LXXI

Para abrir un testamento se cierran todas las puertas

Topinard, ayudado por el corredor de la casa Sonet y por el mismo señor Sonet, llevó al pobre alemán hasta el interior del establecimiento del marmolista, donde la señora Sonet y la señora Vitelot esposa del socio del señor Sonet, le prodigaron los cuidados más solícitos. Topinard se quedó a su lado, ya que había visto a Fraisier, cuyo aspecto le parecía patibulario, conversar con el corredor de la casa Sonet.

Al cabo de una hora, hacia las dos y media, el pobre e inocente alemán recobró el sentido. Schmucke, desde hacía dos días, creía vivir en sueños. Pensaba que iba a despertarse y que encontraría vivo a Pons. Le pusieron tantas toallas empapadas sobre la frente, le hicieron respirar tantas sales y vinagres, que volvió a abrir los ojos. La señora Sonet obligó a Schmucke a tomar una taza de caldo muy graso, ya que en la casa de los marmolistas aquel día tenía cocido.

—Eso sí que no ocurre a menudo, atender a clientes que se lo toman tan a pecho; una vez cada dos años y gracias…

Por fin Schmucke habló de volver a la calle de Normandía.

—Caballero —dijo entonces Sonet—, aquí tiene el dibujo que Vitelot ha hecho exprofeso para usted; ¡ha estado trabajando en él toda la noche! Pero no puede decirse que le ha faltado la inspiración… ¡Será algo muy hermoso!

—¡Uno de los más hermosos del Père-Lachaise! —dijo la menuda señora Sonet—. Pero debe usted honrar la memoria de un amigo que le ha dejado toda su fortuna…

Aquel proyecto, supuestamente hecho exprofeso, había sido concebido para la tumba del famoso ministro De Marsay[205]; pero la viuda había querido confiar el monumento a Stidmann[206]; el proyecto de los marmolistas fue entonces rechazado, ya que se consideró con horror la posibilidad de un monumento de pacotilla. Las tres figuras representaban pues primitivamente las tres jornadas de Julio[207], en las que tomó parte tan importante aquel gran ministro. Posteriormente, con algunas modificaciones, Sonet y Vitelot, habían convertido las tres gloriosas, en el Ejército, la Finanza y la Familia, para el monumento de Charles Keller, que también terminó siendo ejecutado por Stidmann. Desde hacía once años el proyecto había sido adaptado a todas las circunstancias familiares; y ahora, calcándolo, Vitelot había transformado las tres figuras en las de los genios de la Música, la Escultura y la Pintura.

—Esto apenas da idea de los detalles y del trabajo material; pero en seis meses estará listo —dijo Vitelot—. Caballero, aquí tiene el presupuesto y el pedido… siete mil francos, sin contar la desbastadura.

—Si el señor quiere mármol —dijo Sonet, que era más específicamente marmolista—, serán doce mil francos, y el señor se inmortalizará junto con su amigo…

—Acabo de enterarme de que el testamento será impugnado —dijo Topinard, al oído de Vitelot— y de que los herederos acabarán por quedarse con la herencia; vaya a ver al presidente Camusot, porque este pobre inocente no percibirá ni un céntimo…

—¡Siempre nos trae clientes así! —dijo la señora Vitelot al comisionista, iniciando una disputa.

Topinard acompañó a Schmucke, a pie, hasta la calle de Normandía, ya que los coches de la comitiva se les habían anticipado.

¡No me teje…! —decía Schmucke a Topinard.

Topinard quería irse, después de haber dejado al pobre músico en manos de la señora Sauvage.

—Son las cuatro, mi querido señor Schmucke, tengo que ir a comer… Mi mujer es acomodadora, y no va a saber lo que me ha pasado… Ya sabe usted, en el teatro abren a las seis menos cuarto.

—Sí, ya lo sé… Bero biense gue esdoy solo en el munto, sin ein amico… Usded gue ha llorato a Bons, agonséjeme, me siendo igual gue en metio te eine noche osgura, y Bons me había ticho gue esdaba roteado te cranujas…

—¡Y que lo diga, ya me he dado cuenta! Si no intervengo, iba usted a parar a Clichy.

¿Glichy? —exclamó Schmucke—. No gombrendo nata…

—¡Pobre hombre! En fin, tranquilícese, que yo volveré. Adiós.

¡Atiós! ¡Hasda bronto! —dijo Schmucke, dejándose caer en un sillón, extenuado.

—¡Adiós, siñor! —dijo la señora Sauvage a Topinard, en un tono que llamó la atención al joven.

—¿Con que éstas tenemos, amiguita? —le dijo burlonamente Topinard—. ¿Le gusta hacer de traidor de melodrama?

—¡El traidor lo será usted! ¿Quién le ha dado vela en este entierro? ¿O es que quiere meterse en los asuntos del señor y sacar tajada?

—¿Sacar tajada? ¿Qué dice esta sirvienta? —repuso altivamente Topinard—. Yo no soy más que un pobre empleado de teatro, pero tengo algo de artista, y entérese que nunca he pedido nada a nadie. ¿A usted se le ha pedido algo? ¿Le debo algo, o qué, eh?

—De modo que trabaja en el teatro y se llama… —preguntó aquel marimacho.

—Topinard, para servirle…

—Recuerdos a la familia —dijo la Sauvage— y mis respetos a la siñora, si es que el siñor está casado… Esto es todo lo que quería saber.

—¿Qué le ocurre, amiga mía? —dijo la señora Cantinet, que llegó en aquel momento.

—Ocurre que se va usted a quedar aquí vigilando la comida, y yo voy en un brinco a casa del señor…

—Está abajo, hablando con la pobre señora Cibot, que llora como una magdalena —respondió la Cantinet.

La Sauvage bajó la escalera con tal celeridad, que los peldaños retemblaron bajo sus pies.

—Señor… —dijo a Fraisier, atrayéndole a unos pasos de distancia de la señora Cibot.

Y señaló a Topinard, en el momento en que éste pasaba, orgulloso de haber pagado su deuda con su bienhechor, impidiendo por un ardid inspirado por el ambiente de entre bastidores, en el que todo el mundo tiene algo de pícaro, que el amigo de Pons cayera en una trampa. Y se prometía proteger al músico de su orquesta contra los lazos que tenderían a su buena fe.

—¿Ve este desgraciado que pasa? Es un sujeto empeñado en meter las narices en los asuntos del señor Schmucke…

—¿Quién es? —preguntó Fraisier.

—¡Oh! ¡Es un don nadie!

—En los negocios, no hay don nadie…

—Verá —dijo ella—, es un empleado del teatro que se llama Topinard…

—¡Magnífico, señora Sauvage! Siga como hasta ahora y tendrá usted su estanco.

Y Fraisier siguió su conversación con la señora Cibot.

—Le estaba diciendo, mi querida cliente, que usted no ha jugado limpio con nosotros, y que, tratándose de un socio que nos engaña, nos consideramos desligados de todo compromiso para con él.

—¿Y yo en qué les he engañado? —dijo la Cibot, poniéndose en jarras—. ¿Se cree que me va a hacer temblar con esta mirada de víbora y sus aires de hielo? Está buscando excusas para no cumplir sus promesas, y todavía dice que es un hombre honrado. ¿Sabe usté lo que es? ¡Un canalla! ¡Sí, sí, ya puede despistar…! ¡Pero encaje ésta!

—Es inútil hablar y enfadarse, amiga mía —dijo Fraisier—. Escuche. Usted ya ha sacado su tajada… Esta mañana, durante los preparativos del entierro, he encontrado este catálogo, con copia, todo él escrito de puño y letra del señor Pons, y, por casualidad, he leído esto:

Y leyó, abriendo el catálogo manuscrito:

N.° 7. Magnífico retrato, pintado en mármol, por Sebastián del Piombo, en 1546, vendido por una familia que lo sustrajo de la catedral de Terni. Este retrato, que hacía juego con el de un obispo, comprado por un inglés, representa a un caballero de Malta en oración, y se hallaba encima de la tumba de la familia Rossi. De no ir fechada, esta obra podría atribuirse a Rafael. La pintura me parece superior al retrato de Baccio Bandinelli, del Museo, que es un poco seca, mientras que este caballero de Malta es de una frescura que se debe a la conservación de la pintura sobre LAVAGNA (pizarra).[208]

—He ido a mirar en el lugar número 7 —siguió Fraisier—, y he visto el retrato de una dama, firmado Chardin, sin número 7… Mientras el maestro de ceremonias completaba su número de personas para sostener las cintas del féretro, he estado comprobando los cuadros con el catálogo, y hay ocho lienzos ordinarios y sin número que sustituyen a otras tantas obras consideradas como capitales por el difunto señor Pons y que no aparecen por ningún lado… Finalmente, falta también un cuadrito sobre madera, de Metzu, al que se alude como una obra maestra…

—¿Es que yo era guardiana de los cuadros? —dijo la Cibot.

—No, pero era usted la mujer de confianza de la casa, la que cuidaba del piso y de todo lo que pertenecía al señor Pons, y se trata de un robo…

—¡Un robo! ¡Sepa usté que los cuadros fueron vendidos por el señor Schmucke, cumpliendo órdenes del señor Pons, para atender a sus necesidades!

—¿A quién?

—A los señores Élie Magus y Rémonencq…

—¿Por cuánto?

—¡De esto ya no me acuerdo!

—Escúcheme, mi querida señora Cibot; usted ya ha hecho su agosto, no le ha ido mal, precisamente —siguió Fraisier—. No voy a perderla de vista, la tengo cogida… ¡Sírvame y me callaré! Sea como sea, ya comprenderá usted que no puede espera nada del señor presidente Camusot, desde el momento en que por su cuenta y riesgo ha decidido expoliarle.

—Ya sabía yo, señor Fraisier, que lo que tenía que tocarme, iba a quedar en agua de burrajas —respondió la Cibot, amansada por las palabras: Me callaré.