Aviso a los solterones
Tres días más tarde, mientras Schmucke dormía, ya que la señora Cibot y el anciano músico se dividían ya la tarea de atender y velar al enfermo, la portera había tenido lo que ella llamaba una agarrada con el pobre Pons. No será ocioso recordar aquí una de las tristes características de la hepatitis. Los enfermos que sufren del hígado están predispuestos a la impaciencia, a la cólera, y estas cóleras les alivian momentáneamente; igual que en el acceso de fiebre, se siente surgir dentro de sí fuerzas excesivas. Una vez pasado el acceso, llega el abatimiento, el collapsus, como dicen los médicos, y el desgaste que ha tenido el organismo se aprecia entonces en toda su gravedad. Y así, en las enfermedades del hígado, y sobre todo en aquellas cuya causa reside en grandes disgustos, el paciente, después de una gran excitación, cae en un estado de abatimiento que puede ser muy peligroso, teniendo en cuenta que está sometido a una dieta severa. Es una especie de fiebre que agita el mecanismo de los humores del hombre, ya que esta fiebre no está localizada ni en la sangre ni en el cerebro. Esta desazón general origina una melancolía en la que el enfermo siente odio por sí mismo. En esta situación, cualquier cosa puede producir un peligroso estado de irritación. La Cibot, a pesar de las recomendaciones del doctor, no creía, como mujer del pueblo sin experiencia ni instrucción, en estos desarreglos del sistema nervioso por el sistema humoral. Las explicaciones del señor Poulain para ella eran ideas de médico. Como toda la gente sencilla, lo que quería a toda costa era alimentar a Pons, y para impedirle que le diera a escondidas jamón, una buena tortilla o chocolate de vainilla, hubiera sido preciso que el doctor Poulain le dijese una frase tan tajante como:
—Dé al señor Pons un solo cachito de cualquier cosa y le matará como si le disparara con una pistola.
La testarudez de las clases populares por lo que respecta a esta cuestión es tan grande, que la repugnancia de los enfermos por ir al hospital se debe a que el pueblo cree que allí matan a la gente porque no dan de comer. La mortalidad causada por los víveres que las mujeres pasan ocultamente a sus maridos era tan grande, que los médicos tomaron la decisión de ordenar un registro de extremada severidad los días en que las familias iban a visitar a los enfermos. La Cibot, para provocar una disputa momentáneamente necesaria a la realización de sus beneficios inmediatos, contó su visita al director del teatro, sin olvidar su agarrada con la señorita Héloïse, la bailarina.
—Pero ¿qué ha ido a hacer allí? —le preguntó por tercera vez el enfermo, que no podía frenar a la Cibot, una vez iniciado el torrente de palabras.
—Y entonces, cuando yo le he dicho lo que se merecía, la señorita Héloïse, al ver quién era, ha bajado velas y nos hemos hecho la mar de amigas… ¿Decía usté que qué he ido a hacer al teatro? —elijo repitiendo la pregunta de Pons.
Hay charlatanes, y éstos son los charlatanes de genio, que recogen de este modo las interpelaciones, las objeciones y las observaciones, y se las reservan para alimentar su verborrea; como si el manantial de su palabrería pudiera llegar a secarse.
—Pues he ido para sacar del apuro al pobre señor Gaudissart; necesita una paratitura para un ballet, y como usté no está en condiciones de garabatear en el papel y resolver el problema… He oído decir que iban a llamar a un tal señor Garangeot para poner música a los Mohicanos…
—¡Garangeot! —exclamó Pons furioso—, ¡Garangeot, un hombre sin ningún talento a quien yo no quise por primer violín! Tiene mucho ingenio y escribe muy bien crónicas de música en los periódicos, pero me gustaría verle componiendo una partitura… ¿Y por qué diablos ha tenido que ir al teatro?
—¿Será ostinado este demonio de hombre? Vamos a ver, no nos subamos por las paredes como las moscas… ¿Se ve con ánimos de escribir música en el estado en que se encuentra? Pero ¿se ha mirado al espejo? ¿Quiere un espejo? Pero si no tiene más que la piel y los huesos… está débil como un gorrión… y se ve capaz de trabajar… pero si ni mis facturas podría hacer… Esto me recuerda que tengo que subir a ver a la del tercero, que nos debe diecisiete francos… y diecisiete francos no son de despreciar; después de pagar la cuenta del boticario, no nos quedan ni veinte francos… Había que decirle a este señor, que tiene el aire de ser muy buena persona, el señor Gaudissart quiero decir… Me gusta este nombre… es todo un Roger Bontemps[180] que me convendría… ¡Éste sí que nunca tendrá piedras en el hígado…! Pues había que decirle en qué estado se encontraba usté… Vaya, como usté está enfermo, temporalmente le ha buscado un sustituto…
—¡Un sustituto! —exclamó Pons con voz tunante, mientras se incorporaba en la cama.
En general los enfermos, sobre todo los que están ya al alcance de la guadaña de la Muerte, se aferran a sus puestos con la misma ansia que muestran los principiantes para obtenerlos. Al pobre moribundo su sustitución le pareció ya un anticipo de la muerte.
—El doctor me ha dicho —siguió— que voy mejorando mucho, y que dentro de poco reemprenderé la vida normal. ¡Usted me ha arruinado, me ha asesinado!
—¡Bah, bah! —protestó la Cibot—. ¡Ya estamos disparatando! ¡Vaya, de modo que soy su verdugo, ¿no?, y éstos son los piropos que me dedica con el señor Schmucke apenas vuelvo la espalda! ¡Ya oigo lo que dice de mí, ya! ¡Es usté un mostruo de ingratitud!
—¿Pero cómo no se da cuenta de que si yo dejo pasar así, aunque sólo sean quince días de convalecencia, cuando vuelva me dirán que estoy viejo, que estoy chocho, que soy de otra época, que soy Imperio, rococó? —exclamó el enfermo, que quería vivir—. Garangeot se habrá hecho amigos en el teatro, conocerá a todo el mundo, desde el de la taquilla hasta los de las luces. Habrá bajado el tono para una actriz que no tendrá voz, habrá lamido las botas al señor Gaudissart; gracias a sus amigos, habrá publicado los elogios de todo el mundo en los periódicos; y, créame, señora Cibot, que en un antro como aquél, se sabe encontrar piojos hasta en la cabeza de un calvo… ¿Pero por qué diablos ha tenido que ir al teatro?
—¡Pero, hombre de Dios, el señor Schmucke ha discutido el asunto conmigo durante ocho días! ¿Qué quiere usté? ¡Cómo se ve que sólo piensa en sí mismo! ¡Es usté un egoísta capaz de dejar morir a los que le cuidan! ¡Pero si el pobre del señor Schmucke hace un mes que se está quedando en los huesos, que anda como un fantasma, que ya no puede ir a ninguna parte, ni dar clases, ni trabajar en el treatro…! ¿O es que usté no ve nada? Él le vela por la noche, y yo le reemplazo durante el día. A estas alturas, si yo pasase las noches en blanco, como hacía al principio, cuando creía que lo de usté no sería nada, tendría que dormir durante el día… Y entonces, ¿quién iba a hacer la casa y la comida y todo? ¿Eh? Pues va se sabe, la enfermedá es la enfermedá… ea…
—No es posible que a Schmucke se le haya ocurrido esto…
—¡Anda! ¿Pues qué quiere usté? ¿Que esto haya salido de mi caletre? ¿Se cree que somos de hierro? Si el señor Schmucke hubiese seguido dando siete u ocho clases, y trabajando en el treatro todos los días de seis y media a once y media, dirigiendo la orquesta, en diez días lo enterrábamos… ¿Quiere usté que se nos muera este hombre que es bueno como el pan, que sería capaz de dar la vida por usté? Por la memoria de mi madre, que en mi vida he visto un enfermo como usté… ¿Qué ha hecho del sentido común, lo ha empeñado en el monte de piedá? Aquí todos nos matamos por usté, se hace todo con la mejor intención, y el señor no está contento… ¿Qué quiere? ¿Volvernos locos de atar? Yo, para empezar, ya estoy derrengada, y a ver qué va a venir luego…
La Cibot podía hablar sin obstáculos, ya que la cólera impedía a Pons pronunciar ni una palabra; se retorcía en la cama, articulaba interjecciones penosamente, se moría. Como siempre, al llegar a esta fase, la disputa se resolvía bruscamente en mieles de afecto. La portera se precipitó; sobre el enfermo, le cogió por la cabeza, le obligó a tenderse y le arropó con el cobertor.
—¡A quién se le ocurre ponerse de este modo! Pero hombre de Dios, acuérdese de que está enfermo; es lo que dice el bueno del señor Poulain. Vamos, cálmese; sea bueno, hombre. Si es usté el encanto de todos los que le conocen, hasta el doctor viene a verle dos veces al día. ¿Qué va a decir si le encuentra en este estado de excitación? ¡Oh, me saca usté de quicio! Esto no está bien… Cuando se tiene a la señora Cibot por enfermera, hay que tenerle consideraciones… ¡Y usté venga a gritar y venga hablar! ¡Si se lo han prohibido, ya lo sabe! El hablar le excita… ¿Y por qué se pone fuera de tino? Al fin y al cabo, toda la culpa es suya… Es usté quien me busca las cosquillas… Vamos, sea razonable… Si el señor Schmucke, que le lleva en las entretelas del corazón, de acuerdo conmigo, hemos creído hacerle un favor… pues bien hecho está, querubín mío…
—Schmucke no ha podido decirle que fuera al teatro sin consultarme…
—¿Ahora qué quiere? ¿Que despierte a este ángel de Dios, que duerme como un bendito, y que me lo traiga de testigo?
—¡No, no, eso no! —exclamó Pons—. Si mi buen Schmucke ha tomado esta decisión es que tal vez yo estoy peor de lo que creía —dijo Pons, dirigiendo una mirada llena de infinita tristeza sobre los objetos de arte que decoraban su habitación—. Habrá que decir adiós a mis queridos cuadros, a todas estas cosas que yo había convertido en amigos… Y también a mi sublime Schmucke… ¡Oh! ¿Será posible?
La Cibot, esta atroz comedianta, se secó los ojos con el pañuelo. Esta muda respuesta sumergió al enfermo en sombrías meditaciones. Abatido por los dos golpes que había recibido en lugares tan sensibles, la vida social y la salud, la pérdida de su empleo y la perspectiva de la muerte, quedó tan deprimido que no tuvo fuerzas para encolerizarse. Y cayó en un estado de postración, como un tísico después de su agonía.
—Ya ve usté, por el bien del señor Schmucke —dijo la Cibot viendo a su víctima totalmente vencida— debería hacer llamar al notario del barrio, el señor Trognon, que es muy buen hombre…
—Siempre me está hablando de este Trognon… —dijo el enfermo.
—¡Ah! A mí me da igual que sea él u otro… ¡Para lo que me va a dejar…!
Y cabeceó dubitativamente, en señal de desprecio de las riquezas. Se restableció el silencio.