XLVII

Las astucias de Fraisier

Como iba diciendo —siguió Fraisier—. Nuestro amigo Poulain, gracias a usted, se halla en contacto con el señor Pillerault, que es tío segundo de la señora condesa Popinot; la intervención de usted en este asunto, es uno de los motivos de mi interés por su caso. Poulain visita al propietario de su casa (¡fíjese bien en esto!) cada quince días, y por él ha sabido todos estos detalles. Este antiguo negociante fue invitado a la boda de su sobrino segundo (porque es un tío del que se puede heredar, ya que tiene quince mil francos de renta; y hace quince años que vive como un monje, y apenas gasta mil escudos por año…), y le ha contado a Poulain todo el asunto de la boda. Parece ser que el motivo de toda esta gresca ha sido precisamente este infeliz de músico, que ha querido deshonrar, para vengarse, a la familia del presidente. Para ser justo hay que oír a las dos partes. El enfermo de usted dice que es inocente, pero todo el mundo le considera un monstruo…

—¡No me extrañaría nada que lo fuese! —exclamó la Cibot—. Figúrese usté que hace más de diez años que voy enterrando dinero en su casa, y él lo sabe, le he dado todos mis ahorros, y no quiere ponerme en el testamento… No, no, no quiere, es testarudo como una acémila… Hace diez días que le hablo del asunto, y el muy granuja sin decir ni mu… Ni abrir la boca, y me mira con un aire… Lo más que me ha dicho es que me recomendaría al señor Schmucke.

—¿O sea que piensa hacer testamento en favor de Schmucke?

—Se lo dejará todo…

—Escúcheme, señora Cibot, para que yo pudiera hacerme una idea clara del caso, para poder trazar un plan, sería preciso que conociese al señor Schmucke, que viese los objetos que componen la herencia, que tuviese una entrevista con este judío de quien me habla usted, y entonces déjeme que yo la dirija…

—Bueno, ya veremos, señor Fraisier…

—¿Cómo que ya veremos? —dijo Fraisier, envolviendo a la Cibot en una mirada viperina y hablando con su voz natural—. Veamos, veamos. ¿Soy su consejero o no lo soy? Dejemos las cosas claras.

La Cibot se dio cuenta de que habían adivinado sus intenciones, y sintió un escalofrío en la espalda.

Usté tiene toda mi confianza —respondió, viéndose a la merced de un tigre.

—Nosotros, los abogados, estamos acostumbrados a que nuestros clientes nos traicionen. Piense bien en cual es su posición: no puede ser mejor. Si sigue mis consejos punto por punto, yo le garantizo que tendrá de treinta a cuarenta mil francos de esta herencia… Pero piense que este panorama tan seductor también tiene el reverso de la medalla. Suponga que la presidenta se entera de que la herencia del señor Pons vale un millón y que usted quiere sacar tajada… porque siempre hay ciertas personas que se encargan de decir esta clase de cosas… —añadió como entre paréntesis.

Este paréntesis, abierto y cerrado por dos pausas, hizo estremecer a la Cibot, quién pensó inmediatamente que Fraisier se encargaría de denunciarla.

—Mi querida cliente, en diez minutos se conseguiría que el bueno del señor Pillerault les echara de la portería, y se les daría dos horas para desalojarla…

—¡Y a mí qué! —dijo la Cibot, irguiéndose como una Belona—. Yo seguiría en casa de estos señores como su mujer de confianza.

—En este caso se le tendería una trampa, y un buen día se despertarían usted y su marido en un calabozo, y acusados de un delito gravísimo…

—¡Yo! —casi gritó la Cibot—. ¡Yo, que no le he quitado a naide ni tan ensiquiera un céntimo! ¿Yo…? ¿Yo…? —durante los cinco minutos que estuvo hablando, Fraisier estudiaba a esta gran artista ejecutando su concierto de elogios de sí misma. Frío y burlón, su mirada atravesaba a la Cibot como un estilete, se reía por dentro y su seca peluca se agitaba. Era Robespierre en los tiempos en que este Sila francés componía cuartetos.

—Pero ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Con qué pretexto? —preguntó por fin.

—¿Quiere usted saber cómo podría terminar en la guillotina?

La Cibot se puso pálida como una muerta, y esta frase cayó sobre su cuello como la cuchilla de la ley.

Miró a Fraisier con ojos extraviados.

—Escúcheme bien, amiga mía —siguió diciendo Fraisier mientras reprimía un movimiento de satisfacción producido por el espanto de su cliente.

—Preferiría dejarlo correr todo… —dijo en un murmullo la Cibot.

Y se dispuso a levantarse.

—No se mueva, por favor, es preferible que sepa el peligro que corre; es mi deber informarle de la situación —dijo imperiosamente Fraisier—. El señor Pillerault les echa de la portería, en esto no hay duda ¿verdad? Usted pasa a ser la criada de estos dos señores perfectamente. Es una declaración de guerra entre la presidenta y usted. Usted está dispuesta a todo para quedarse con esta herencia, y sacar la mayor tajada posible…

La Cibot hizo un gesto.

—Yo no la censuro, no es éste mi papel —dijo Fraisier respondiendo al gesto de su cliente—. Esta empresa es una batalla que va a llevarle más lejos de lo que usted piensa. Uno se deja llevar por su idea, y se juega el todo por el todo…

Otro gesto de negativa por parte de la Cibot, que volvía a engallarse.

—¡Vamos, vamos, mi querida amiga! —siguió diciendo Fraisier con una horrible familiaridad—. Usted estaría dispuesta a ir muy lejos…

—¡Pero, bueno! ¿Es que me toma por una ladrona?

—¡Por Dios, mi querida amiga! Usted tiene un recibo del señor Schmucke que le ha costado bien poco… Mi apreciada señora, usted está aquí confesándose… No engañe a su confesor, sobre todo cuando este confesor tiene la facultad de leer en su corazón…

La Cibot quedó asustada de la perspicacia de aquel hombre, y comprendió el motivo de la profunda atención con que la había escuchado.

—Pues bien —siguió Fraisier—, como comprenderá, la presidenta no va a dejarse adelantar por usted en esta carrera tras la herencia… Hará que la sigan, que la espíen… Usted conseguirá figurar en el testamento del señor Pons… Perfecto. Un buen día llega la justicia, analiza una tisana y encuentra arsénico en el fondo de la taza; usted y su marido son detenidos, juzgados, condenados como habiendo querido matar al señor Pons con el fin de cobrar su herencia… Yo he defendido en Versalles a una pobre mujer que era tan inocente como lo sería usted en este caso; el caso se planteaba como yo se lo he descrito, y todo lo que pude hacer fue salvarle la vida. La infeliz fue condenada a veinte años de trabajos forzados, y está cumpliendo la sentencia en Saint Lazare[162].

El espanto de la Cibot no tuvo límites. Palideció profundamente mientras contemplaba a aquel hombrecillo descarnado y de ojos verdosos, como la pobre morisca acusada de fidelidad a su religión debía contemplar al inquisidor en el momento en que oía que éste la condenaba a la hoguera.

—Entonces, dice usté, señor Fraisier, que, dejándole hacer, confiándole mis intereses, podré tener algo sin temer nada…

—Yo le garantizo treinta mil francos —dijo Fraisier, como un hombre plenamente seguro de lo que decía.

—En fin, ya sabe usté lo que yo quiero al doctor Poulain —dijo ella con su voz más untuosa—, es él quien me ha dicho que viniera a verle, y no creo que un hombre tan bueno como él me enviase aquí para hacerme oír que sería guillotinada por envenenadora…

Y rompió a llorar, tal era el horror que le había producido la idea de la guillotina; sus nervios estaban desequilibrados, el terror le oprimía el corazón y estaba a punto de perder la cabeza. Fraisier gozaba de su triunfo. Al advertir las vacilaciones de su cliente, había visto que se le escapaba el asunto, y había querido domar a la Cibot, asustarla, dejarla paralizada de miedo, tenerla totalmente a su merced. La portera, que había entrado en aquel despacho como una mosca que va a arrojarse en medio de una tela de araña, debía quedar prisionera en la red, y servir de pasto a la ambición de aquel oscuro hombre de leyes. Fraisier esperaba lograr con aquel caso la tranquilidad de su vejez, el desahogo, la felicidad, la consideración social. La noche antes, todo había sido minuciosamente estudiado, cuidadosamente analizado, como una lupa, entre Poulain y él. El doctor había descrito Schmucke a su amigo Fraisier, y sus despiertas inteligencias habían sondeado todas las hipótesis, examinado las oportunidades y los peligros. Fraisier, dejándose llevar por el entusiasmo, había exclamado: «¡Ésta será la fortuna de los dos!». Y había prometido a Poulain un puesto de médico jefe de hospital en París, y se había prometido a sí mismo llegar a ser juez de paz del distrito.

¡Ser juez de paz! Para un hombre lleno de ambiciones, doctor en derecho y sin un céntimo, ésta era una quimera tan inasequible que pensaba en ello como los abogados-diputados piensan en la toga de la magistratura y los curas italianos en la tiara. ¡Un sueño! El juez de paz, el señor Vitel, ante quien pleiteaba Fraisier, era un anciano de sesenta y nueve años, de salud bastante delicada, que hablaba ya de jubilarse, y Fraisier hablaba de ser su sucesor a Poulain, como Poulain le hablaba de una rica heredera con la que debía casarse después de haberle salvado la vida. No puede llegar a concebirse qué ambiciones despiertan determinados puestos con residencia en París. Vivir en París es un deseo universal. Cuando una expendeduría de tabaco o de sellos queda vacante, surgen cien mujeres como un solo hombre y hacen moverse a todos sus amigos para obtenerla. La probable vacante de una de las veinticuatro cajas de recaudación de impuestos de París produce un revuelo de ambiciones en la Cámara de Diputados. Los puestos se ocupan por designación, el nombramiento es una cuestión de Estado. Ahora bien, el sueldo de un juez de paz, en París, es de unos seis mil francos. La escribanía de este tribunal es un puesto que vale cien mil francos. Éste es pues uno de los cargos más codiciados de todo el sistema judicial. Fraisier, juez de paz, amigo de un médico jefe de hospital, se casaba ventajosamente y casaba al doctor Poulain; el uno al otro se daban la mano para ayudarse.