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Una fructífera empresa teatral

El antiguo viajante de comercio convertido en director de un teatro a la moda, engañaba a la sociedad en comandita, a la que consideraba como una esposa legítima. De este modo había llegado a un desarrollo financiero que se traslucía en su persona. Se había hecho corpulento, había echado grasas, había adquirido colores gracias a la buena comida y a la prosperidad, y así Gaudissart se había metamorfoseado abiertamente en Mondor[166].

—¡Voy a acabar siendo un Beaujon![167] —decía, intentando ser el primero en reírse de sí mismo.

—Por ahora no pasas de Turcaret[168] —le respondía Bixiou, que a menudo le reemplazaba con la primera bailarina del teatro, la célebre Héloïse Brisetout.

En efecto, el ex ilustre Gaudissart explotaba su teatro, única e inescrupulosamente en su propio interés. Después de haberse hecho admitir como colaborador en diversos ballets, comedias y vodeviles, había comprado la otra parte de los derechos aprovechándose de las necesidades que acosaban a los autores. Estas comedias y vodeviles, que siempre se representaban como suplemento a los dramas de gran éxito, significaban para Gaudissart ganar cada día varias monedas de oro. Gracias a unos intermediarios, traficaba con las entradas de las que se había reservado un cierto número en concepto de plus de dirección, y que le permitían obtener una especie de diezmo de la recaudación. Estas tres clases de ingresos, a los que había que añadir los palcos vendidos y los regalos de las malas actrices empeñadas en tener pequeños papeles y salir de pajes o de reinas, engrosaban de tal modo su tercio en los beneficios, que los demás socios, a quienes pertenecían los otros dos tercios, apenas cobraban la décima parte que él. Sin embargo, esta décima parte aún producía un interés de un quince por ciento de los fondos, y Gaudissart, apoyándose en este quince por ciento de dividendo, proclamaba su inteligencia, su probidad, su celo y la dicha de sus comanditarios. Cuando el conde Popinot preguntó, aparentando interés, al señor Matifat, el general Gouraud, yerno de Matifat, y a Crevel[169], si estaban contentos de Gaudissart, Gouraud, elevado a la dignidad de par de Francia, respondió:

—Dicen que nos está robando, pero es tan simpático y tan agradable de trato, que estamos contentos.

—Entonces es igual que en el cuento de La Fontaine[170] —dijo el ex ministro sonriendo.

Gaudissart incrementaba su capital en negocios al margen del teatro. Había sabido apreciar lo que significaban los Graff, los Schwab y los Brunner, y se asoció a las empresas de ferrocarriles que había creado esta banca. Disimulando su sagacidad bajo el aspecto bonachón y despreocupado del libertino y del voluptuoso, daba la impresión de no ocuparse más que de sus placeres y de su atuendo personal; pero pensaba en todo y aprovechaba la inmensa experiencia en negocios que había adquirido en sus viajes. Este advenedizo, que no se tomaba en serio a sí mismo, habitaba un lujoso piso de cuya instalación se había ocupado su decorador, en donde daba cenas y fiestas a las celebridades. Fastuoso, queriendo hacer bien las cosas, se hacía pasar por un hombre fácil de conformar, y aún parecía menos peligroso por el hecho de haber conservado la labia de su antiguo oficio (para emplear su propia expresión), que había enriquecido con la jerga usada en el ambiente teatral.

Y como en el teatro los artistas dicen las cosas de un modo bastante crudo, sabía adaptar a su carácter el ingenio de entre bastidores, lugar que tiene también su ingenio, de modo que, mezclándolo con las agudas chanzas del viajante de comercio, tuviese el aire de un hombre superior. En aquellos momentos pensaba en vender su exclusiva, y pasar, según su propia expresión, a otros ejercicios. Aspiraba a ser director de una compañía de ferrocarriles, convertirse en un hombre serio, un administrador, y casarse con la hija de uno de los alcaldes de barrio más ricos de París, la señorita Minard. Esperaba ser elegido diputado por su demarcación, y llegar, gracias a la protección de Popinot, al consejo de Estado.

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —dijo Gaudissart, fijando en la Cibot una mirada directiva.

—Señor director, yo soy la mujer de confianza del señor Pons.

—¡Ah, bien! ¿Cómo sigue nuestro querido amigo?

—Mal, señor director, muy mal…

—¡Diablo, diablo! No sabe cuánto lo siento… Iré a visitarle; es uno de estos hombres de los que ya quedan pocos…

—¡Ah, esto sí, señor director! Un verdadero querubín… Yo todavía no me explico cómo un hombre como él puede trabajar en un teatro…

—Señora, el teatro es un lugar donde se corrigen las costumbres —dijo Gaudissart—. ¡Pobre Pons! Palabra que debería haber simiente para conservar esta especie humana… Es un hombre modelo, y con talento… ¿Cuándo cree usted que podrá volver a trabajar? Porque, desgraciadamente, en el teatro ocurre como con las diligencias, que, vacías o llenas, tienen que salir a su hora: aquí todos los días, a las seis, hay que levantar el telón… y por mucho que nos lamentáramos, eso no iba a dar buena música… Veamos, ¿cómo se encuentra?

—Señor director, por desgracia —dijo la Cibot sacando su pañuelo y poniéndoselo sobre los ojos—, es duro de decir, pero creo que tendremos la desgracia de perderle, y eso que le cuidamos como a la niña de nuestros ojos… el señor Schmucke y yo…; tanto que vengo a decirle también que no cuente con el pobre señor Schmucke, que tiene que velarle todas las noches… No podemos por menos de hacer como si hubiera una esperanza e intentar arrancar a la muerte a nuestro querido enfermo… El médico le ha desanunciado…

—Pero ¿de qué se va a morir?

—De pena, de itericia, del hígado, y todo esto complicado con muchos líos de familia.

—Y de un médico —dijo Gaudissart—. Hubiese debido llamar al doctor Lebrun, nuestro médico, no le hubiese costado nada…

—Señor director, el médico que le asiste es como un dios…; pero ¿qué puede hacer un médico, con todo su talento, contra todos estos males?

—Yo que iba a necesitar a mis dos buenos cascanueces para la música de mi nueva fantasía…

—Si hay algo que yo pueda hacer por ellos… —dijo la Cibot con un aire digno de Jocrisse.

Gaudissart se echó a reír.

—Señor director, soy su mujer de confianza, y hay muchas cosas que estos dos señores…

Inmediatamente después de la risa de Gaudissart se oyó una voz de mujer:

—Si ríes es que se puede entrar, ¿verdad, cariño?

Y la primera bailarina irrumpió en el despacho y se dejó caer en el único sofá que había en la habitación. Se trataba de Héloïse Brisetout, envuelta en un magnífico chal de los llamados argelinos[171]

—¿De qué te reías? ¿Es la señora? ¿Qué clase de trabajo quiere? —dijo la bailarina dirigiendo a la portera una de estas miradas de artista a artista que merecerían ser el tema de un cuadro.

Héloïse, joven muy literaria, con renombre en los ambientes de la bohemia, relacionada con grandes artistas, elegante, aguda y graciosa, tenía más ingenio del que suelen tener las primeras bailarinas; mientras hacía esta pregunta respiraba penetrantes perfumes en un pebetero.

—Señora, una mujer vale tanto como otra cuando las dos son bellas, y si yo no sorbo este diablo de perfumes en frasco ni me pongo polvo de ladrillo en las mejillas…

—Con el que la naturaleza ya le ha puesto, sería un horrible pleonasmo, hija mía —dijo Héloïse, mirando a su director.

—Yo soy una mujer honrada…

—Peor para usted —dijo Héloïse—. ¡Qué diablo, no todas las que quieren son entretenidas! Y yo lo soy, señora mía, y además me va estupendamente bien…

—¿Cómo peor para mí? Por muchos argelinos que lleve usted encima y por muchos caprichos que se pueda dar —dijo la Cibot—, en su vida tendrá tantas declaraciones como me hicieron a mí… ¡Y jamás valdrá lo que en su tiempo la bella ostrera del Cadran Bleu…!

La bailarina se levantó súbitamente, se puso en posición de firmes y se llevó la mano derecha a la frente, como un soldado que saluda a su general.

—¿Cómo? —exclamó Gaudissart—. Entonces usted es la bella ostrera de la que me hablaba mi padre, ¿no?

—Entonces la señora no sabe lo que es la cachucha ni la polka, ¿verdad? ¡La señora tiene más de cincuenta años! —dijo Héloïse.

La bailarina adoptó una actitud dramática y declamó:

Seamos amigos, Cinna[172]

—Por Dios, Héloïse, la señora no está a tu altura, déjala en paz.

—¿Acaso la señora es la nueva Eloísa…? —dijo la portera con una falsa ingenuidad llena de zumba.

—¡Mira la abuela! No está mal —exclamó Gaudissart.

—¡Oh, esta broma es más vieja que ir a pie! —replicó la bailarina—. Ande, abuela, invéntenos otro chiste… o acepte un cigarrillo.

—Perdóneme, señora —dijo la Cibot—, pero estoy demasiado apenada para continuar esta conversación; tengo a mis dos señores muy enfermos… y para poderles alimentar y evitarles preocupaciones he tenido que empeñar hasta la ropa de mi marido… sí, sí, esta misma mañana, aquí traigo el recibo…

—¡Oh, el asunto se pone dramático! —exclamó la bella Héloïse—. ¿De qué se trata?

—La señora —siguió la Cibot— ha entrado aquí…

—Como una primera bailarina —dijo Héloïse—. Ande, siga, yo le apunto…

—¡Vamos, vamos, que tengo trabajo! —dijo Gaudissart—. Basta de bromas. Héloïse, la señora es la mujer de confianza de nuestro pobre director de orquesta que se está muriendo; venía a decirme que no contáramos más con él; y yo me quedo sin nadie.

—¡Pobre hombre! Hay que dar una representación en beneficio suyo.

—Esto sería su ruina —dijo Gaudissart—, al día siguiente podría deber quinientos francos a los asilos, que en París no reconocen más pobres que a los suyos. No, mire, buena mujer, ya que usted se presenta como candidata para el premio Montyon…[173]

Gaudissart hizo sonar la campanilla e inmediatamente se presentó el empleado.

—Diga al cajero que me traiga un billete de mil francos. Usted siéntese, señora.

—¡Ah, pobre mujer! Ahora se pone a llorar… —exclamó la bailarina—. ¡Vaya! ¡Vamos, mujer, ya iremos a verle, consuélese…! Oye, tú, primo —dijo al director llevándole a un rincón—; tú quieres que yo tenga el primer papel del ballet de Ariana. Te vas a casar y ya sabes lo que puedo perjudicarte…

—Héloïse, tengo el corazón forrado de cobre, como una fragata…

—¡Voy a sacar a relucir hijos tuyos! Ya los encontraré.

—Yo ya he confesado nuestras relaciones.

—Anda sé buen chico, da la plaza de Pons a Garangeot; este pobre muchacho tiene talento, y está sin un céntimo; te prometo la paz.

—Pero espera a que Pons se muera… El pobre a lo mejor todavía sale de ésta.

—¡Ah, no, esto sí que no, señor director! —dijo la Cibot—. Desde la noche pasada que ya ha perdido el juicio, delira. Desgraciadamente, dentro de poco todo habrá terminado.

—Además, Garangeot puede sustituirle provisionalmente —dijo Héloïse—; tiene a toda la prensa a su lado…

En este momento entró el cajero llevando en la mano dos billetes de quinientos francos.

—Déselos a la señora —dijo Gaudissart—. Adiós, buena mujer, cuide bien al pobre Pons, y dígale que iré a verle, mañana o uno de estos días… cuando pueda.

—Un hombre al agua —dijo Héloïse.

—¡Ah, señor director! Corazones como el de usté sólo se encuentran en el teatro. ¡Que Dios le bendiga!

—¿A qué cuenta se pone esto? —preguntó el cajero.

—Ahora le firmo el comprobante; póngalo en la cuenta de las gratificaciones.

Antes de salir, la Cibot hizo una digna reverencia a la bailarina, y aún pudo oír esta pregunta que hizo Gaudissart a su antigua amante:

—¿Crees que Garangeot sería capaz de hacerme la música de nuestro ballet de los Mohicanos en doce días? Si me saca de este apuro, él será el sucesor de Pons.