana, con las manos en la espalda.

—En suma, señora, ¿no le han robado nada?

—Lo supongo.

—¿Quiere decir que no presenta usted denuncia por robo?

—Yo no puedo, toda vez que…

—¿Usted tiene, simplemente, la impresión de que durante su ausencia alguien, en estos últimos meses, estos últimos días sobre todo, ha tomado la costumbre de entrar en su casa?

—E incluso una vez por la noche.

—¿Vio usted a alguien?

—Le oí.

—¿Qué es lo que oyó usted?

—Una taza se cayó en la cocina, y se rompió. Yo bajé en seguida.

—¿Tiene usted armas?

—No. Yo no tengo miedo.

—¿Y no había nadie?

—No había nadie. Los trozos, de la taza estaban en el suelo.

—¿Y usted no tiene un gato?

—No. Ni gato ni perro. Las bestias hacen mucha suciedad.

—¿Un gato podría haberse introducido en su casa?

Y el joven, sobre su silla, parecía cada vez más en el suplicio.

—Tú abusas de la paciencia del comisario Maigret, mamá.

—Resumiendo, señora, ¿usted no sabe quién se introduce en su casa y no tiene ninguna idea de lo que buscan?

—Ninguna. Siempre hemos sido gentes honradas, y…

—Si quiere usted seguir un consejo, cambie la cerradura. Veremos si las misteriosas visitas continúan.

—¿La policía no hará nada?

Los empujó hacia la puerta. Ya era hora, casi la hora en que el jefe le esperaba en su despacho.

—En todo caso, les enviaré uno de mis hombres. Pero, a menos de vigilar la casa de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, no veo bien…

—¿Cuándo vendrá él…?

—Me ha dicho usted que está en casa por la mañana.

—Excepto cuando voy al mercado.

—¿Quiere usted a las diez…? Mañana a las diez. Hasta la vista, señora. Hasta la vista, muchacho.

Un golpe de timbré. Lucas entró.

—¿Eres tú…? Tú irás mañana a las diez a esta dirección. Tú verás de qué se trata.

Sin ninguna convicción. La Prefectura de policía compartía con las redacciones de los periódicos el privilegio de atraer a todos los locos y a todos los maniáticos.

Luego, ahora, en su ventana, donde la frescura de la noche empezaba a penetrarle, Maigret gruñó:

—¡Maldito chico!

Ya que era él, sin ninguna duda, quien había limpiado la pipa sobre la mesa.

—¿No te acuestas?

Se fue a dormir. Estaba descontento, gruñón. La cama estaba ya caliente y húmeda. Gruñó todavía antes de dormirse. Y por la mañana se despertó sin transición, como cuando uno se duerme bajo una desagradable impresión. Eso no era un presentimiento y no obstante notó perfectamente —su mujer notó asimismo la cosa, pero no dijo nada— que comenzaba el día con mal pie. Además, el cielo estaba tormentoso, y el aire era ya pesado.

Ganó el Quai des Orfèvres a pie, por los muelles, y por dos veces llegó a buscar maquinalmente su buena pipa en el bolsillo. Subió resoplando la polvorienta escalera. Emile le acogió diciendo:

—Hay alguien que quiere verle, señor comisario.

Fue a echar una mirada a la sala de espera encristalada y apercibió a Madame Leroy que se mantenía sentada en el borde extremo de una silla forrada de terciopelo verde, como si estuviera presta para saltar. Ella le vio, y se precipitó efectivamente sobre él, crispada, furiosa, angustiada, presa de mil sentimientos encontrados y, cogiéndole por los bajos de la chaqueta, gritó:

—¿Qué es lo que yo le dije? Han venido esta noche. Mi hijo ha desaparecido. ¿Me cree usted, ahora? ¡Oh!, ya me di cuenta de que me tomaba por una loca. Yo no soy tan bestia. Y tenga, tenga…

Ella rebuscaba febrilmente dentro de su bolso, sacó un pañuelo bordado de azul y lo blandió triunfalmente.

—Eso… Sí, eso, ¿no es una prueba? Nosotros no tenemos pañuelos azules en la casa. Lo que no impide que lo haya encontrado al pie de la mesa de la cocina. Y eso no es todo.

Maigret miró con ojos mohínos el largo corredor donde reinaba la animación matinal y donde la gente les estaba mirando.

—Venga conmigo, señora —dijo susurrando.

El accidente inopinado, evidentemente, lo había sentido venir. Empujó la puerta de su despacho, y colgó su sombrero en el sitio habitual.

—Siéntese. La escucho. ¿Usted dice que su hijo…?

—Yo digo que mi hijo ha desaparecido esta noche y que a la hora que es Dios sabe lo que habrá sucedido.