LI

Castillos en el aire

La portera, mejor recompensada por haber causado tanto mal que si hubiese hecho una buena acción, suprimió así todos los ingresos de los dos amigos, privándoles de sus medios de subsistencia, en el caso de que Pons recobrara la salud. Esta pérfida maniobra debía llevar en pocos días al resultado que deseaba la Cibot, la venta de los cuadros codiciados por Élie Magus. Para llevar a cabo esta primera expoliación, la Cibot debía adormecer al temible colaborador que ella misma se había buscado, el abogado Fraisier, y lograr una total discreción de Élie Magus y de Rémonencq.

En cuanto al auvernés, había llegado paulatinamente a concebir una de estas pasiones propias de la gente sin instrucción que llega del último rincón de una provincia a París con las ideas fijas que inspira la soledad en el campo, con la ignorancia de las naturalezas primitivas y la brutalidad de sus deseos, que se convierten en obsesiones. La belleza hombruna de la señora Cibot, su vivacidad, su ingenio de verdulera, habían sido objeto de la atención del chamarilero, que quería hacer de ella su concubina, quitándosela a Cibot, especie de bigamia que en París, entre las clases inferiores, es mucho más corriente de lo que suele creerse. Pero la avaricia era como un nudo corredizo que apretaba cada vez más el corazón y terminaba por ahogar todo raciocinio. Y así Rémonencq, calculando en unos cuarenta mil francos los beneficios de Élie Magus y los suyos propios, pasó del delito al crimen, al desear tener a la Cibot por legítima esposa. Este amor, puramente especulativo, le llevó, en sus largas meditaciones de fumador, apoyado en el marco de su puerta, a desear la muerte del sastrecillo. Veía su capital casi triplicado, pensaba en la excelente comerciante que sería la Cibot y en el buen papel que haría en una magnífica tienda en el bulevar. Esta doble codicia ofuscaba a Rémonencq. Alquilaba una tienda en el bulevar de la Madeleine, la llenaba de las antigüedades más valiosas de la colección del difunto Pons. Tras haber nadado en oro y haber visto millones en las espirales azules de su pipa, se despertaba cara a cara con el sastrecillo, que barría el patio, la puerta y la calle en el momento en que el auvernés abría su tienda y ordenaba su escaparate; porque, desde que Pons cayó enfermo, Cibot sustituía a su mujer en las funciones que ella se había atribuido. El auvernés consideraba, pues, a aquel sastrecillo de tez olivácea, cobriza, y de silueta achaparraba, como el único obstáculo que se oponía a su felicidad, y se preguntaba cómo podría desembarazarse de él. Esta pasión, cada vez más intensa, halagaba extraordinariamente a la Cibot, que tenía ya una edad en la que las mujeres empiezan a pensar que pueden envejecer.

Una mañana, la Cibot, poco después de levantarse, se quedó contemplando a Rémonencq con aire pensativo, mientras él ordenaba las chucherías de su escaparate, y quiso saber hasta dónde podía llegar su amor.

—¿Qué? —vino a decirle el auvernés—, ¿todo va como usted quiere?

—Es usté quien me preocupa —le respondió la Cibot—. Me está comprometiendo —añadió—, los vecinos acabarán por fijarse en que me pone siempre ojos de cordero degollado.

La portera abandonó la puerta y se adentró en las profundidades de la tienda del auvernés.

—¡Menuda cosa! —dijo Rémonencq.

—Acérquese, que tengo que hablarle —dijo la Cibot—. Los herederos del señor Pons empezarán a moverse, y son capaces de darnos mucho que hacer. Sabe Dios lo que podría pasarnos si enviasen picapleitos que lo husmearan todo como perdigueros. Yo sólo puedo decidir al señor Schmucke a que venda algunos cuadros si usté me ama lo suficiente como para guardar el secreto… ¡pero eso sí, un secreto de veras! Que ni aunque le pongan el cuello bajo el tajo diga ni una palabra… Ni de dónde han salido los cuadros, ni quién los ha vendido… ¿Me comprende? Una vez muerto y enterrado el señor Pons, nadie va a notar la diferencia si encuentran cincuenta y tres cuadros en vez de sesenta y siete… Además, si el señor Pons lo ha vendido mientras vivía, nadie puede protestar.

—Bueno —respondió Rémonencq—, a mí esto me da igual; pero el señor Élie Magus querrá sus recibos en regla.

—¡También tendremos los recibos, caray! ¿O cree que voy a ser yo quien se los haga? ¡Será el señor Schmucke! Pero usté tiene que decir a este judío —siguió la portera— que sea tan discreto como nosotros.

—Seremos mudos como tumbas. Esto lo da el oficio. Yo sé leer, pero no sé escribir, y por esto necesito a una mujer instruida e inteligente como usted… Hasta ahora sólo he pensado en ahorrar para la vejez, pero ahora quisiera tener pequeños Rémonencqs… ¡Plante de una vez a Cibot!

—Aquí está el judío —dijo la portera—, vamos a ponernos de acuerdo con él.

—Señora —dijo Élie Magus, que venía cada tres días, a primera hora de la mañana, para saber cuándo podría comprar sus cuadros—, ¿cómo van las cosas?

—¿No ha habido nadie que le haya ido a hablar del señor Pons y de sus chuncherias? —le preguntó la Cibot.

—Sí —respondió Élie Magus—, he recibido una carta de un abogado; pero como es un tipo que me parece que es uno de estos intermediarios modestos, y yo desconfío de esta gente, no le he contestado. Al cabo de tres días ha venido a verme y me ha dejado una tarjeta; le he dicho a mi portera que siempre que venga le diga que no estoy en casa…

—Es usté un encanto de judío —dijo la Cibot, que todavía no conocía bien la prudencia de Élie Magus—: Pues bien, hijos míos, dentro de pocos días, yo haré que el señor Schmucke les venda siete u ocho cuadros, diez como máximo; pero con dos condiciones. La primera, un secreto absoluto. Será el señor Schmucke quien le llame, ¿de acuerdo, señor Magus? Y será el señor Rémonencq quien le propondrá al señor Schmucke como comprador. En resumen, pase lo que pase, yo no tendré nada que ver con el asunto. ¿Está usté dispuesto a dar cuarenta y seis mil francos por los cuatro cuadros?

—Bueno —respondió el judío suspirando.

—Perfectamente —siguió la portera—. La segunda condición es la de que usté me entregue cuarenta y tres mil, y que sólo pague tres mil al señor Schmucke; Rémonencq comprará cuatro por dos mil francos, y me entregará el resto… Pero luego, mi querido señor Magus, después de esto, yo conseguiré que usté y Rémonencq hagan un gran negocio, a condición de que nos repartamos los beneficios entre los tres. Yo le llevaré a casa de este abogado, o el abogado vendrá aquí. Usté valorará todo lo que hay en la casa del señor Pons, al precio que usté puede pagarlo, a fin de que el señor Fraisier tenga la seguridad de que la herencia vale la pena. Sólo que es necesario que no venga hasta que hayamos vendido estos cuadros, ¿me comprende?

—Comprendido —dijo el judío—; pero se necesita tiempo para ver los objetos y fijar el precio.

—Tendrá usté medio día. No se preocupe, esto es asunto mío… Discutan el negocio entre los dos, hijos míos; pasado mañana se cerrará el trato. Yo voy a hablar con este Fraisier, porque él sabe todo lo que pasa aquí por el doctor Poulain, y hay que ir con mucho tiento para hacer que ese pájaro se esté quietecito.

A medio camino entre la calle de Normandía y la calle de la Perle, la Cibot encontró a Fraisier que iba a verla a su casa, tanta era su impaciencia por conocer, según su propia expresión, los factores que intervenían en aquel caso.

—¡Vaya! Precisamente iba a verle —dijo ella.

Fraisier se quejó de que Élie Magus no le hubiese recibido; pero la portera apagó el brillo de desconfianza que apuntaba en los ojos del leguleyo, diciéndole que Magus volvía ahora de un viaje, y que, pasado mañana, a más tardar, ella le procuraría una entrevista en el piso de Pons, para establecer el valor de la colección.

—Ponga toda su confianza en mí —le respondió Fraisier—. Es más que probable que yo me encargue de defender los intereses de los herederos del señor Pons; y en esta posición me será mucho más fácil ayudarla.

Estas palabras fueron pronunciadas en un tono tan seco que la Cibot se estremeció. Aquel abogado famélico debía maniobrar por su lado, como ella lo hacía por el suyo; se decidió, pues, a apresurarse a vender los cuadros. La Cibot no se equivocaba en sus conjeturas. El abogado y el médico habían hecho el gasto de un traje nuevo para Fraisier a fin de que pudiera presentarse dignamente vestido en casa de la señora presidenta Camusot de Marville. El tiempo requerido por la confección de este traje, era la única causa de que aún no se hubiese celebrado esta entrevista, de la que dependía el futuro de los dos amigos.

Después de visitar a la señora Cibot, Fraisier se proponía ir a probarse el vestido, el chaleco y el pantalón. Encontró estas prendas completamente listas. Volvió a su casa, se puso una peluca nueva, y se dirigió en cabriolé de alquiler, hacia las diez de la mañana, hacia la calle de Hannover, donde esperaba obtener audiencia de la presidenta. Fraisier, con corbata blanca, guantes amarillos y peluca nueva, perfumado con agua de Portugal[174], parecía uno de esos venenos que se guardan en un frasco de cristal tapado con una piel blanca, y en el que todo, desde la etiqueta hasta el hilo mismo, es bonito, y el conjunto produce todavía una impresión de mayor peligrosidad. Su aire decidido, su cara granujienta, su enfermedad de la piel, sus ojos verdes, su aspecto de malignidad, contrastaban como las nubes en un cielo azul. En su despacho, tal como se había mostrado a los ojos de la Cibot, era el vulgar cuchillo con el que un asesino ha cometido un crimen; pero, en la puerta de la casa de la presidenta, era el puñal elegante que una joven guarda en su pequeño dunkerque[175].