LXXIV

Los frutos de Fraisier[209]

—¡Un momento, caballeros! —dijo Villemot—. ¿Creen ustedes que van a poner en la calle al heredero universal, calidad que hasta ahora nadie disputa al señor Schmucke?

—Está usted en un error —dijo Fraisier—, nos oponemos a que entre en posesión de la herencia.

—¿Con qué pretexto?

—¡Ya lo sabrá, amiguito! —dijo burlonamente Fraisier—. Por el momento no nos oponemos a que el heredero retire de esta habitación lo que declare que le pertenece; pero el cuarto será sellado. Y el señor irá a alojarse donde mejor le parezca.

—¡No! —dijo Villemot—. ¡El señor se quedará en su habitación!

—¿Cómo lo conseguirá?

—Voy a emplazarle a un recurso de urgencia —repuso Villemot—, y demostraré que somos inquilinos a medias de este piso, y no logrará echarnos… Llévese los cuadros, separe lo que era del difunto, pero lo que es de mi cliente se queda aquí… amiguito…

¡Guiero irme! —dijo el anciano músico, que recuperó su energía al oír aquella atroz discusión.

—¡Es lo mejor que puede hacer! —dijo Fraisier—. Así se va a ahorrar gastos, porque no ganaría el recurso. Los términos del contrato de arrendamiento son concluyentes…

—¡El contrato, el contrato! —dijo Villemot—. ¡Es una cuestión de buena fe!

—Que no se probará, como en los casos criminales, con testigos… ¿Se va usted a meter en peritaciones, verificaciones… en juicios interlocutorios y en un pleito?

¡No, no! —exclamó Schmucke, asustado—. Me muto, me foy

Sin saberlo, Schmucke llevaba una vida de filósofo cínico, hasta tal punto era sencilla y austera. Sólo poseía dos pares de zapatos, un par de botas, dos trajes completos, doce camisas, doce pañuelos de garganta, doce pañuelos de bolsillo, cuatro chalecos y una magnífica pipa que le había regalado Pons con una bolsa para el tabaco bordada. Entró en la alcoba, sobreexcitado por la fiebre de la indignación, recogió todos sus bártulos y los puso sobre una silla.

¡Dodo esdo es mío! —dijo con una sencillez digna de Cincinato—. El biano dampién es mío

—Señora… —dijo Fraisier a la Sauvage—, busque quien le ayude, lléveselo y deje este piano en la calle.

—También es usted demasiado duro —dijo Villemot a Fraisier—. El señor juez de paz es quien debe dar órdenes, él es la máxima autoridad en estos momentos.

—Aquí también hay cosas de valor —dijo el relator, señalando el cuarto.

—Además —hizo notar el juez de paz—, el señor se va por voluntad propia.

—¡En mi vida había visto un cliente como éste! —dijo Villemot indignado, revolviéndose contra Schmucke—. ¡Es usted más blando que la manteca!

¡Gué imborta tónde muere uno! —dijo Schmucke, saliendo—. Esdos hombres dienen garas de digres… Ya haré gue regojan mis bobres enseres…

—¿Adónde va el señor?

¡Tonde Tios guiera! —repuso el heredero universal, haciendo un gesto sublime de indiferencia.

—Hágamelo saber —dijo Villemot.

—Síguele —dijo Fraisier al oído del primer oficial.

La señora Cantinet fue nombrada guardiana de los sellos, y, del dinero que se había encontrado, se le atribuyó una provisión de cincuenta francos.

—La cosa marcha —dijo Fraisier al señor Vitel, una vez Schmucke se hubo ido—. Si quiere usted dimitir en favor mío, vaya a ver a la señora presidenta de Marville, ya se entenderá con ella.

—Ha topado usted con un hombre que es manteca pura —dijo el juez de paz, señalando a Schmucke, que, desde el patio, contemplaba por última vez las ventanas del piso.

—Sí, asunto concluido —respondió Fraisier—. Puede usted casar sin ningún miedo a su nieta con Poulain; será médico en jefe de los Quinze-Vingts[210].

—¡Ya veremos! Adiós, señor Fraisier —dijo el juez de paz con un aire de camaradería.

—Es un hombre de recursos —dijo el relator—. ¡Llegará lejos, el muy tuno!

Para entonces eran las once de la mañana, y el anciano alemán tomó maquinalmente el camino que solía seguir con Pons, pensando en Pons; le veía sin cesar, le creía a su lado, y llegó ante el teatro de donde salía su amigo Topinard, que acababa de limpiar los quinqués de todos los portantes, pensando en la tiranía de su director.

¡Ah, ésda será la solución! —exclamó Schmucke, deteniendo al pobre mozo—. Dobinart, ¿fertat gue dú dienes eine gasa?

—Sí, señor Schmucke.

—¿Ein hocar?

—Sí, señor Schmucke.

—¿Me acebdas a bensión en du gasa? ¡Oh, de bagaré pien!, denco nofeciendos vrancos de renda… y no foy a fifir mucho diempo… No de gausaré nincuna molesdia… Gomo te dodo… Mi único gapricho es fumar en biba… Y yo de guiero, borgue dú has sito el únigo gue ha llorato a Bons gonmigo…

—Señor Schmucke, por mí encantado. Pero, figúrese usted que el señor Gaudissart me ha pegado un rapapolvo de ahí te espero…

—¿Ein rababolvo?

—Quiero decir que me ha soltado un broncazo.

—¿Qué es un prongazo?

—Que me ha reñido por haberme interesado por usted… O sea que si usted viene a mi casa, tendría que ser con mucha discreción… Pero dudo mucho que quiera usted quedarse, porque aún no sabe lo que es el hogar de un pobre diablo como yo…

—Brefiero fifir en eine gasa bobre te un hombre te gorazón gue ha llorato a Bons, gue en las Duillerías, gon hombres gue dienen gara te digre… En gasa te Bons agabo te fer a digres gue fan a teforarlo dodo…

—Pues venga usted —dijo Topinard—, y verá si le interesa quedarse… En fin, hay un desván… Hablaremos con mi mujer.

Schmucke siguió como un cordero a Topinard, quien le condujo hasta una de estas horribles zonas que podrían llamarse los cánceres de París. El nombre que suele dársele es el de barrio Bordin. Se trata de un pasaje estrecho, bordeado de casas construidas como se construye por especulación, que desemboca en la calle de Bondy, en esta parte de la calle que domina el inmenso edificio del teatro de la Porte-Saint-Martin[211], una de las verrugas de París. Este pasaje desciende y termina en una cuesta, en dirección a la calle de los Mathurins-du-Temple. La zona se completa con una calle interior, que la cierra dándole forma de una T. Estas dos callejas, así dispuestas, contienen una treintena de casas de seis a siete pisos, cuyos patios interiores, e incluso los mismos pisos, albergan almacenes, industrias y fábricas de todo género. Es el Faubourg Saint-Antoine en miniatura. Allí se hacen muebles, se cincela el cobre, se cosen vestidos para los teatros, se trabaja el vidrio, se pinta la porcelana, en una palabra, se fabrican todas las fantasías y las variedades del artículo París. Sucio y productivo como el comercio, este pasaje, siempre lleno de gente, de carretas y carretones, tiene un aspecto repelente, y los seres humanos que hormiguean allí están en armonía con los lugares y las cosas. Es el pueblo de las fábricas, pueblo inteligente en los trabajos manuales pero cuya inteligencia queda absorbida por estas labores. Topinard habitaba en este barrio floreciente desde el punto de vista comercial, a causa del bajo precio de los alquileres. Vivía en la segunda casa, a la izquierda, según se entra. Desde la altura de su sexto piso, dominaba toda esta zona de jardines que subsisten aún y que dependen de tres o cuatro residencias señoriales de la calle de Bondy.

El piso de Topinard constaba de una cocina y de dos habitaciones. La primera de estas dos estancias era para los niños. Allí había dos camitas de madera blanca y una cuna. La segunda habitación era la alcoba de los esposos Topinard. Comían en la cocina. La casa tenía además un desván, de unos seis pies de altura, con tejado de cinc, y una lumbrera de buhardilla. Al desván se subía por una escalera de madera blanca, llamada, en el argot de la familia, escalera de desembarco[212]. Esta dependencia, considerada como cuarto de servicio, permitía anunciar la casa de Topinard como un piso completo, y tasarlo a cuatrocientos francos de alquiler. En la entrada, para disimular la cocina, había un vestíbulo abovedado, iluminado por un tragaluz que daba a la cocina, y formado por la reunión de la puerta de la primera habitación y por la de la cocina, o sea, en total, tres puertas. Aquellas tres estancias, embaldosadas de ladrillo, con las paredes recubiertas de un horrible papel de a treinta céntimos el rollo, decoradas con las chimeneas llamadas «a lo capuchino»[213], pintadas con una pintura vulgar color madera, albergaban a una familia de cinco personas, tres de ellas niños. O sea, que el lector puede imaginarse los profundos arañazos que hacían los tres niños en las paredes a la altura a que llegaban sus brazos.