XLIII

A quien sabe esperar, todo le sale bien

Al entrar con su brusquedad habitual, la señora Cibot sorprendió al doctor sentado a la mesa con su anciana madre, comiendo una ensalada de colleja, la más barata de todas las ensaladas, y sin más postre que un pequeño pedazo de queso de Brie, entre un plato no muy bien provisto de frutos secos en el que se veían también muchos escobajos uvas y un plato de vulgares manzanas de barco.

—Puede usted quedarse, madre —dijo el medico, reteniendo a la señora Poulain por el brazo—; es la señora Cibot de quien ya le he hablado.

—¿Cómo está usté, señora? Muy agradecida —dijo la Cibot, aceptando la silla que le tendía el doctor—. ¿De modo que es su madre? Debe ser muy feliz teniendo un hijo con tanto talento; porque ha sido mi salvador, señora, me ha salvado de la muerte.

La viuda Poulain encontró encantadora a la señora Cibot, al oírla elogiar así a su hijo.

—Mi querido señor Poulain, sólo venía para decirle que, entre nosotros, el pobre señor Pons va muy mal, y que quisiera hablarle respecto a él…

—Pasemos al salón —dijo el doctor Poulain, señalando a la criada con un gesto significativo.

Una vez en el salón, la Cibot explicó largamente su situación en casa de los dos cascanueces, repitió, embelleciéndola, la historia de su préstamo, y refirió los inmensos favores que desde hacia diez años había hecho a los señores Pons y Schmucke. Según ella, los dos ancianos ya no existirían, de no ser por sus cuidados maternales.

Se pintó a sí misma como un ángel, y dijo tantas mentiras regadas con lágrimas, que acabó emocionando a la señora Poulain.

Usté ya comprenderá, querido doctor —dijo para terminar— que yo debería saber a qué atenerme sobre lo que el señor Pons piensa hacer por mí en caso de que muriese, lo cual es lo último que deseo, porque, sepa usté, señora, que cuidar a estas dos almas de Dios, es toda mi vida; pero si uno de los dos me falta, yo cuidaré al otro. La naturaleza me ha hecho para ser rival de la maternidá. Sin tener alguien de quien cuidarme, alguien a quien pueda considerar como un hijo, no sé qué iba a ser de mí… O sea que, si el señor Poulain quisiese, podría hacerme un favor, que yo sabría agradecerle… Si hablase de mí al señor Pons… ¡Dios mío! ¡Mil francos de renta vintalicia! ¿Ustedes creen que es mucho lo que pido? Al fin y al cabo todo sería en beneficio del señor Schmucke… porque, nuestro querido enfermo me ha dicho que me confiaría a este probre alemán, a quien, por lo visto, piensa hacer su heredero… Pero ¿qué va a hacer un hombre que es incapaz de decir dos palabras seguidas en nuestra lengua, y que, además, es capaz de irse a Alemania con la desesperación que tendrá por la muerte de su amigo…?

—Mi querida señora Cibot —respondió el doctor muy serio—, esta clase de asuntos no conciernen en absoluto a los médicos y se me prohibiría el ejercicio de mi profesión si se supiera que me he mezclado en las disposiciones testamentarias de uno de mis clientes. La ley no permite que un médico acepte un legado de su enfermo…

—¡Qué ley más tonta! Porque, ¿qué me impide que yo comparta con usté lo que herede? —respondió inmediatamente la Cibot.

—Más aún —dijo el doctor—, mi conciencia de médico me prohíbe hablar al señor Pons de su muerte. En primer lugar, no está la suficientemente grave como para hacerlo; en segundo, el que yo le hablara así le produciría una impresión que podría causarle verdadero perjuicio, y convertir en mortal su enfermedad…

—Pues yo —excamó la Cibot— no tengo ningún miramiento en decirle que deje en orden sus asuntos, y no parece que esto le haga empeorar… ¡Ya está acostumbrado a la idea! No tenga usté ningún miedo.

—No insista más, mi querida señora Cibot… Estas cosas no pertenecen al dominio de la medicina, sino que conciernen a los notarios…

—Pero, mi querido señor Poulain, si el señor Pons le preguntase por propia iniciativa, cuál es su verdadero estado, y si no haría bien en tomar sus precauciones, entonces, ¿se negaría usté a decirle que para recobrar la salud es una cosa excelente dejarlo todo bien atado…? Y luego podría usté darle un toquecito en favor mío…

—¡Ah! Si me habla de hacer testamento, yo no voy a disuadirle —dijo el doctor Poulain.

—¡Bueno, pues esto es lo que yo quería oír de usté! —exclamó la señora Cibot—. Yo venía a agradecerle sus atenciones —añadió deslizando en la mano del doctor un papel que contenía tres monedas de oro—. Es todo lo que puedo hacer por el momento. ¡Ah, si yo fuese rica, usté también lo sería, mi querido señor Poulain, usté que es la viva imagen de Dios sobre la tierra…! Señora, tiene usté un ángel por hijo…

La Cibot se levantó, la señora Poulain la saludó amablemente, y el doctor la acompañó hasta el rellano de la escalera. Allí, aquella horrible Lady Macbeth callejera, fue como iluminada por un fulgor infernal; comprendió que el médico debía ser su cómplice, desde el momento en que aceptaba honorarios por una falsa enfermedad.

—Mi buen señor Poulain —dijo—, después de haberme curado cuando tuve el accidente, ¿va usté a negarse a salvarme de la miseria diciendo unas pocas palabras?

El médico se dio cuenta de que había dejado que el diablo le cogiese de un cabello, y que este cabello se enroscaba en la implacable garra roja. Asustado de perder su honradez por tan poca cosa, respondió a esta idea diabólica por otra idea no menos diabólica.

—Escuche, mi querida señora Cibot —dijo haciéndola volver a entrar, y llevándola hasta su despacho—, voy a pagarle la deuda de gratitud que he contraído con usted, a quien debo mi puesto en el Ayuntamiento…

—Iremos a medias —dijo ella vivamente.

—¿Cómo dice? —preguntó el doctor.

—La herencia —respondió la portera.

—Usted no me conoce —replicó el doctor, haciéndose el Valerio Publícola[149]—. No hablemos más de esto. Tengo un amigo del colegio, un muchacho muy inteligente, con quien me une una buena amistad, en gran parte porque la vida nos ha deparado la misma suerte. Mientras yo estudiaba medicina, él hacía derecho; mientras yo era interno, él copiaba documentos en el despacho de un procurador, maître Couture[150]. Hija de un zapatero, como yo lo soy de un calzonero, no ha encontrado simpatías muy vivas a su alrededor, pero tampoco ha encontrado la fortuna; porque, al fin y al cabo, la fortuna sólo se obtiene por simpatía. Sólo pudo abrir bufete en provincias, en Mantes[151]… Y, claro, los provincianos no saben apreciar las inteligencias parisienses, y mi amigo se ha visto envuelto en mil embrollos…

—¡Qué canallas! —exclamó la Cibot.

—Sí —siguió diciendo el doctor—, porque se coaligaron contra él, de modo que se vio obligado a revender su bufete por hechos a los que se supo dar la apariencia de que toda la culpa era suya; el fiscal se mezcló en el asunto; y como este magistrado era de allí, tomó parte por la gente del pueblo. El pobre muchacho, que se llama Fraisier, todavía más seco y raído que yo, vive en una casa como la mía, se ha refugiado en nuestro distrito, donde se ve reducido a pleitear, porque es abogado, ante el juez de paz y el tribunal ordinario de policía. Vive cerca de aquí, en la calle de la Perle. Vaya al número nueve, suba tres pisos y en el rellano ya verá impreso en letras de oro: BUFETE DEL SR. FRAISIER, en un pequeño rectángulo de tafilete rojo. Fraisier se ocupa especialmente de los asuntos contenciosos de porteros, obreros y todos los pobres de nuestro distrito a precios módicos. Es un hombre honrado, porque no necesito decirle que, con sus posibilidades, si fuese un granuja ya iría en coche. Yo veré a mi amigo Fraisier esta tarde. Usted vaya a verle mañana a primera hora; él conoce al señor Louchard, el alguacil del tribunal de comercio, al señor Tabereau, el escribano del juez de paz, al señor Vitel, el juez de paz, y al señor Trognon, el notario; ya está introducido con las personas más importantes del barrio; si acepta encargarse de defender sus intereses, si usted logra que sea el consejero del señor Pons, ya ve que tendrá en él a un otro yo. Ahora bien, no le proponga, como a mí, compromisos que lesionan el honor; él es inteligente y estoy seguro de que se entenderán; en cuanto a la cuestión de gratificar sus servicios, yo me presto a ser el intermediario de usted…

La señora Cibot miró maliciosamente al doctor.

—¿No es el mismo abogado —preguntó— que ha resuelto el caso de la mercera de la calle Vieille-du-Temple, la señora Florimond que se vio en aquel mal paso por el asunto de la herencia de aquel amigo suyo…?

—El mismo —dijo el doctor.

—¡Qué escándalo! ¿Verdá? —exclamó la Cibot—; después de haber conseguido dos mil francos de renta, se ha negado a casarse con él, que es lo que le pedía como pago, y me han dicho que ha creído saldar la deuda regalándose doce camisas de tela de Holanda y veinticuatro pañuelos, en fin, todo un ajuar.

—Mi querida señora Cibot —dijo el doctor—, el ajuar valía mil francos, y Fraisier, que entonces empezaba en el barrio, lo necesitaba. Además, ella pagó la cuenta de los gastos sin rechistar… Este caso ha proporcionado otros a Fraisier, que ahora es un hombre muy ocupado, pero, le ocurre lo mismo que a mí, nuestros clientes son por el estilo…

—¡Sólo los justos sufren en esté mundo! —respondió la portera—. Bueno, adiós y gracias, mi querido, señor Poulain.

Y así comienza el drama o, si se quiere, la terrible comedia de la muerte de un solterón, entregado por la fuerza de las circunstancias a la rapacidad de unos seres codiciosos que se arraciman al pie de su lecho, y que en este caso tuvieron por auxiliares la pasión más intensa, la de un insaciable coleccionista de cuadros; la avidez de Fraisier, que, visto en su cubil, hará estremecerse al lector; y la codicia de un auvernés capaz de todo, incluso de un crimen, para hacerse un capital. Esta comedia, a la que esta parte del relato sirve en cierto modo de prólogo, tiene por actores a todos los personajes que hasta este momento han ocupado la escena.