Conclusión

A las cuatro, se hallaban reunidos en el despacho del notario señor Berthier, en primer lugar, Fraisier, redactor del texto de la transacción, luego Tabareau, representante legal de Schmucke, y finalmente el propio Schmucke, a quien Gaudissart había llevado hasta allí. Fraisier había cuidado de poner en billetes de banco los seis mil francos pedidos, y seiscientos francos para el primer plazo de la renta vitalicia, sobre el secreter del notario a la vista del alemán, quien, deslumbrado al ver tanto dinero, no prestó la menor atención al documento que se le leía. El infeliz, sorprendido por Gaudissart al regreso del cementerio, donde había estado conversando con Pons y le había prometido reunirse con él, no gozaba de todas sus facultades mentales, ya un tanto maltrechas después de tantos acontecimientos. No prestó, pues, atención al preámbulo del documento, en el que se le consideraba representado y aconsejado por maître Tabareau, escribano, y donde se recordaban las causas del pleito iniciado por el presidente en beneficio de su hija. El alemán hacía un triste papel, ya que al firmar el documento daba la razón a los horribles asertos de Fraisier; pero estuvo tan contento de ver el dinero para la familia Topinard, fue tan feliz de poder enriquecer, según su estrecha visión, al único hombre que había querido a Pons, que no ovó ni una palabra de aquella transacción que resolvía un pleito.

En plena lectura, entró en el despacho un empleado del notario.

—Señor —dijo a su patrón—, hay un hombre que quiere hablar con el señor Schmucke.

El notario, a un gesto de Fraisier, se encogió significativamente de hombros.

—¡Le tengo dicho que no nos moleste nunca cuando estamos firmando un documento! Pregunte el nombre de este… ¿Es un hombre o un señor? ¿Es un acreedor?

El empleado volvió a entrar y dijo:

—Insiste en que tiene que hablar con el señor Schmucke…

—¿Su nombre?

—Se llama Topinard.

—Ya salgo. Firme tranquilamente —dijo Gaudissart a Schmucke—. Termine; voy a ver qué es lo que quiere.

Gaudissart había comprendido a Fraisier, y ambos olfateaban un peligro.

—¿Qué vienes a hacer aquí? —dijo el director a su mozo—. Estás empeñado en no ser cajero, ¿eh? El primer mérito de un cajero es la discreción.

—Señor…

—Vuelve a tus asuntos, nunca serás nada si te entremetes en los de los demás.

—¡Señor director, prefiero no comer un pan que no podría pasarme por la garganta! ¡Señor Schmucke…! —gritó.

Schmucke, que ya había firmado y que tenía el dinero en la mano, acudió al oír la voz de Topinard.

—Edo es bara la alemanida y bara fosodros…

—¡Ay, señor Schmucke, ha enriquecido usted a unos monstruos, a una gente que quieren deshonrarle! He llevado esto a casa de un hombre honrado, un procurador que conoce a este Fraisier, y dice que debe usted castigar tanta maldad aceptando el pleito, que ellos se echarán atrás… Lea…

Y el imprudente amigo le dio la citación enviada a Schmucke al barrio Bordin. Schmucke cogió el papel, lo leyó, y al verse tratado de aquel modo, ignorando el amable estilo en que suelen redactarse estos documentos, recibió un golpe mortal. La arenilla le obstruyó el corazón. Topinard recibió a Schmucke en sus brazos; se hallaban los dos bajo la puerta cochera del notario. Acertó a pasar por allí un coche, Topinard metió dentro al pobre alemán, que sufría los dolores de una congestión serosa en el cerebro. Tenía la vista nublada. Pero el músico aún tuvo fuerzas para tender el dinero a Topinard. Schmucke no sucumbió a aquel primer ataque, pero ya no volvió a recobrar la razón; no hacía más que movimientos involuntarios; no comía nada. Murió al cabo de diez días sin quejarse, porque ya no volvió a hablar. Fue cuidado por la señora Topinard, y se le enterró oscuramente, al lado mismo de Pons, gracias a los desvelos de Topinard, la única persona que siguió el entierro de aquel hijo de Alemania.

Fraisier, nombrado juez de paz, es un amigo íntimo de la casa del presidente, y persona muy estimada por la presidenta, que no ha querido consentir que se casara con la hija de Tabareau; la dama promete algo infinitamente mejor al hombre tan hábil, a quien, según ella, debe no sólo la adquisición de los prados de Marville y la casa de campo, sino también la elección del señor presidente, nombrado diputado en la reelección general de 1846.

Sin duda todo el mundo deseará saber qué ha sido de la heroína de esta historia, por desgracia demasiado verídica en sus detalles, y que, superpuesta a la precedente, de la que es hermana gemela[216], demuestra que la gran fuerza social es el carácter. Ya adivináis, ¡oh, aficionados, entendidos y marchantes!, que se trata de la colección de Pons. Bastará con asistir a una conversación sostenida en la casa del conde Popinot, que, hace pocos días, enseñaba su magnífica colección a unos extranjeros.

—¡Señor conde! —decía un extranjero de gran posición social… ¡Posee usted tesoros!

—¡Oh, milord! —dijo modestamente el conde Popinot—. En materia de cuadros, nadie, no diré sólo en París, sino incluso en Europa, puede vanagloriarse de rivalizar con un desconocido, un judío llamado Élie Magus, un viejo maniático, el rey de los coleccionistas. Ha reunido más de cien cuadros que son como para desalentar a los aficionados de iniciar una colección. Francia debería sacrificar siete u ocho millones y adquirir esa galería a la muerte de ese ricachón… Por lo que respecta a objetos de arte, mi colección es lo suficientemente bella como para que se hable de ella…

—Pero ¿cómo es posible que un hombre tan ocupado como usted, que inició su fortuna tan honradamente en el comercio…?

—… de droguería —dijo Popinot— ha podido continuar tratando en drogas…

—No se trata de eso —siguió el extranjero—. Pero ¿de dónde saca usted el tiempo para buscar objetos de arte? No son ellos los que vienen a usted, ¿verdad?

—Mi padre —dijo la vizcondesa Popinot— tenía ya el núcleo de la colección, era muy aficionado al arte, a las cosas bellas; ¡pero la mayor parte de estas riquezas proceden de mí!

—¿De usted, señora? ¡Tan joven! ¿Ya tenía usted estos vicios? —dijo un príncipe ruso.

Los rusos son tan imitadores que todas las enfermedades de la civilización repercuten en su país. La colecciomanía hace furor en San Petersburgo, y, como consecuencia del entusiasmo natural en este pueblo, los rusos han originado en el artículo como diría Rémonencq, un aumento de precios que hará imposible las colecciones. Y aquel príncipe había ido a París únicamente para aumentar su colección.

—Príncipe —dijo la vizcondesa—, este tesoro llegó a mis manos gracias a la herencia de un primo que me quería mucho y que había pasado más de cuarenta años, desde 1805, reuniendo en todos los países, y sobre todo en Italia, todas estas obras maestras…

—¿Y cómo se llamaba? —preguntó el milord.

—¡Pons! —dijo el presidente Camusot.

—Era un hombre encantador —siguió la presidenta, con su vocecilla aflautada—, lleno de ingenio, original y además con un gran corazón. Este abanico que está usted admirando, milord, y que perteneció a Madame de Pompadour, me lo regaló él una mañana, diciéndome una frase galante que usted me permitirá que no repita…

Y miró a su hija.

—Díganos la frase —rogó el príncipe ruso—, señora vizcondesa.

—Una frase hermosa como el abanico —respondió la vizcondesa, que repetía este comentario en todas las ocasiones favorables—. Dijo a mi madre que ya era hora de que lo que había estado en manos del vicio, pasase a manos de la virtud.

El milord contempló a la señora Camusot de Marville con un aire de duda extremadamente halagador para una mujer tan mustia.

—Comía tres o cuatro veces por semana en mi casa —siguió diciendo—… ¡Nos quería tanto! Nosotros sabíamos apreciar su talento, y los artistas se sienten a gusto con los que saben valorarles. Además, mi marido era su único pariente. Y cuando esta herencia fue a parar a manos del señor de Marville, que no podía estar más lejos de imaginárselo, el señor conde prefirió comprarlo todo en bloque antes de dejar vender esta colección en una subasta pública; y también nosotros preferimos venderla así; porque ¡es tan triste ver cómo se dispersan unas cosas tan bellas que habían sido la alegría de nuestro querido primo! Élie Magus fue el tasador; y así fue, milord, cómo pude tener la casa de campo construida por el tío de usted, y en la que nos hará el honor de visitarnos.

El cajero del teatro, cuyo privilegio, cedido por Gaudissart, ha pasado desde hace un año a otras manos, sigue siendo el señor Topinard; pero el señor Topinard se ha vuelto sombrío, misántropo, y habla poco; la gente dice que ha cometido un crimen, y los bromistas más crueles del teatro pretenden que la causa de su estado de ánimo es el haberse casado con Lolotte. El nombre de Fraisier produce un sobresalto al honrado Topinard. Quizá parezca singular que la única alma digna de Pons sea la de este hombre que trabaja en un rincón de un teatro de los bulevares.

La señora Rémonencq, que no olvida la predicción de la señora Fontaine, no quiere retirarse a vivir en el campo, y sigue en su magnífica tienda del bulevar de la Madeleine, otra vez viuda. En efecto, el auvernés, después de haber hecho estipular en el contrato matrimonial que los bienes comunes serían heredados por el cónyuge superviviente, dejó al alcance de su mujer un vasito de vitriolo, contando con un error; y como su mujer, con la mejor de las intenciones, cambió de sitio el vaso, Rémonencq se bebió el contenido. Esta muerte, digna de aquel malvado, testimonia en favor de la Providencia, a la que, según se les acusa, olvidan los pintores de costumbres, quizá a causa de los desenlaces de los dramas que abusan de ella.

Excusad las faltas del copista.

París, julio 1846 — mayo 1847[217]