El testamento simulado
La visita de la señorita Héloïse Brisetout a las diez y media de la noche, pareció bastante natural a la Cibot; pero tuvo miedo de que la bailarina hablase de los mil francos que le había dado Gaudissart, y la acompañó prodigándole zalemas y adulaciones como a una soberana.
—¡Ah, amiga mía! Está usted mucho mejor aquí que en el teatro —dijo Héloïse mientras subía la escalera—, sobre todo no haga la tontería de dejar su empleo.
Héloïse, a quien había acompañado en coche su amigo del alma, Bixiou[190], iba magníficamente vestida, ya que luego debía ir a una fiesta que se daba en casa de Mariette[191], una de las figuras más ilustres de la Ópera.
El señor Chapoulot, el antiguo pasamanero de la calle Saint-Denis, inquilino del primer piso, que volvía del Ambigu-Comique[192] con su hija, quedó deslumbrado, al igual que su mujer, al encontrarse en su escalera con una dama ataviada de aquel modo.
—Señora Cibot, ¿quién es? —preguntó la señora Chapoulot.
—¡Es una cualquiera…! Una perdida que se puede ver casi desnuda todas las noches por dos francos… —respondió la portera al oído de la antigua pasamanera.
—¡Victorine, hija mía! —dijo la señora Chapoulot a su hija—, deja pasar a la señora.
Héloïse comprendió este grito de madre escandalizada y se volvió.
—Señora, su hija debe ser peor que la yesca… ¿tiene miedo de que se encienda al tocarme?
Héloïse miró al señor Chapoulot con expresión agradable y sonriente.
—Al menos fuera del teatro es lo que se dice una real moza —dijo el señor Chapoulot quedándose en el rellano.
La señora Chapoulot pellizcó a su marido hasta hacerle chillar, y le empujó dentro del piso.
—¡Vaya, hombre! —dijo Héloïse—. Un segundo que ha tenido el capricho de ser un cuarto.
—Usted ya debe estar acostumbrada a subir escaleras —dijo la Cibot abriendo la puerta del piso.
—¿Qué hay, hombre? —dijo Héloïse entrando en la alcoba, en la que vio al pobre músico en la cama, pálido y con el rostro demacrado—. De modo que no te encuentras bien… En el teatro todo el mundo está preocupado por ti; pero, ya sabes, aunque se tenga buen corazón, cada cual tiene sus problemas, y no se encuentra un momento para ir a ver a los amigos. Gaudissart cada día dice que va a venir a verte, y luego cada mañana resulta que los asuntos de la administración no le dejan. A pesar de todo, todos te apreciamos…
—Señora Cibot —dijo el enfermo—, haga el favor de dejarme a solas con la señorita, tenemos que hablar de cosas del teatro y de mi puesto de director de orquesta… Schmucke, acompañará a la señora…
Schmucke, a una señal de Pons, puso a la Cibot en la puerta y echó el cerrojo.
—¡Vaya! ¡De modo que ésas tenemos con el alemán! Otro que también se pervierte —se dijo la Cibot al oír este significativo ruido—. Seguro que es el señor Pons quien le enseña estas jugaditas… Pero, me lo vais a pagar todo, amiguitos —se decía la Cibot, bajando por la escalera—. Al fin y al cabo, si esta perdida de saltimbanqui les habla de los mil francos, les diré que es un chiste de teatro.
Y se sentó a la cabecera de Cibot, quien se quejaba de tener fuego en el estómago, ya que Rémonencq acababa de darle de beber en ausencia de su mujer.
—Hija mía —dijo Pons a la bailarina, mientras Schmucke se libraba de la Cibot—, sólo me fío de ti para indicarme un notario honrado que venga mañana por la mañana, a las nueve y media en punto a redactar mi testamento. Quiero dejar toda mi fortuna a mi amigo Schmucke. Si este pobre alemán fuese objeto de persecuciones, cuento con este notario para aconsejarle, para defenderle. Por esto deseo un notario de prestigio, muy rico, que esté por encima de las consideraciones que hacen doblegar a los hombres de leyes; porque mi pobre heredero debe encontrar un apoyo en él. Desconfío de Berthier, el sucesor de Cardot; y tú que conoces a tanta gente…
—¡Ya está! ¡Ya lo tengo! —dijo la bailarina—. El notario de Florine, de la condesa de Bruel[193], Léopold Hannequin, un hombre tan virtuoso que no sabe o que es una loreta. Es como un padre adoptivo, un buen hombre que no le deja a una hacer tonterías con el dinero que gana; yo le llamo el padre de las suripantas, porque ha inculcado principios de economía a todas mis amigas. Para empezar, hay que saber que tiene sesenta mil francos de renta, además de su estudio. Y luego lo que pasa es que es un notario como los de antes. Es notario cuando anda, cuando duerme; sólo ha podido engendrar notarios y notaritas… En resumen, que es un señor pesado y pedante; pero que cuando está en sus funciones no se inclina ante ningún poder… No ha tenido nunca la menor distracción, es un padre de familia fósil… Y su mujer le adora y no le engaña, a pesar de ser mujer de notario… ¿Qué más se puede pedir? Como notario no lo hay mejor en todo París, Es un tipo de patriarca; no es que sea tan divertido como lo era Cardot con Málaga, pero éste no es de los que se despiden a la francesa, como el pequeño que vivía con Antonia[194]. Mañana por la mañana, a las ocho, te lo envío. Puedes dormir tranquilo. Además yo espero que te cures y que puedas volver a hacernos música de la bonita; pero, al fin y al cabo, ya se sabe, la vida es triste, los empresarios regatean, los ministros mangonean, los ricos tacañean y los reyes nos desvalijan… Los artistas ya no tienen de esto —dijo señalándose el corazón—, son unos tiempos como para morirse… Bueno, adiós, que te mejores…
—Sobre todo, Héloïse, te ruego la mayor discreción.
—No es un asunto de teatro —dijo—; ésta es una cosa sagrada para una artista.
—¿Con quién andas ahora, pequeña?
—Con el alcalde de tu distrito, el señor Beaudoyer, que es tan tonto como el difunto Crevel; porque supongo que ya sabes que Crevel, uno de los antiguos comanditarios de Gaudissart, ha muerto hace unos días, y no me ha dejado nada, ni siquiera un pote de pomada[195]. Por esto te decía que nuestro siglo me parece repugnante.
—¿De qué ha muerto?
—¡De su mujer! Si hubiese seguido conmigo, aún viviría… Bueno, adiós… Te hablo de fiambres porque dentro de quince días ya te veo paseándote por el bulevar y husmeando nuevas antiguallas; tú no estás enfermo, tienes una mirada más viva que nunca…
Y la bailarina se fue, segura de que su protegido Garangeot conservaría ya para siempre la batuta de director de orquesta. Garangeot era su primo hermano… Todas las puertas estaban entornadas, y en todos los hogares se siguió con la mirada el paso de la primera bailarina. Aquél fue un acontecimiento en la casa.
Fraisier, como estos buldogs que no abandonan la presa en la que han hincado el diente, permanecía en la portería junto a la Cibot cuando la bailarina pasó bajo la puerta cochera y pidió que le abrieran la puerta. Fraisier sabía que el testamento estaba hecho, y venía a sondear las disposiciones de la portera; ya que maître Trognon, el notario, se había negado a decir ni una palabra sobre el testamento, ni a Fraisier ni a la señora Cibot.
Naturalmente, el leguleyo advirtió la salida de la bailarina, y se prometió sacar partida de aquella visita in extremis.
—Mi querida señora Cibot —dijo Fraisier—, para usted ha llegado el momento crítico.
—¡Ay, sí! —dijo ella—. Mi pobre Cibot… ¡Cuando pienso que no podrá disfrutar de lo que yo pueda tener…!
—Se trata de saber si el señor Pons le ha legado algo; en una palabra, si se ha acordado de usted en el testamento, o si la ha olvidado —siguió Fraisier—. Yo represento a los herederos naturales, y, suceda lo que suceda, usted no tendrá nada de ellos… El testamento es ológrafo, y por consiguiente, muy vulnerable… ¿Sabe usted dónde lo han guardado?
—En un escondrijo del secreter, y él tiene la llave —respondió la portera—; la ha atado a la punta del pañuelo, y ha puesto el pañuelo debajo de la almohada… Lo he visto todo.
—¿Está sellado el testamento?
—Por desgracia, sí.
—Sustraer un testamento y destruirlo es un crimen, pero leerlo no es más que un delito; y, en último término, ¿qué es? Un pecadillo que no tiene testigos. ¿Tiene el sueño profundo nuestro hombre?
—Sí; pero cuando han querido examinarlo todo y tasarlo todo, tenía que dormir como un tronco, y se ha despertado… ¡En fin, ya veremos! Yo iré a relevar al señor Schmucke hacia las cuatro de la madrugada, y si quiere usté venir, podrá tener el testamento en sus manos durante diez minutos…
—Bien, de acuerdo. Me levantaré a las cuatro y llamaré muy flojo.
—La señorita Rémonencq, que me reemplazará al lado de Cibot, ya estará avisada y le abrirá la puerta; pero llame a la ventana para no despertar a naide.
—De acuerdo —dijo Fraisier—; tendrá luz, ¿no? Con una vela me bastará.
A medianoche, el pobre alemán, sentado en un sillón, abrumado por el dolor, contemplaba a Pons, cuyo rostro crispado, como el de todos los moribundos, se distendía, después de tantas fatigas, hasta producir la impresión de que iba a expirar.
—Creo que tendré justo los ánimos para llegar a mañana por la noche —dijo Pons con filosofía—. Mi pobre Schmucke, sin duda mi agonía empezará en la noche de mañana. Cuando se hayan ido el notario y tus dos amigos, irás a buscar a nuestro buen padre Duplanty, el vicario de la iglesia de San Francisco. Él no sabe que estoy enfermo, y quiero recibir los santos sacramentos mañana, al mediodía…
Hizo una larga pausa.
—Dios no ha querido que la vida fuese para mí como yo la soñaba —siguió Pons—. ¡Me hubiese gustado tanto tener una mujer, hijos, una familia…! Ser querido por unos cuantos seres, en un rincón del mundo, era toda mi ambición… La vida es amarga para todos; he conocido a personas que tenían todo lo que yo tanto he deseado en vano, y que no eran felices… Hacia el final de mi vida, Dios me ha hecho encontrar un consuelo inesperado dándome un amigo como tú; tengo que reprocharme el no haberte sabido conocer, el no haberte sabido apreciar, mi buen Schmucke; te he dado mi corazón y toda mi capacidad de querer… No llores, Schmucke, o tendré que callarme… Para mí ¡es tan dulce hablarte de nosotros! Si te hubiera hecho caso, ahora viviría. Hubiera abandonado el mundo y mis costumbres, y no hubiera recibido heridas mortales. Ahora, sólo quiero ocuparme de ti…
—No, Bons…
—No me contraríes, escúchame, querido amigo… Tú tienes la ingenuidad, el candor de un niño de seis años que no se hubiera separado nunca de su madre; esto es algo muy digno de respeto; creo que Dios debe velar él mismo por los seres que se te parecen. Sin embargo, los hombres son tan malvados que tengo que prevenirte contra ellos. Vas a perder tu noble confianza, tu santa credulidad, esta gracia de las almas puras que sólo tienen los hombres de genio y los corazones como el tuyo. Dentro de poco vas a ver cómo la señora Cibot, que nos estuvo espiando por la rendija de la puerta entornada, vendrá a coger el falso testamento. Supongo que la muy granuja vendrá esta madrugada, cuando te crea dormido. Escúchame bien y sigue mis instrucciones al pie de la letra… ¿Me oyes? —preguntó el enfermo.