LXIX

El entierro de un solterón

—Ahora, se trata de resolver un grave problema —dijo el maestro de ceremonias—. Tenemos que atribuir las cuatro cintas del féretro… Si no ha venido nadie, ¿quién va a llevarlas? Ya son Las diez y media —dijo consultando su reloj—, en la iglesia nos estarán esperando.

—¡Ah, ya está aquí Fraisier! —exclamó imprudentemente Villemot. Pero nadie podía recoger aquella confesión de complicidad.

—¿Quién es este señor? —preguntó el maestro de ceremonias.

—¡Oh! Es la familia.

—¿Qué familia?

—La familia desheredada. Es el representante legal del señor presidente Camusot.

—¡Bueno! —dijo el maestro de ceremonias con aire satisfecho—. Al menos ya tenemos dos cintas atribuidas, una a usted y otra a él.

El maestro de ceremonias, contento de tener dos cintas atribuidas, fue a buscar dos magníficos pares de guantes blancos de piel de ante, y entregó uno a Fraisier y otro a Villemot con un aire cortés.

—De modo que se hacen ustedes cargo de dos cintas del féretro… —dijo.

Fraisier completamente vestido de negro, ataviado con cierta pretensión, la corbata blanca, el aire oficial, hacía estremecer. Contenía cien legajos de causas criminales.

—Con mucho gusto —dijo.

—Sólo con que vinieran dos personas más —dijo el maestro de ceremonias— ya tendríamos atribuidas las cuatro cintas.

En aquel momento llegó el infatigable comisionista de la casa Sonet, seguido del único hombre que se acordó de Pons, que pensó en tributarle un último homenaje. Aquel hombre era un mozo del teatro, el encargado de poner las partituras sobre los atriles de la orquesta, y a quien Pons daba todos los meses una moneda de cinco francos, ya que le sabía padre de familia.

¡Ah, Dobinard (Topinard)! —exclamó Schmucke al reconocer al joven—. ¡Dú sí gue guieres a Bons…!

—Señor Schmucke, he venido todos los días, por la mañana, para saber noticias del señor…

¡Dodos los tías! ¡Bopre Dobinard! —dijo Schmucke estrechándole la mano.

—Parece ser que me tomaban por un pariente, porque no podían recibirme peor. Yo ya decía que trabajaba en el teatro y que venía a saber cómo se encontraba el señor Pons, pero me contestaban que ya conocían estos trucos. Yo pedía que me dejaran ver al enfermo, pero nunca me permitieron subir.

¡La invame Cipod! —dijo Schmucke apretando contra su corazón la callosa mano del mozo del teatro.

—Era bueno como el pan el pobre señor Pons. Cada mes me daba cinco francos… Sabía que estaba casado y que tenía tres hijos. Mi mujer está en la iglesia.

¡Yo gombardiré mi ban gondigo! —exclamó Schmucke exultando de alegría por tener a su lado a un hombre que quería a Pons.

—¿Quiere el señor hacerse cargo de una de las cintas del féretro? —dijo el maestro de ceremonias—; así ya tendremos las cuatro.

El maestro de ceremonias había decidido fácilmente al corredor de la casa Sonet a aceptar una de las cintas sobre todo al mostrarle el hermoso par de guantes, que, según la costumbre, debía quedar de su propiedad.

—¡Las once menos cuarto! Hay que bajar inmediatamente… Nos esperan en la iglesia —dijo el maestro de ceremonias.

Y las seis personas empezaron a bajar la escalera.

—Cierren bien el piso y quédense dentro —dijo el atroz Fraisier a las dos mujeres que permanecían en el rellano—. Sobre todo si quiere usted ser guardiana, señora Cantinet. ¡Piénselo bien, son dos francos por día!

Por una de estas casualidades que en París no tienen nada de extraordinario, había dos catafalcos bajo la puerta cochera, y por lo tanto dos entierros, el de Cibot, el difunto portero, y el de Pons. Nadie acudía a tributar un testimonio de afecto al suntuoso catafalco del amigo de las artes, y todos los porteros de la vecindad afluían y rociaban los restos mortales del portero con un hisopo. Aquel contraste de la multitud que seguía el entierro de Cibot y de la soledad en la que quedaba Pons se produjo no sólo en la puerta de la casa, sino también en la calle, donde el ataúd de Pons sólo era seguido por Schmucke, a quien sostenía un sepulturero, ya que el heredero desfallecía a cada paso De la calle de Normandía a la calle de Orléans, donde se halla situada la iglesia de San Francisco, los dos entierros avanzaron entre dos hileras de curiosos, ya que, tal como se ha dicho, en aquel barrio todo es un acontecimiento. Llamaba la atención la suntuosidad del carruaje blanco del que pendía un escudo en el que se había bordado una P mayúscula, y cuyo cortejo estaba formado por un solo hombre; mientras que el sencillo carruaje, el de la última clase iba acompañado con una inmensa muchedumbre. Afortunadamente, Schmucke, atontado por la muchedumbre de las ventanas y por la hilera que formaban los mirones, no oía nada y sólo veía aquella masa de personas a través del velo de sus lágrimas.

—¡Ah, es el cascanueces…! —decía uno—. El músico, ¿sabe?

—¿Quiénes son los que llevan las cintas?

—¡Bah! ¡Unos cómicos!

—¡Mira, el entierro del pobre Cibot! ¡Un trabajador menos! ¡Qué fiera trabajando!

—¡En su vida salía de casa!

—Nunca había hecho fiesta el lunes.

—¡Cómo quería a su mujer!

—¡La pobre!

Rémonencq iba detrás del coche mortuorio de su víctima y recibía pésames por la pérdida de su vecino.