XLIX

La Cibot en el teatro

—¿Qué hay, querido señor Schmucke? —dijo la Cibot, al entrar en el piso—, ¿cómo va nuestro queridísimo enfermo?

Nata pien —respondió el alemán—. Bons ha esdato teliranto dota la noche.

—¿Y qué decía?

—¡Donderías! Gue guería gue yo heretase doda su forduna, a gontición gue no fentiese nata… ¡Y llorapa te un moto, el bopre! Me ha tesdrozado el gorazón…

—¡Pobrecillo, no será nada! —dijo la portera—. Hoy he tardado más en subirle el desayuno, ya son las nueve pasadas; pero no me riña, ¿eh? He tenido mucho que hacer… en favor de ustedes. Como nos habíamos quedado sin nada, he ido a buscar dinero…

¿Tónte? —preguntó el pianista.

—¡Hombre! ¡Para algo sirve mi tia!

—¿Gué día?

—¡La que todo lo remedia!

—No endiento nata…

—¡Oh, qué hombre! ¡Será simple! No, es usté un santo varón, un querubín bajado del cielo, vaya, la inoncencia personificada… Pero, bueno… Después de veintinueve años de vivir en París, que habrá usté visto por lo menos la revolución de Julio, ¿no?, y que no haya oído hablar nunca del monte de piedá… Los que le prestan a una dinero por lo que empeña… He ido a llevar todos nuestros cubiertos de plata, ocho, y con filetes… Al fin y al cabo Cibot puede comer igual con los de alpaca; y no me arrepiento, ea; ni vale la pena de hablar de esto a nuestro querubín, que haría mala sangre y se pondría aún más amarillo, y ya sufre mucho el pobre. Antes que nada, salvémosle, y luego ya hablaremos; pues claro, hay que tomar las cosas como vienen, al mal tiempo buena cara, y Dios con todos, ¿no le parece?

¡Bopre mujer! ¡Gué gorazón de oro! —dijo el infeliz músico cogiendo la mano de la Cibot y poniéndola sobre su corazón, sinceramente emocionado.

Aquel ángel de bondad levantó los ojos al cielo y los mostró llenos de lágrimas.

—¡Vamos, vamos, señor Schmucke, qué cosas tiene usté! Como si fuese algo del otro jueves… Yo sólo soy una pobre mujer del pueblo que lleva el corazón en la mano. Aquí dentro llevo algo ¿sabe usté? —dijo señalándose el pecho—, como ustedes dos, que son buenos como el pan…

¡Oh! —exclamó el músico—. ¡No voy a resisdir dando tolor, dandas lácrimas…! Yo no soprefiviré a Bons…

—¡Diantre! Eso sí que lo creo; ¡si se está usté matando…! Escúcheme, pichón mío…

—¿Bichón?

—Bueno, prenda…

—¿Brenta?

—¡Vaya, hombre! Pues rico, si así le gusta más…

—Damboco lo endiendo.

—Bueno, deje que yo le cuide y le dirija, porque si sigue como hasta ahora, sepa usté que dentro de nada voy a tener que cuidar a dos enfermos en vez de uno… Según mi modesta opinión, los dos tenemos que repartirnos el trabajo. Usté no puede seguir dando lecciones en París, porque esto le agota, y luego aquí ya no está en condiciones de hacer nada, y habrá que pasar muchas noches en blanco, porque el señor Pons cada vez está más enfermo. Mire, hoy mismo voy a ir a ver a todos sus alumnos, y les diré que está usté enfermo, ¿eh? Entonces usté pasa las noches al lado de nuestro querido enfermo, y luego duerme por la mañana, vamos a poner por ejemplo desde las cinco hasta las dos de la tarde. Yo me encargo del trabajo de la casa, que es el que cansa más, y que hay que hacer de día, porque hay que darles de comer y de cenar, cuidar al enfermo, levantarlo, cambiarlo, darle los medicamentos… Porque, con el ajetreo que llevo ahora, yo no resisto más de diez días; y piense que hace ya treinta que dura está juerga. ¡¿Y qué va a ser de usté si yo caigo enferma?! Y usté también, es como para asustarse sólo de pensarlo, mire cómo está por haber pasado la noche velando al señor Pons…

La portera llevó a Schmucke ante un espejo, y Schmucke se encontró muy desmejorado.

—O sea que, si usté no tiene inconveniente, le sirvo la comida a escape; y luego se queda a velar al señor Pons hasta las dos. Pero antes que nada deme la lista de sus alumnos, yo les iré a ver, y durante quince días será usté libre. Cuando yo vuelva, usté se acuesta, y descansa hasta la noche.

La propuesta era tan sensata que Schmucke la aceptó sin rechistar.

—Ahora que, con el señor Pons, mutis; porque ya sabe usté el mal efecto que le causaría si le dijéramos que por el momento va a dejar el teatro y sus lecciones; el pobre se imaginaría que ya no volvería a tener alumnas… ¡tontadas!… El señor Poulain dice que sólo salvaremos a nuestro bendito haciendo que se tome un descanso absoluto.

—¡Ah, pueno, pueno! Brebare la gomida, yo voy a hacer la lisda y le taré las tirecciones… Diene ustet razón, yo no ipa a turar mucho…

Al cabo de una hora, la Cibot con sus mejores galas domingueras, partía en un milord[164] ante el gran asombro de Rémonencq, prometiéndose representar dignamente el papel de mujer de confianza de los dos cascanueces en todos los pensionados, en todas las casas que habitaran alumnas de los dos músicos.

Sería inútil reproducir aquí toda la chismografía, ejecutada como las variaciones de un tema, a la que se entregó la Cibot al tratar con las directoras de los pensionados y con las diversas familias, y bastará la escena que se desarrolló en el despacho de director de EL ILUSTRE GAUDISSART, donde la portera logró penetrar no sin dificultades inauditas. En París los directores de espectáculos están mejor protegidos que los reyes y los ministros. La causa de estas fuertes barreras que se elevan entre ellos y el resto de los mortales es fácil de comprender: los reyes sólo tienen que defenderse de las ambiciones; los directores de espectáculos deben temer el amor propio de artistas y de autores.

La Cibot salvó todos los obstáculos gracias a la súbita intimidad que se estableció entre ella y la portera. Los porteros se reconocen entre sí, como toda la gente de la misma profesión. Cada oficio tiene sus schibbolet[165], como tiene su insulto y sus estigmas.

—¡Ah! ¿De modo que usté es la portera del teatro? —había dicho la Cibot—. Yo sólo soy una pobre portera de una casa de la calle de Normandía donde vive el señor Pons, el director de orquesta de aquí. ¡Oh, qué feliz sería yo si pudiese estar en su lugar, viendo pasar siempre a los actores, a las bailarinas, a los autores! Como decía aquel actor antiguo, esto es como el bastón de mariscal de nuestra profesión.

—¿Y cómo sigue el bueno del señor Pons? —preguntó la portera.

—Pues no puede ir peor; piense usté que lleva ya dos meses sin levantarse de la cama, y es seguro que ya no sale de la casa si no es con los pies por delante.

—Será una gran pérdida…

—Sí. Yo vengo de parte suya para explicar la situación al señor director; o sea que necesitaría hablar con él…

—¡Una señora, de parte del señor Pons!

Y así fue como el empleado que se ocupaba del despacho anunció a la señora Cibot, gracias a la recomendación de la portera del teatro. Gaudissart acababa de llegar para un ensayo. El azar dispuso que nadie tuviera que hablar con él, que los autores de la obra y los actores se retrasasen; interesado por tener noticias de su director de orquesta, hizo un gesto napoleónico, y la Cibot entró.