Un hombre, de leyes
El envilecimiento de las palabras es una de estas singularidades de las costumbres, que para ser explicadas requerirían volúmenes enteros. Si escribimos a un procurador llamándole hombre de leyes, le habremos ofendido tanto como ofenderíamos a un comerciante de ultramarinos al por mayor, si nos dirigiéramos a él por carta llamándole: «Señor tal, tendero». Un número bastante considerable de gente de mundo, que deberían conocer, porque aquí reside toda su ciencia, estos delicados matices del savoir-vivre, todavía ignoran que la denominación hombre de letras es la peor de las injurias que se puedan hacer a un escritor. La palabra «Monsieur» ofrece el máximo ejemplo de la vida y de la muerte de las palabras. Monsieur quiere decir Monseigneur. Este título, antaño tan considerable, que hoy en día se reserva a los reyes por la transformación de sieur en sire, se da a todo el mundo; y sin embargo, messire, que no es más que el doble de la palabra monsieur, y su equivalente, suscita artículos en los periódicos republicanos cuando por casualidad aparece en una esquela mortuoria. Magistrados, consejeros, jurisconsultos, jueces, abogados, oficiales ministeriales, procuradores, escribanos, abogados, consultores, letrados, pasantes o defensores, son las variedades en las que se clasifican las personas que ejercen la justicia o trabajan en ella. Lo dos últimos peldaños de esta escala son el alguacil y el hombre de leyes. El alguacil, vulgarmente llamado esbirro, sólo accidentalmente está al servicio de la justicia, y su misión no es otra que la de hacer que se cumplan las sentencias; en los pleitos civiles no es más que un verdugo de ocasión. En cuanto al «hombre de leyes» es la mayor injuria que puede hacerse a la profesión. Es a la justicia lo que el «hombre de letras» es a la literatura. En Francia, en todas las profesiones, la rivalidad que las devora ha encontrado términos denigratorios. Cada carrera tiene su insulto. El menosprecio que se acumula en palabras como hombre de letras y hombre de leyes no pasa al plural. Suele decirse, sin ofender a nadie, gente de letras o gente de leyes. Pero en París todas las profesiones tienen sus residuos, esos individuos que hacen descender su carrera hasta ponerla al nivel de la calle, del pueblo. Y es así como el hombre de leyes, el modesto picapleitos, existe todavía en ciertos barrios, como aún existe en la Halle el préstamo a la semana[152], que es a la alta banca lo que maître Fraisier era a los procuradores. ¡Es curioso! La gente del pueblo tiene miedo a los oficiales ministeriales, como tiene miedo a los restaurantes a la moda. Se dirigen a los insignificantes picapleitos, como van a beber a la taberna. La nivelación es la ley general de las diferentes esferas sociales. Sólo los seres excepcionales prefieren escalar las cumbres y no se turban viéndose en presencia de sus superiores y se hacen un lugar, como Beaumarchais cuando dejó caer el reloj de un gran señor que intentaba humillarle[153]; pero también los advenedizos, sobre todo los que saben hacer olvidar sus orígenes, son excepciones grandiosas.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, la señora Cibot contemplaba en la calle de la Perle la casa donde vivía su futuro consejero, sieur Fraisier, hombre de leyes. Era una de esas viejas casas habitadas por la pequeña burguesía de antaño. Tenía la entrada por un pasadizo. La planta baja, ocupada en parte por la caseta del portero y por la tienda de un ebanista, cuyos talleres y almacenes habían invadido un pequeño patio interior, se hallaba dividida por el pasadizo y por la caja de la escalera, que el salitre y la humedad devoraban. La casa parecía atacada de lepra.
La señora Cibot se dirigió derechamente hacia la portería y allí encontró a un zapatero como Cibot que, con su mujer y dos niños pequeños, se alojaba en un espacio de diez pies cuadrados, con luz que venía del pequeño patio interior. Entre las dos mujeres no tardó en reinar la más perfecta armonía, una vez la Cibot hubo declarado su profesión, dado su nombre y hablado de su casa de la calle de Normandía. Al cabo de un cuarto de hora, que emplearon en chismes, y durante el cual la portera del señor Fraisier preparaba la comida del zapatero y de los dos niños, la señora Cibot llevó la conversación a los inquilinos y habló del hombre de leyes.
—Vengo a consultarle por unos asuntos —dijo—; un amigo mío, el doctor Poulain, me ha recomendado. ¿Conocen al doctor Poulain?
—¡Ya lo creo! —dijo la portera de la calle de la Perle—. Salvó la vida a mi niña cuando tuvo el garrotillo.
—También a mí me ha salvado… ¿Qué clase de hombre es el señor Fraisier?
—Verá usted —dijo la portera—, es un hombre a quien cuesta mucho hacer pagar el franqueo de las cartas a fin de mes[154].
Esta respuesta bastó a la inteligente Cibot.
—Se puede ser pobre y honrado —observó.
—Yo también lo creo —replicó la portera de Fraisier—; nosotros no nadamos en oro ni en plata, ni siquiera en calderilla, pero nadie puede decir que tenemos un céntimo suyo.
La Cibot se reconoció en esta manera de hablar.
—En fin —siguió—, puede una fiarse de él, ¿no es esto?
—¡Ah!, en cuanto a eso, he oído decir a la señora Florimond que cuando quiere ayudar a alguien no tiene igual.
—¿Y por qué no se casó con él —preguntó vivamente la Cibot— ya que le debía su fortuna? Para una modesta mercera que había sido la querida de un viejo, no está mal casarse con un abogado.
—¿Por qué? —dijo la portera, arrastrando a la Cibot hasta el pasadizo—. Ahora va a subir a verle, ¿verdad? Bueno, pues cuando esté en su despacho, ya sabrá usted por qué.