LII

Las mieles de Fraisier

En la calle de Hannover se había producido un gran cambio. El vizconde y la vizcondesa Popinot, el ex ministro y su esposa, no habían consentido que el presidente y la presidenta alquilasen una casa y abandonasen la que daban como dote a su hija. El presidente y su esposa se instalaron, pues, en el segundo piso, que había quedado libre debido a que la anciana se retiraba al campo a pasar allí los años que le quedaran de vida. La señora Camusot, que conservaba a Madeleine Vivet, la cocinera y el criado, volvía a las estrecheces del punto de partida, estrecheces dulcificadas por un piso de cuatro mil francos sin alquiler y por un sueldo de diez mil francos. Esta áurea mediocritas satisfacía ya muy poco a la señora de Marville, que deseaba una fortuna en armonía con su ambición; pero la cesión de todos los bienes a su hija significaba que el presidente quedaba incapacitado para presentarse a las elecciones[176]. Por lo tanto Amélie quería que su marido fuese diputado, ya que no renunciaba fácilmente a sus planes, y no desesperaba de obtener la elección del presidente en el distrito al que pertenecía Marville. Hacía dos meses que no dejaba de atormentar al barón Camusot, ya que el nuevo par de Francia había obtenido la dignidad de barón, para arrancarle cien mil francos en concepto de adelanto sobre la herencia, según decía ella, a fin de comorar una pequeña propiedad enclavada en la de Marville, que producía unos dos mil francos limpios de impuestos. Allí, ella y su marido podrían vivir en una casa propia, junto a sus hijos; todo redundaría en beneficio de las tierras de Marville, que se verían así incrementadas. La presidenta esgrimía ante su suegro el argumento de la estrechez en que se veía obligada a vivir por haber casado a su hija con el vizconde Pooinot, y preguntaba al anciano cómo podía cerrar a su hijo primogénito el camino a los honores supremos de la magistratura, que sólo lograría alcanzar teniendo una fuerte posición parlamentaria, y su marido sabría lograrla y hacerse temer de los ministros.

—Esta gente sólo hace concesiones a los que les aprietan el cuello con la corbata hasta hacerles sacar la lengua —decía—. ¡Son unos ingratos! ¡Tanto como deben a Camusot! ¡Él, que al oponerle a las ordenanzas de Julio, hizo subir al trono a la casa de Orleáns![177]

El anciano argüía que había invertido en los ferrocarriles mucho más dinero de lo que le permitían sus posibilidades, y aplazaba esta liberalidad, cuya necesidad por otra parte admitía, hasta una previsible alza en las acciones.

Esta semipromesa, arrancada pocos días antes, había sumido en la desolación a la presidenta. Era difícil que el ex propietario de Marville pudiera presentarse a las reelecciones de la Cámara, va que para entonces aún no disponía de bienes suficientes.

Fraisier llegó sin obstáculos hasta Madeleine Vivet. Las dos naturalezas de víbora se reconocieron como dignas de haber salido del mismo huevo.

—Señorita —dijo Fraisier melosamente—, desearía que la señora presidenta me concediese un momento de audiencia para tratar de un asunto personal y que concierne a su fortuna; se trata, no olvide decírselo, de una herencia… No tengo el honor de haber sido presentado a la señora presidenta, y por lo tanto mi nombre no significaría nada para ella… No tengo costumbre de efectuar visitas profesionales, pero sé la consideración que se debe a la esposa de un presidente, y me he tomado la molestia de venir yo mismo, tanto más cuanto el asunto no admite la más ligera demora.

La cuestión planteada en estos términos, repetida y ampliada por la camarera, naturalmente suscitó una respuesta favorable. Aquel momento era decisivo para las dos ambiciones que animaban a Fraisier. Y a pesar de su intrepidez de abogadillo de provincias, tajante, áspero e incisivo, sintió lo que sienten los generales al comenzar una batalla de la que depende el éxito de la campaña. Al pasar al saloncito en el que le esperaba Amélie, lo que ningún sudorífico, ni aun los más enérgicos, había logrado conseguir en aquella piel refractaria y obturada por horribles males, se produjo espontáneamente: sintió un ligero sudor en la espalda y en la frente.

—Aunque no logre la fortuna —se dijo— estoy salvado, porque Poulain me prometió la salud el día en que se restableciese la transpiración… Señora —dijo al ver a la presidenta, que hizo su aparición en négligé.

Y Fraisier se interrumpió para saludar con esa atención que, en los letrados, indica el reconocimiento del rango superior de la persona a la que se dirigen.

—Siéntese, por favor —dijo la presidenta, reconociendo inmediatamente a un hombre perteneciente al mundillo de los tribunales.

—Señora presidenta, si me he tomado la libertad de dirigirme a usted para un asunto de intereses que concierne al señor presidente, es porque tengo la seguridad de que el señor de Marville, por la alta posición que ocupa, quizá dejaría que las cosas siguieran su curso, perdiendo así setecientos u ochocientos mil francos, que las señoras, que a mi juicio, entienden en asuntos privados mucho más que los mejores magistrados, no desdeñarían…

—Ha hablado usted de una herencia… —dijo la presidenta interrumpiéndole.

Amélie, deslumbrada por la cifra, y queriendo ocultar su asombro y su dicha, imitaba a los lectores impacientes ávidos por conocer el desenlace de una novela.

—Sí, señora presidenta, de una herencia perdida para ustedes, sí, totalmente perdida, pero que yo puedo, que yo sabré hacer que vaya a sus manos.

—Le ruego que se explique, caballero —dijo fríamente la señora de Marville, midiendo y examinando a Fraisier con su sagaz mirada.

—Señora presidenta, yo ya conozco sus eminentes dotes… soy de Mantes. El señor Leboeuf, presidente del tribunal, y amigo del señor de Marville, puede darle informes de mí.

La presidenta dio un respingo tan cruelmente significativo que Fraisier se vio obligado a abrir y cerrar rápidamente un paréntesis en su discurso.

—Una dama tan distinguida como usted, comprenderá en seguida por qué empiezo hablándole de mí mismo. Es el camino más corto para llegar a la herencia.

La presidenta, sin despegar los labios, respondió a esta fina observación con un gesto.

—Yo era procurador en Mantes —siguió diciendo Fraisier, a quien el gesto autorizaba a contar su historia—, y mi puesto debía ser toda mi fortuna, ya que estaba en tratos para adquirir el bufete del señor Levroux, a quien sin duda conoce usted…

La presidenta asintió con la cabeza.

—Con la suma que me habían prestado y unos diez mil francos míos, abandoné el bufete de Desroches, uno de los procuradores más competentes de París; con él había estado de primer pasante durante seis años. Tuve la desgracia de contrariar al fiscal de Mantes, el señor…

—Olivier Vinet.

—Exactamente, el hijo del procurador general. Él cortejaba a una damita…

—¿Cómo?

—… la señora Vatinelle…

—¡Ah! La señora Vatinelle… Era muy linda y muy… En mi época…

—Esta dama me distinguió con sus favores; inde irae —siguió diciendo Fraisier—. Yo era activo, quería devolver el dinero a mis amigos y casarme; necesitaba trabajo, y lo buscaba; pronto tuve yo sólo más casos que todos los demás colegas… Sí, tuve en contra a los procuradores de Mantes, a los notarios y hasta a los escribanos. Me declararon la guerra. Ya sabe usted que en nuestra terrible profesión, cuando se quiere perder a un hombre, es fácil conseguirlo. Me sorprendieron ocupándome de un pleito en el que representaba a las dos partes. Es algo un poco irregular; pero en ciertas ocasiones en París se hace, y los procuradores lo toleran por aquello de hoy por ti, mañana por mí. Pero en Mantes es distinto. El señor Bouyonnet, a quien yo ya había prestado este pequeño servicio, empujado por sus colegas y estimulado por el fiscal, me traicionó… Ya ve usted que no le oculto nada. Hubo un gran escándalo. Para todos yo era un granuja, me dejaban peor que a Marat. Me obligaron a vender y lo perdí todo. Me instalé en París, donde he intentado abrir bufete, pero el mal estado de mi salud apenas me permite tener dos horas buenas de cada veinticuatro. Hoy sólo tengo una ambición, muy modesta. Usted quizá sea un día la esposa de un ministro de Gracia y Justicia, o de un primer presidente de la audiencia. Pero yo, pobre y enfermo, no tengo más deseo que tener un lugar donde terminar tranquilamente mis días, un rinconcito, un puesto para vegetar. Quiero ser juez de paz en París. Para usted y para el señor presidente, es una bagatela obtener mi nombramiento, porque deben hacer ya mucha sombra al actual ministro, y seguramente estará deseoso de atender una petición suya… Pero esto no es todo —añadió Fraisier, al ver que la presidenta se disponía a hablar y le hacía un gesto—. Tengo mucha amistad con el médico del anciano de quien el señor presidente tendría que heredar. Ya ve que nos acercamos a nuestro asunto… Este médico, cuya cooperación es indispensable, está en la misma situación en que usted me ve: con talento y sin suerte… Por él he sabido hasta qué punto se lesionaban los intereses de ustedes, porque en el momento en que le hablo es probable que todo haya terminado, que el testamento que desherede al señor presidente esté ya firmado… Este médico desea ser nombrado médico jefe de un hospital o de los colegios reales; en fin, usted ya me comprende, necesita un puesto en París equivalente al mío… Le ruego que me disculpe por tratar estos dos puntos tan delicados, pero es preciso que en nuestro acuerdo no haya la menor ambigüedad. Por otra parte, el médico de que le hablo es un hombre de mucho prestigio y de grandes conocimientos, que ha salvado la vida al señor Pillerault, tío segundo del yerno de usted, el señor vizconde Popinot. Si usted tiene la bondad de prometerme estos dos puestos, el del juez de paz y el cargo médico para mi amigo, yo le aseguro que conseguiré que esta herencia vaya a parar a sus manos casi intacta… Digo casi intacta, porque estará gravada por los compromisos que habrá que contraer con el legatario y con varías personas más cuyo concurso nos será absolutamente indispensable. Usted no cumplirá sus promesas hasta que yo haya cumplido las mías.