LXII

Primera catástrofe

Una vez la Cibot le hubo vuelto la espalda, Fraisier con la máxima rapidez sustituyó por una hoja de papel el testamento, que guardó en el bolsillo; luego volvió a sellar el sobre con tanta destreza, que mostró los lacres a la señora Cibot cuando volvió, preguntándole si podía advertir la menor huella de la operación. La Cibot cogió el sobre, lo palpó, sintió por el tacto que estaba lleno y suspiró profundamente. Esperaba que Fraisier hubiese quemado él mismo aquel documento fatal.

—Bueno, ¿y ahora qué vamos a hacer, mi querido señor Fraisier? —preguntó.

—¡Ah, esto es asunto suyo! Yo no soy heredero; pero si tuviese algún derecho sobre esto —dijo señalando la colección—, ya sé lo que haría…

—Esto es lo que le pregunto —dijo un poco abobadamente la Cibot.

—La chimenea está encendida… —replicó el abogado, levantándose para irse.

—En realidad, sólo usté y yo lo sabremos —dijo la Cibot.

—No hay manera de probar que un testamento ha existido —siguió diciendo el leguleyo.

—¿Y usté?

—¿Yo? Si el señor Pons muere sin testamento, le garantizo cien mil francos.

—¡Ah, sí, sí! —dijo ella—. A una se le promete montañas de oro, pero cuando tienen la cosa y se trata de pagar, entonces se regatea como…

Se contuvo a tiempo, porque iba a hablar de Élie Magus a Fraisier…

—Yo me largo —dijo Fraisier—. Por su propio interés no le conviene que me hayan visto en el piso; la espero abajo, en la portería.

Después de cerrar la puerta, la Cibot volvió junto al enfermo con el testamento en la mano, decidida a arrojarlo al fuego; pero, cuando entró en la alcoba, y avanzó hacia la chimenea, se sintió cogida por los dos brazos… Y se vio entre Pons y Schmucke, que se habían ocultado a ambos lados de la puerta.

—¡Ah! —exclamó la Cibot.

Y se desplomó hacia delante, en medio de terribles convulsiones, reales o fingidas, esto jamás se supo. Aquel espectáculo produjo tal impresión en Pons que sintió un desmayo mortal, y Schmucke dejó a la Cibot en el suelo para volver a acostar a Pons. Los dos amigos temblaban como personas que, al verse obligadas a llevar a cabo una acción que les repugnaba, habían ido más allá de lo que les permitían sus fuerzas. Cuando Pons estuvo acostado de nuevo, y Schmucke se hubo rehecho un poco, el alemán oyó unos sollozos. La Cibot, de rodillas, hecha un mar de lágrimas, tendía las manos a los dos amigos, implorándoles con una pantomima muy expresiva.

—¡Ha sido pura curiosidá! —dijo al ver que era objeto de la atención de los dos amigos—. ¡Pura curiosidá, mi buen señor Pons! ¡Es el vicio de las mujeres, ya lo saben ustedes! ¡Pero no he sabido qué hacer para poder leer el testamento y ahora mismo lo iba a devolver a su sitio!

¡Fáyase! —dijo Schmucke, irguiéndose sobre la punta de los pies, y pareciendo adquirir más estatura con la grandiosidad de su indignación—. ¡Es usted un monsdruo! Ha indendado madar a mi puen Bons. Él denía razón, es beor gue un monsdruo, es un temonio…

La Cibot, al ver el horror pintado en el rostro del cándido alemán, se levantó orgullosa como Tartufo, dirigió a Schmucke una mirada que le hizo temblar y salió de la habitación llevándose oculto bajo la falda un sublime cuadrito de Metzu[198] que Élie Magus había ponderado mucho y del que había dicho: «¡Es una perla!». La Cibot encontró en la portería a Fraisier, quien la estaba esperando convencido de que había quemado el sobre y el papel en blanco por el que había sustituido el testamento; quedó muy asombrado al ver a su cliente asustada y con la cara descompuesta.

—¿Qué ha ocurrido?

—Mi querido señor Fraisier, lo que ha ocurrido es que, con el pretexto de darme buenos consejos y de dirigirme, ha hecho que perdiera para siempre mis rentas y la confianza de mis señores…

Y se lanzó a uno de sus torrenciales discursos en los que era maestra consumada.

—No gaste saliva porque sí —replicó secamente Fraisier, interrumpiendo a su cliente—. ¡Al grano, al grano! ¡Y de prisa!

—Bueno, pues ha pasado lo siguiente…

Y contó la escena tal como acababa de ocurrir.

—Yo no le hecho perder nada —respondió Fraisier—. Los dos dudaban de su honradez, de lo contrario no le hubieran tendido esta trampa; la estaban esperando, la espiaban… Hay algo que usted me oculta… —añadió el abogado, dirigiendo una mirada de tigre a la portera.

—¡Yo! ¿Que le oculto algo? ¡Después de todo lo que hemos hecho juntos…! —dijo estremeciéndose.

—Muy señora mía… ¡Yo no he cometido ningún acto reprensible…! —dijo Fraisier, manifestando así su intención de negar la visita nocturna que acababa de hacer a casa de Pons.

La Cibot sintió que se le erizaban los cabellos y que la envolvía un frío glacial.

—¿Cómo dice…? —preguntó como alelada.

—Ante un juez, tendría usted todas las de perder… Se le podría acusar de sustracción de testamento —respondió fríamente Fraisier.

La Cibot hizo un movimiento de horror.

—Tranquilícese, yo soy su consejero —siguió diciendo el abogado—. Sólo quería demostrarle lo fácil que es, de un modo u otro, convertir en realidad lo que acabo de decirle. Vamos a ver… ¿Qué ha hecho usted para que este alemán tan ingenuo se oculte en el cuarto para sorprenderla…?

—¿Yo? Nada… Fue lo que pasó el otro día, cuando sostuve al señor Pons que había tenido visiones. Desde aquel día, los dos dieron un cambio radical respecto a mí. O sea que usté es la causa de todas mis desgracias, porque aunque hubiese perdido mi dominio sobre el señor Pons, estaba segura del alemán, que llegó a hablar de casarse conmigo, o de llevarme a vivir con él, que es lo mismo.

Esta justificación era tan plausible que Fraisier se vio obligado a aceptarla.

—No tenga ningún miedo —dijo el abogado—, yo le he prometido unas rentas, y mantendré mi palabra. Hasta ahora en este asunto todo era hipotético; a partir de ahora, vale billetes de banco… Usted tendrá al menos mil doscientos francos de renta vitalicia… Pero, mi querida señora Cibot, es preciso que obedezca mis órdenes y que las ejecute con inteligencia.

—Sí señor Fraisier —dijo servilmente la portera, completamente amansada.

—Así, pues, de acuerdo. Adiós —dijo Fraisier saliendo de la portería y llevándose el peligroso testamento.

Mientras volvía a su casa, rebosaba de satisfacción, ya que aquel testamento era un arma terrible.

—Tendré un buen argumento —pensaba— para defenderme de la mala fe de la señora presidenta de Marville. Si decidiera no cumplir su palabra, perdería la herencia.