Un interior poco confortable
A los ricos les costaría imaginar la sencillez de la batería de cocina, que consistía en un hornillo de hierro, un caldero, unas parrillas, una cacerola, dos o tres cafeteras de hojalata y una sartén. La vajilla, de loza blanca y marrón, valía sus doce francos. La mesa servía a la vez de mesa de cocina y de mesa de comedor. El mobiliario consistía en dos sillas y dos taburetes. Debajo del horno acampanado se hallaba la provisión de carbón y de leña. Y en un rincón se veía el balde donde se enjabonaba, a menudo durante la noche, la ropa sucia de la familia. El cuarto destinado a los niños, cruzado por unas cuerdas para tender la ropa, estaba decorado abigarradamente con carteles del teatro y grabados recortados de periódicos o procedentes cíe prospectos de libros ilustrados. Evidentemente, el primogénito de la familia Topinard, cuyos libros de la escuela se veían en un rincón, se hallaba encargado de las faenas domésticas, cuando a las seis de la tarde, el padre y la madre empezaban su trabajo en el teatro. En muchas familias de la clase baja, cuando un niño llega a la edad de seis o siete años, hace las veces de madre para con sus hermanas y hermanos.
Como puede verse por este ligero esbozo, los Topinard eran, según la frase ya proverbial, pobres pero honrados. Topinard tenía unos cuarenta años, y su mujer, que había sido primera corista y, según se decía, amante del director en quiebra a quien había sucedido Gaudissart, debía de tener treinta años. Lolotte había sido muy guapa, pero las desgracias de la administración precedente habían influido de tal modo en su vida, que se había visto en la necesidad de contraer con Topinard lo que se llama «un matrimonio de teatro». Ella no dudaba de que cuando la familia se viese con ciento cincuenta francos en el bolsillo, Topinard cumpliría sus juramentos ante la ley, aunque sólo fuera para legitimar a sus hijos, a quienes él adoraba. Por la mañana, en sus ratos libres, la señora Topinard cosía para el almacén del teatro.
La valerosa pareja ganaba de este modo, a costa de un ingente trabajo, novecientos francos al año.
—¡Un piso más! —decía desde el tercero Topinard a Schmucke, quien ni sabía siquiera si subía o bajaba, hasta tal punto estaba absorto en su dolor.
En el momento en que el mozo del teatro, vestido de blanco como suelen ir los que efectúan este tipo de trabajos inferiores, abrió la puerta de la habitación, se oyó a la señora Topinard que gritaba:
—¡Niños, a callarse! ¡Ya ha llegado papá!
Y como sin duda los niños hacían lo que querían de papá, el mayor continuó dirigiendo una carga, en recuerdo del Circo Olímpico, montado en el mango de una escoba, el segundo siguió soplando en un pífano de hojalata, y el tercero siguiendo lo mejor que podía al grueso del ejército. La madre cosía un traje de teatro.
—¡A callar —gritó Topinard con voz de trueno— o habrá golpes! Siempre hay que estar diciéndoles esto —añadió en voz muy baja a Schmucke—. Mira, querida —dijo el mozo a la acomodadora—, te presento al señor Schmucke, el amigo del pobre señor Pons; no sabe dónde ir, y quisiera quedarse con nosotros; yo ya le he dicho que no estábamos muy boyantes, que vivíamos en un sexto, que sólo podíamos ofrecerle un desván, pero él insiste…
Schmucke se había sentado en una silla que la mujer le había tendido, y los niños, confusos por la llegada del desconocido, formaban un grupo, para entregarse a este examen profundo, mudo y muy rápido, que caracteriza a la infancia, acostumbrada, como los perros, más a olfatear que a juzgar. Schmucke se puso a contemplar aquel grupo tan lindo, del que formaba parte una niña de cinco años, la que soplaba en la trompeta, y que tenía unos magníficos cabellos rubios.
—¡Barece una alemanida! —dijo Schmucke, haciéndole señas de que se le acercara.
—El señor estará muy incómodo —dijo la acomodadora—. Si no tuviese que tener cerca de mí a los niños, yo le ofrecería nuestro cuarto.
Abrió la alcoba e hizo pasar a Schmucke. Aquella habitación era todo el lujo del piso. La cama de caoba estaba adornada de colgaduras de calicó azul y rodeada de flecos blancos. El mismo calicó azul, formando visillos, adornaba la ventana. La cómoda, el secreter, las sillas, aunque de caoba, mostraban un aspecto muy digno. Sobre la chimenea había un reloj y unos candelabros, que evidentemente habían sido un regalo del antiguo director, cuyo retrato, un horrible retrato de Pierre Grassou, se hallaba encima de la cómoda. Los niños, a quienes se prohibía la entrada en aquel lugar, intentaron lanzar miradas curiosas.
—El señor estaría bien aquí —dijo la acomodadora.
—No, no —respondió Schmucke—. Yo no fifiré mucho diempo, y sólo guiero un ringón bara morir.
Una vez cerrada la puerta de la alcoba, subieron a la buhardilla, y cuando Schmucke la vio, exclamó:
—¡Esdo es lo gue necesido! Andes de esdar gon Bons, nunga hapía denido una hapitación mejor gue esda…
—Bueno, pues sólo hay que comprar un catre, dos colchones, un travesero, una almohada, dos sillas y una mesa. No es como para arruinar a nadie… puede salir por unos cincuenta escudos, incluyendo la jofaina, el orinal y una alfombrita para la cama.
Se cerró el trato. Sólo que faltaban los cincuenta escudos. Schmucke, que estaba a dos pasos del teatro, pensó naturalmente en ir a reclamar su sueldo al director, al ver la miseria de sus nuevos amigos… Fue inmediatamente al teatro, y allí se entrevistó con Gaudissart. El director recibió a Schmucke con la cortesía un poco distante que solía mostrar para con los artistas, y quedó sorprendido ante la petición de un mes de salario que le hizo Schmucke. Sin embargo, una vez hecha la verificación, se vio que la reclamación era justa.
—¡Diablo, amigo mío! —le dijo el director—. Los alemanes siempre saben llevar bien sus cuentas, incluso en medio de las lágrimas… ¡Yo creía que con aquella gratificación de mil francos! ¡Era como todo un año de sueldo, y pensé que así quedábamos en paz!
—Nosodros no hemos gobrado nata —dijo el buen alemán—; y si hoy me tirijo a ustet, es borgue estoy en la galle y sin ein céndimo… ¿A guién tio ustet la cradificación?
—¡A su portera…!
—¡La señora Cipod! —exclamó el músico—. Ella es la gue ha madado a Bons, y ha ropado y ha mendido… Guería guemar su desdamento… ¡Es eine cranuja, es ein monsdruo…!
—Pero, mi apreciado amigo, ¿cómo es posible que esté usted sin un céntimo, en la calle, sin un techo, siendo heredero universal? Esto no es lógico, como suele decirse.
—¡Me han buesto en la galle…! Yo soy exdranjero, no sé nata te las leyes…
—¡Pobre hombre! —pensó Gaudissart, entreviendo el probable fin de una lucha desigual—… Escuche —dijo—. ¿Sabe lo que tiene que hacer?
—¡Denco ein represendande lecal!
—Bien, pues transija inmediatamente con los herederos; ellos le entregarán una suma, tendrá una renta vitalicia y vivirá tranquilo…
—¡No guiero odra gosa! —repuso Schmucke.
—De acuerdo, deje que yo le solucione el asunto —dijo Gaudissart, a quien el día anterior Fraisier había comunicado su plan.