XLII

Historia de todos los comienzos en París

El doctor Poulain vivía en la calle de Orleáns. Ocupaba una pequeña planta baja compuesta de una antesala, un salón y dos dormitorios. Un cuartito contiguo a la antesala, y que comunicaba con una de las dos alcobas, la del doctor, había sido convertido en despacho. Una cocina, un cuarto de criado y un pequeño sótano, iban también incluidos en el alquiler de la casa, situada en un ala de un inmenso edificio construido en la época del Imperio, en lugar de una antigua residencia señorial, cuyo jardín existía todavía. Este jardín había sido dividido entre los tres pisos de la planta baja.

El piso del doctor no había sufrido ningún cambio en los últimos cuarenta años. Las pinturas, los papeles, la decoración, todo olía a Imperio. Una mugre cuadragenaria y el humo, habían deslucido los espejos, las cenefas, los dibujos del papel, los techos y las pinturas. Aquel pisito en el corazón del Marais, costaba aún mil francos por año. La señora Poulain, madre del doctor, de unos sesenta y siete años de edad, terminaba su vida en el segundo de los dormitorios. Trabajaba para los calzoneros. Cosía las polainas, los calzones de piel, los tirantes, en fin, todo lo referente a este artículo, bastante en decadencia hoy en día[141]. Ocupada en cuidarse de la casa y en dar órdenes a la única criada de su hijo, no salía nunca, y tomaba el aire en un jardincillo, al que se bajaba por una puerta-ventana del salón. Viuda desde hacía veinte años, a la muerte de su marido había vendido los fondos de su tienda de calzonería al encargado de la misma, quien le reservaba trabajo suficiente para que pudiera ganarse alrededor de un franco y medio por día. Lo había sacrificado todo a la educación de su hijo único, queriendo que alcanzara a toda costa una posición superior a la de su padre. Orgullosa de su Esculapio, creyendo en su éxito, seguía sacrificándolo todo por él, dichosa de cuidarle, de ahorrar por él, no pensando más que en su bienestar y queriéndole con inteligencia, lo cual no saben hacer todas las madres. Y así, la señora de Poulain, que se acordaba que había sido una simple obrera, no quería perjudicar a su hijo, ni ser motivo de risas o de menosprecio, ya que la buena mujer hablaba con la «ese», como la señora Cibot hablaba con la «ene»; por su propia voluntad, se ocultaba en su alcoba cuando por casualidad ciertos clientes distinguidos venían a consultar al doctor, o cuando se presentaban antiguos camaradas de colegio o de hospital. De este modo jamás el doctor tuvo que avergonzarse de su madre, a quien veneraba, y cuya falta de educación quedaba sobradamente compensada por este sublime afecto. La venta de los fondos de la tienda de calzonero había dado alrededor de veinte mil francos, la viuda en 1820 los había invertido en títulos de la Deuda Pública, y los mil cien francos de renta que le producían eran toda su fortuna. De modo que durante largo tiempo los vecinos vieron en el jardín la ropa del doctor y la de su madre tendida en cuerdas. La criada y la señora Poulain lo lavaban todo en casa con economía. Este detalle doméstico perjudicaba mucho al doctor; nadie quería reconocerle talento, al verle tan pobre. Los mil cien francos de renta se gastaban en el alquiler. El trabajo de la señora Poulain, que era una anciana bajita y entrada en carnes, en los primeros tiempos bastó para subvenir a todos los gastos de aquella modesta casa. Al cabo de doce años de persistir en su pedregoso camino, el doctor había terminado por ganar un millar de escudos al año, y la señora Poulain podía pues disponer de unos cinco mil francos. Los que conocen París saben que esto significa vivir con lo estrictamente imprescindible, El salón en el que esperaban las visitas estaba mezquinamente amueblado con este sofá vulgar de caoba, tapizado de un terciopelo de Utrecht amarillo floreado, con cuatro sillones, seis sillas, una consola, y una mesa de té, que se había heredado del difunto calzonero, y todo de acuerdo con su gusto. El reloj de pared, siempre protegido por un globo de cristal, entre dos candelabros egipcios, representaba una lira. Uno se preguntaba por qué procedimiento las cortinas que colgaban de las ventanas habían podido subsistir durante tanto tiempo, ya que eran de calicó amarillo con rosetones rojos de la fábrica de Jouy. Oberkampff[142] en 1809 había sido felicitado por el Emperador por estos atroces productos de la industria algodonera. El despacho del doctor estaba amueblado de acuerdo con el mismo gusto, aprovechando el mobiliario de la alcoba paterna. Era algo seco, pobre y frío. ¿Qué enfermo podía creer en la ciencia de un médico que, sin prestigio, se encontraba aún sin muebles, en un tiempo en el que la apariencia es todopoderosa, en el que se doran los faroles de la plaza de la Concordia para consolar al pobre convenciéndole de que es un ciudadano rico?

La antesala servía de comedor. Allí trabajaba la criada cuando no se hallaba ocupada en la cocina o no hacía compañía a la madre del doctor. Apenas entrar se adivinaba la miseria decente que reinaba en aquel triste piso, desierto durante la mitad del día, al divisar los visillos de muselina roja de la vidriera que daba al patio. Las alacenas debían ocultar restos de pasteles enmohecidos, platos desportillados, tapones eternos, servilletas de una semana, en fin, las explicables ignominias de los hogares parisienses modestos, y que de allí sólo pueden pasar al saco de los traperos. Y así era como en esta época en que la moneda de cinco francos se agazapa en todas las conciencias, tintinea en todas las frases, el doctor, a los treinta años, con una madre sin relaciones, seguía soltero. En diez años aún no había encontrado ni el menor pretexto para una historia novelesca en las familias a las que tenía acceso por su profesión, ya que sólo atendía a personas cuyas existencias eran semejantes a la suya; sólo veía casas parecidas a la suya, las de pequeños empleados o modestos fabricantes. Sus clientes más ricos eran los carniceros, los panaderos, los tenderos importantes del barrio, gente que, la mayoría de las veces, atribuía su curación a la naturaleza, para poder pagar las visitas del doctor a dos francos, al verle venir a pie. En medicina, el cabriolé es más necesario que el saber.

Una vida trivial y sin incidentes termina por influir en el espíritu más aventurero. Un hombre se amolda a su suerte, acepta la vulgaridad de su vida.

Y así, el doctor Poulain, después de diez años de ejercer su carrera, seguía haciendo de Sísifo sin las desesperaciones que amargaron sus primeros días. Sin embargo, acariciaba un sueño, porque todos los habitantes de París tienen un sueño. Rémonencq disfrutaba de un sueño, la Cibot tenía el suyo. El doctor Poulain esperaba ser llamado por un enfermo rico e influyente; y más tarde obtener, por el prestigio que le diera este enfermo, a quien infaliblemente curaría, un puesto de médico jefe en un hospital, de médico de las prisiones o de los teatros del bulevar, o de un ministerio. Era precisamente de esta manera como había conseguido el puesto de médico municipal. Llamado por la Cibot, había atendido y curado al señor Pillerault, el propietario de la casa de la que eran porteros los Cibot. El señor Pillerault, tío abuelo por parte de madre de la señora condesa Popinot, la esposa del ministro, se había interesado por aquel joven cuya oculta miseria había sondeado en una visita de agradecimiento, y exigió de su sobrino segundo, el ministro, quien le veneraba, el puesto que el doctor ocupaba desde hacía cinco años, y cuya precaria retribución había llegado en el momento justo para evitarle tomar una decisión radical, la de emigrar. Irse de Francia es, para un francés, una situación trágica. El doctor Poulain fue a expresar su gratitud al conde Popinot; pero como el médico del estadista era el ilustre Bianchon[143], el solicitante comprendió que le sería imposible entrar en aquella casa. El pobre doctor, tras haberse ilusionado pensando que iba a obtener la protección de uno de los ministros influyentes de uno de los doce o quince naipes que hace dieciséis años que una mano poderosa baraja sobre el tapete verde de la mesa del Consejo, se encontró hundido de nuevo en el Marais, como chapoteando en las casas de los pobres y de los pequeños burgueses[144], y con la misión de certificar los fallecimientos a razón de mil doscientos francos por año.

El doctor Poulain, que se había destacado como interno, era prudente en su profesión, y no carecía de experiencia. Además, sus muertos no eran escandalosos, y podía estudiar todas las enfermedades in anima vili. ¡Ya puede el lector imaginarse la hiel que le consumía! No es pues de extrañar que la expresión de su rostro, ya de natural largo y melancólico, fuese a veces aterradora. Imagínese en un pergamino amarillo los ojos ardientes de Tartufo y la acritud de Alcestes[145]; y figúrese el lector la manera de andar, la actitud, la mirada de este hombre que, considerándose tan buen médico como el ilustre Bianchon, se sentía relegado a una esfera oscura por una mano de hierro. El doctor Poulain no podía por menos de comparar sus facturas de diez francos, las más elevadas, con las de Bianchon, que llegaban a quinientos o seiscientos francos. ¿No es como para concebir todos los odios de la democracia? Por otra parte, aquel ambicioso reprimido no tenía nada que reprocharse. Había ya probado fortuna inventando unas píldoras purgantes parecidas a las de Morrison[146]. Había confiado su explotación a uno de sus compañeros de hospital, un interno convertido en farmacéutico; pero el farmacéutico, enamorado de una figuranta del Ambigu-Comique[147], se había declarado en quiebra, y como la patente de invención de las píldoras purgantes se hallaban a su nombre, este gran descubrimiento había enriquecido al sucesor. El ex interno había huido a Méjico, la patria del oro, llevándose mil francos de ahorros del pobre Poulain, quien, como remate, fue tratado de usurero por la figuranta, a la que se dirigió para reclamarle su dinero. Desde la buena suerte de la curación del viejo Pillerault, no se había presentado ni un solo cliente rico, Poulain recorría todo el Marais a pie, como un gato escuálido, y de cada veinte visitas lograba que le pagaran dos a cuarenta sueldos. El cliente que pagaba bien era para él este pájaro fantástico llamado mirlo blanco en toda la superficie de la tierra que alumbra el sol.

El abogado joven sin causas, el médico joven sin clientes, son las dos encarnaciones más características de la desesperación decente, sobre todo en la ciudad de París, esa desesperación fría y callada, que se arropa en un traje negro de costuras grisáceas cuyo color recuerda al cinc de las buhardillas, en un chaleco de raso brillante, un sombrero tratado con la máxima veneración, guantes viejos y camisas de calicó. Todo un poema de tristeza, sombrío como los secretos de la Conserjería[148]. Las otras miserias, la del poeta, la del artista, la del comediante, la del músico, se ven alegradas por la jovialidad propia de las artes, por la despreocupación de la bohemia, que es lo que primero se conoce y que lleva a las tebaidas del genio. Pero estos dos atuendos negros que van a pie, llevados por dos profesiones para las cuales el mundo no es más que una llaga, a las que la humanidad sólo muestra sus aspectos vergonzosos; estos dos hombres, en sus duros comienzos, tienen expresiones siniestras, provocantes, en las que la ambición y el odio concentrados asoman a una mirada parecida a los primeros chisporroteos de un conato de incendio. Cuando dos amigos de colegio se encuentran, a veinte años de distancia, el rico evita a su camarada pobre, no le conoce, se asusta de los abismos que el destino ha puesto entre ellos. El uno ha recorrido la vida cabalgando los briosos caballos de la fortuna o sobre las doradas nubes del éxito; el otro ha caminado por el subsuelo de las sentinas parisientes y lleva sobre sí este estigma. ¡Cuántos antiguos amigos esquivaban al doctor al ver el aspecto de su levita y de su chaleco!

Ahora es fácil de comprender cómo el doctor Poulain había desempeñado tan bien su papel en la comedia de la gravedad de la Cibot. Todas las codicias, todas las ambiciones, se adivinan. Al no encontrar ninguna lesión en ningún órgano de la portera, al admirarse de la regularidad de su pulso, la perfecta ligereza de sus movimientos, y al oírla poner el grito en el cielo, comprendió que tenía interés en hacerse pasar por moribunda. Como la rápida curación de una enfermedad fingida haría que se hablase de él en el distrito, exageró la supuesta quebradura de la Cibot, y dijo que todo se resolvería atajando el mal a tiempo. Aplicó a la portera unos pretendidos medicamentos y la sometió a una fantástica operación, todo lo cual se vio coronado con pleno éxito. Buscó en el arsenal de las curaciones extraordinarias de Desplein un caso singular, atribuyó modestamente el éxito al gran cirujano y se contentó con declararse su imitador. Así son las audacias de los principiantes en París; todos los medios de medrar les parecen buenos; pero como hasta los barrotes de estas escaleras se gastan, los principiantes de cada profesión ya no saben dónde apoyar el pie para auparse un poco más y destacar. Cada vez más, el parisiense es refractario al éxito. Cansado de elevar pedestales, se enfurruña como los niños mimados, y ya no quiere más ídolos; o, para decir la verdad, a veces faltan personas de talento que susciten su entusiasmo. La ganga de donde se extrae el genio también tiene sus huecos; entonces el parisiense se hace esquivo, no siempre quiere dorar o adorar a las medianías.