En París la muerte permite vivir a no pocas personas
Estos dos entierros llegaron a la iglesia, donde Cantinet, de acuerdo con el pertiguero, cuidó de que ningún mendigo hablase con Schmucke, ya que Villemot había prometido al heredero que le dejarían tranquilo, y atendía a todos los gastos velando por su cliente. El modesto ataúd de Cibot, escoltado por una comitiva de sesenta a ochenta personas, fue acompañado hasta el cementerio por toda esta multitud. A la salida de la iglesia, el entierro de Pons disponía de cuatro coches; uno para el clero, y los otros tres para la familia; pero sólo se necesitó uno, ya que el corredor de la casa Sonet, durante la misa, había ido a prevenir al señor Sonet de la próxima llegada del entierro, a fin de que pudiese presentar el esbozo y el presupuesto del monumento al heredero universal, a la salida del cementerio. Fraisier, Villemot, Schmucke y Topinard cupieron en un solo coche. Los otros dos, en vez de volver a la administración, fueron de vacío al Père-Lachaise. Este inútil viaje de coches vacíos se produce a menudo. Cuando los difuntos no gozan de ninguna celebridad, no atraen a muchas personas, siempre sobran coches. Los muertos tienen que haber sido muy queridos en su vida, para que en París, donde todo el mundo quisiera encontrar una vigésimaquinta hora que añadir al día, la gente se tome la molestia de seguir el cortejo de un pariente o de un amigo hasta el cementerio. Pero los cocheros, si no cumpliesen su cometido, perderían su propina. Y así, llenos o vacíos, los coches van a la iglesia, al cementerio, y vuelven a la casa mortuoria, donde los cocheros reclaman la propina. Nadie puede figurarse la cantidad de personas a quienes la muerte permite vivir. El llamado «bajo clero» de la iglesia, los mendigos, los sepultureros, los cocheros, los enterradores, naturalezas esponjosas que después de sumergirse en un ataúd, se retiran de él hinchadas y saciadas. Desde la iglesia, donde el heredero, al salir, fue asaltado por una turba de mendigos, rápidamente dispersados por el pertiguero, hasta el Père-Lachaise, el pobre Schmucke fue como los criminales iban desde el Palacio de Justicia hasta la Plaza de Grève[203]. Como si asistiese a su propio entierro, apretando con su mano la de Topinard, el único hombre que había sentido sinceramente la muerte de Pons. Topinard, muy impresionado por el honor que se le había concedido confiándole una de las cintas del féretro, y contento por ir en coche y por verse dueño de un par de guantes, empezaba a considerar el entierro de Pons como uno de los días más señalados de su Vida. Abismado en su dolor, confortado por el contacto de aquella mano que representaba un corazón, Schmucke se dejaba llevar exactamente igual que los pobres terneros se dejan llevar en una carreta hasta el matadero. En los asientos delanteros del coche iban Fraisier y Villemot. Quien ha tenido la desgracia de acompañar a muchos de los suyos hasta el lugar de su último reposo, sabe que en el coche cesa toda hipocresía, durante el trayecto, que a menudo es bastante largo, de la iglesia hasta el cementerio del Este, el cementerio parisiense donde se dan cita todas las vanidades, todos los lujos, el más rico en monumentos funerarios suntuosos. Los indiferentes inician la conversación, y los más apenados terminan por escucharles y distraerse.
—El señor presidente ya había salido para la audiencia —decía Fraisier a Villemot—, y no me ha parecido necesario ir al Palacio de Justicia para distraerle de sus ocupaciones; de todos modos, hubiese llegado demasiado tarde. Como a pesar de ser el heredero natural y legal, ha sido desheredado en favor del señor Schmucke, he creído que bastaba que hiciese acto de presencia su representante ante la ley…
Topinard aguzó el oído.
—¿Quién era el tipo que sostenía la cuarta cinta? —preguntó Fraisier a Viliemot.
—Es el corredor de una casa de monumentos funerarios y que está empeñado en conseguir el pedido de una tumba donde quiere esculpir tres figuras en mármol, la Música, la Pintura y la Escultura, llorando sobre el difunto.
—No es mala idea —repuso Fraisier—. El infeliz se lo ha merecido; pero este monumento va a costar de siete a ocho mil francos.
—¡Oh, sí, al menos!
—Si el señor Schmucke hace el pedido, este dinero no puede salir de la herencia, ya que un gasto así podría mermarla mucho…
—Bueno —siguió Fraisier—, él verá lo que hace. Sería una buena jugada para los del monumento —dijo Fraisier al oído de Villemot—. Porque si el testamento se anula, de lo cual yo respondo… o si no hubiese testamento, ¿quién iba a pagarles?
Villemot soltó una risita simiesca. El primer oficial de Tabareau y el abogado siguieron hablando en voz baja y al oído. Pero a pesar del traqueteo del coche y de todas sus precauciones, Topinard, acostumbrado a adivinarlo todo en el mundo de entre bastidores, comprendió que los dos hombres de leyes tramaban algo para poner en un apuro al pobre alemán, y finalmente acabó por oír el significativo nombre de Clichy[204]. A partir de aquel momento, el digno y honrado servidor del inundo cómico, decidió velar por el amigo de Pons.
En el cementerio, donde gracias a la gestión del corredor de la casa Sonet, Villemot había comprado tres metros de terreno al Ayuntamiento, anunciando que tenía intención de construir un magnífico monumento, Schmucke fue guiado por el maestro de ceremonias a través de una turba de curiosos, hasta el borde de la fosa en la que iba a sepultarse a Pons. Pero al ver aquel hueco rectangular sobre el que cuatro hombres sostenían con unas cuerdas el féretro de Pons, mientras el clero rezaba las últimas oraciones, el alemán sintió un dolor tan intenso que se desvaneció.