La Cibot se hace la víctima
En este momento, Schmucke, que dormía desde hacía más de seis horas, despertado por el hambre, se levantó, acudió a la habitación de Pons y le contempló durante unos instantes sin decir nada, ya que la señora Cibot se había puesto un dedo sobre los labios haciendo:
—¡Chist!
Luego la portera se levantó, se acercó al alemán para hablarle al oído y le dijo:
—¡Gracias a Dios! Por fin se duerme, es rebelde como un mulo… ¡Qué le vamos a hacer, se defiende contra la enfermedá…!
—No, no, al contrario, tengo mucha paciencia —respondió la víctima con un tono quejumbroso que acusaba un terrible abatimiento—; pero, querido Schmucke, es que ha ido al teatro para hacer que me despidieran.
Hizo una pausa, sin fuerzas para terminar. La Cibot aprovechó este intervalo para hacer un signo a Schmucke, indicándole que la cabeza ya no le funcionaba bien, y dijo:
—No le lleve la contraria, podría morírsenos…
—Y —siguió diciendo Pons mirando fijamente al pobre Schmucke— dice que tú le has dicho que lo hiciera…
—Sí —respondió Schmucke heroicamente—, hapía gue hacerlo. No de treogupes… téjanos salfarte… es una dondería gue de mades drabajando guando dienes un desoro… bonte pueno y tespués ya engondraremos alcuna gosilla para ir dirando y derminaremos nuesdros tías dranguilamente al lato te la puena te la señora Cipod…
—¡Te ha pervertido! —respondió dolorosamente Pons.
El enfermo, al no ver a la señora Cibot, que se había situado detrás de la cama para poder ocultar a Pons las señales que hacía a Schmucke, creyó que se había ido.
—¡Me está asesinando! —añadió.
—¿Ah, sí? ¿De modo que le estoy asesinando? —dijo la portera con mirada colérica, mientras se ponía en jarras—. ¿De modo que ésta es la recompensa de haberle sido más fiel que un perro faldero…? ¡Ay, Dios!
Y se echó a llorar, dejándose caer en un sillón, y esa actitud teatral causó una gran impresión a Pons.
—Pues bien —dijo volviendo a levantarse y dirigiendo a los dos amigos estas miradas de mujer que odia y lanzan a un tiempo disparos de pistola y veneno—, ya estoy cansada de no hacer nada bien y de matarme trabajando. ¡Búsquense una veladora!
Los dos amigos se miraron asustados.
—¡Sí, sí, ya pueden mirarse como dos actores! ¡Lo dicho, dicho está! Voy a pedirle al doctor Poulain que les busque una veladora. Y vamos a pasar cuentas. Tendrán que devolverme el dinero que he gastado con ustedes… Y que no les hubiera reclamado nunca… Yo que he ido a ver al señor Pillerault para pedirle prestados quinientos francos…
—¡Esdá enfermo! —dijo Schmucke precipitándose sobre la señora Cibot y abrazándola por la cintura—, denca hacienda…
—Usté sí que es un ángel, y yo besaría por donde pisa —dijo ella—. Pero el señor Pons no me ha querido nunca, siempre me ha odiado… Y además, a lo mejor se cree que quiero que me deje algo en su testamento…
—¡Chist! ¡Fa usded a madarle! —exclamó Schmucke.
—Adiós —dijo la portera a Pons, fulminándole con la mirada—. Por el mal que le deseo, que se mejore. Cuando sea amable conmigo y cuando crea que lo que yo hago está bien hecho, ya volveré… Mientras, me quedo en mi casa… Usté era como mi hijo, y ¿dónde se ha visto que los hijos se revuelvan contra las madres?… No, no, señor Schmucke, no quiero saber nada… Yo le subiré la cena y les serviré; pero busquen una veladora, pídanle una al señor Poulain…
Al cabo de una hora, la Cibot, en vez de entrar en la habitación de Pons, llamó a Schmucke a través de la puerta de la alcoba, anunciando que la cena estaba servida en el comedor.
El pobre alemán, entonces, intensamente pálido y con el rostro demudado y cubierto de lágrimas, acudió a la llamada.
—¡El bopre Bons telira! —dijo—. Bredende gue es ustet una malfada. Es su envermedat —dijo para conmover a la Cibot, sin acusar a Pons.
—¡Oh, ya estoy harta de su enfermedad! Oiga, ¿verdá que no es ni mi padre, ni mi marido, ni mi hermano, ni mi hijo? Me ha cogido ojeriza, pues bueno, que se las componga solo… A usté ya sabe que yo le seguiría hasta el fin del mundo; pero cuando una pone toda su alma, su corazón, todos sus ahorros, deja de lado al marido, cae enferma… y encima se oye tratar de malvada… vamos, que la cosa ya pasa de castaño oscuro…
—¿Gasdaño?
—¡Sí, castaño oscuro! Pero bueno, ya está bien de palabras, vamos a lo positivo. Me deben ustedes tres meses, que a ciento noventa francos, son quinientos setenta; más el alquiler, que ya he pagado dos veces, que aquí están los recibos, seiscientos francos, amén de los céntimos por cada libra de leña y las cargas; en total esto hace mil doscientos francos, menos un pico, y además están los dos mil francos, desde luego sin intereses. Resumiendo, tres mil ciento noventa y dos francos… Y piensen que van a necesitar al menos dos mil francos para la veladora, el médico, los medicamentos y la comida de la veladora. Por esto le he pedido prestados mil francos al señor Pillerault —dijo enseñando el billete de mil francos que le había dado Gaudissart.
Schmucke escuchaba este balance en medio de una estupefacción muy comprensible, ya que tenía de financiero lo que los gatos de músicos.
—Señora Cipod, Bons no esdá en sus gabales… Berdónele, sica güidándole, siga siento nuesdra brovitencia… Se lo bido de rotillas…
Y el alemán se prosternó ante la Cibot, besando las manos de su verdugo.
—Escuche, querubín mío —dijo la portera, haciendo que se levantara y besándole en la frente—, resulta que Cibot está enfermo, está en la cama y acabo de hacer llamar al doctor Poulain. En estas circunstancias tengo que poner en orden mis cuentas. Además, Cibot, que me ha visto llegar hecha un mar de lágrimas, se ha puesto tan furioso que no quiere que vuelva a poner los pies aquí. Es él quien exige su dinero, es suyo, claro está. Nosotras, las mujeres, no podemos hacer nada en un caso así. Pero si se le devolviera su dinero, los tres mil doscientos francos, tal vez se calmaría. Es toda la fortuna que tiene el pobre, los ahorros de veintiséis años de casado, el fruto de sus sudores. Quiere tener su dinero mañana mismo, no es posible aplazarlo más… Usté no conoce a Cibot, cuando se enfada sería capaz de matar a un hombre. Entonces tal vez podría convencerle para que me dejara seguir cuidándoles. No se preocupe, dejaré que me diga todo lo que le pase por la cabeza. Sufriré este martirio por el amor de usté, que es un ángel de Dios…
—No, yo sólo soy un bopre hompre gue guiere a su amico, gue taría la vita bor salfarle…
—Pero… y el dinero ¿qué? Mi querido señor Schmucke, permita que le dé un consejo; usté no tiene dinero y necesita tres mil francos, ¿no? Bueno, ¿pues sabe lo que haría yo si estuviera en su lugar? No me lo pensaría dos veces, vendería siete u ocho cuadros cualquiera de éstos, y los sustituiría por los que están en la habitación de usté, de cara a la pared por falta de sitio… Al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay entre un cuadro y otro?
—¿Y bor gué?
—¡Es tan desconfiado! ¡Se lo hace ser la enfermedá, porque cuando está bueno es como un corderino! Es capaz de levantarse y de ir a husmear; y si por casualidá entra en la sala, aunque está tan débil que no podrá pasar de la puerta, al menos verá que no falta ninguno…
—Es fertat…
—Pero no le diremos nada de que los hemos vendido hasta que esté completamente bien. Si quiere confesárselo, écheme toda la culpa a mí, diga que tenía necesidad de pagarme. Yo ya estoy acostumbrada…
—Bero yo no buedo tisponer de gosas gue no me berdenecen… —respondió sencillamente el buen alemán.
—Entonces tendré que denunciarles por deudas, a usté y al señor Pons.
—Sería madarle…
—Elija… ¡Pero, por Dios, venda los cuadros, y dígaselo después…! Puede enseñarle la citación del juzgado…
—Sí, sí tenúncienos… será mi exgusa… así bodré enseñarle la cidación…
Aquel mismo día, a las siete, la señora Cibot, que había ido a consultar a un escribano, llamó a Schmucke. El alemán se vio en presencia del señor Tabareau, quien le conminó a pagar; ante la respuesta que dio Schmucke, temblando de pies a cabeza, se vio emplazado junto a Pons, ante el tribunal, para verse condenados al pago. El aspecto de aquel hombre, el papel timbrado lleno de garabatos, produjeron tal efecto en Schmucke, que ya no resistió más.
—Fenda los guadros —dijo con lágrimas en los ojos.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, Élie Magus y Rémonencq, descolgaban cada uno sus cuadros. Y extendieron dos recibos en toda regla por dos mil quinientos francos:
«El abajo firmante, en representación del señor Pons, reconoce haber recibido del señor Élie Magus la suma de dos mil quinientos francos como precio de cuatro cuadros que le he vendido, debiéndose emplear la dicha suma en atender a las necesidades del señor Pons. El primero de estos cuadros, atribuido a Durero, es un retrato de mujer; el segundo, de escuela italiana, es también un retrato; el tercero es un paisaje holandés de Breughel; el cuarto, un cuadro florentino que representa una Sagrada Familia, y cuyo autor es desconocido».
El recibo de Rémonencq estaba redactado en los mismos términos, y comprendía un Greuze, un Claudio de Lorena, un Rubens y un Van Dyck, disfrazados bajo los nombres de cuadros de la escuela francesa y de la escuela flamenca.
—Esde tinero aún me hará greer gue esdas chucherías falen alco… —dijo Schmucke al recibir los cinco mil francos.
—Sí, desde luego algo valen… —dijo Rémonencq—. Yo le daría cien mil francos por todo.
El auvernés accedió a sustituir los ocho cuadros por otros cuadros del mismo tamaño en los mismos marcos, eligiendo entre los lientos de calidad inferior que Pons había puesto en la habitación de Schmucke.