Se pacta el soborno
El salón donde se hallaba la mayor parte del museo Pons era uno de estos antiguos salones como los concebían los arquitectos que contrataba la nobleza francesa, de veinticinco pies de ancho, por treinta de largo y trece pies de alto[136]. Los cuadros que poseía Pons, en número de sesenta y siete, colgaban todos de las cuatro paredes de este salón enmaderado, blanco y oro: pero el blanco amarillento, y el oro enrojecido por la acción del tiempo, ofrecían tonos armoniosos que no desmerecían en absoluto el efecto de las telas. Catorce estatuas se elevaban sobre otras tantas columnas, ya fuera en los rincones, ya entre los cuadros, sobre pedestales de Boulle. Unos aparadores de ébano, regiamente esculpidos, adornaban la parte baja de las paredes. Estos aparadores contenían las curiosidades. En medio del salón, una hilera de cristaleras en madera esculpida, ofrecían a la mirada las más grandes rarezas de la artesanía: los marfiles, los bronces, las maderas, los esmaltes la orfebrería, las porcelanas, etc.
Una vez el judío se vio en este santuario, se dirigió inmediatamente hacia cuatro obras maestras que reconoció como las más bellas de la colección, y de pintores que faltaban en la suya. Para él aquello era lo que para los naturalistas estas desiderata que les hacen emprender los mayores viajes, llegar hasta los trópicos, hasta los desiertos, las pampas, las sabanas, las selvas vírgenes. El primer cuadro era de Sebastián del Piombo, el segundo de Fra Bartolomeo della Porta, el tercero un paisaje de Hobbema, y el último un retrato de mujer por Alberto Durero, ¡cuatro diamantes! Sebastián del Piombo, en el arte de la pintura, viene a ser como un punto brillante en el que tres escuelas se han dado cita para aportar cada una de ellas sus cualidades más eminentes. Pintor de Venecia, fue a Roma para aprender el estilo de Rafael bajo la dirección de Miguel Ángel, quien quiso oponerlo a Rafael, luchando en la persona de uno de sus lugartenientes contra este soberano pontífice del arte. Y de este modo este perezoso genio compendia el color veneciano, la composición florentina y el estilo rafaelesco, en los escasos cuadros que se dignó pintar, y cuyos esbozos habían sido dibujados, según se dice, por Miguel Ángel. Y así puede verse a qué perfección llegó este hombre, armado de esta triple fuerza, cuando se estudia en el Museo de París el retrato de Baccio Bandinelli[137], que puede compararse con el Hombre del guante del Ticiano, con el retrato de viejo en el que Rafael ha unido su perfección a la del Correggio, y con el Carlos VIII de Leonardo de Vinci[138], sin que esta tela desmerezca. Estas cuatro perlas tienen la misma agua, el mismo oriente, la misma redondez, el mismo brillo, el mismo valor. El arte humano no puede ir más allá. Es superior a la naturaleza, que sólo ha hecho vivir el original durante un momento. De este gran genio, de esta paleta inmortal, pero de una incurable pereza, Pons poseía un Caballero de Malta en oración, pintado sobre pizarra, de una gracia, de un acabado, de una profundidad superiores aún a las cualidades del retrato de Baccio Bandinelli. El Fra Bartolomeo, que representaba una Sagrada Familia[139], hubiera sido considerado por muchos expertos como un cuadro de Rafael. El Hobbema debía alcanzar unos sesenta mil francos en una subasta pública.
En cuanto al Alberto Durero aquel retrato de mujer era semejante al famoso Holzschuer de Nuremberg[140], por el cual los reyes de Baviera, de Holanda y de Prusia han ofrecido en varias ocasiones, y en vano, doscientos mil francos. ¿Se trata de la mujer o de la hija del caballero Holzschuer, el amigo de Alberto Durero? La hipótesis se convierte casi en una certidumbre, ya que la mujer del museo Pons está en una actitud que supone la existencia de otro cuadro complementario, y las armas pintadas están dispuestas de la misma manera en uno y otro retrato. Además, la aetatis suae XLI está en perfecta armonía con la edad indicada en el retrato tan celosamente guardado por la casa Holzschuer de Nuremberg, y cuyo grabado se ha terminado recientemente.
Élie Magus tenía lágrimas en los ojos mientras iba contemplando una y otra vez estas cuatro obras maestras.
—Le doy dos mil francos de gratificación por cada uno de estos cuadros, si consigue que me los vendan por cuarenta mil francos —dijo al oído de la Cibot, estupefacta ante aquella fortuna que le llovía del cielo.
La admiración, o, para ser más exactos, el delirio del judío, había producido un tal trastorno en su inteligencia y en sus costumbres de avaricia, que, como ya se ha visto, el judío se delató.
—¿Y yo…? —dijo Rémonencq que no entendía de cuadros.
—Todo esto es del mismo valor —replicó astutamente el judío al oído del auvernés—; coge diez cuadros cualquiera y en las mismas condiciones y habrás ganado una fortuna.
Los tres ladrones aún seguían mirándose, cada uno de ellos presa de su voluptuosidad, la más intensa de todas, la satisfacción del éxito en cuestiones de fortuna, cuando la voz del enfermo resonó vibrando como un son de campana…
—¿Quién hay aquí? —gritó Pons.
—¡Señor, vuelva a acostarse! —dijo la Cibot, abalanzándose sobre Pons y obligándole a volver a meterse en la cama—. ¡Vaya! ¿Quiere usté matarse? No, no es el señor Poulain, es el bueno de Rémonencq, que se interesa tanto por usté que ha venido a saber noticias suyas. Le quieren tanto que toda la casa está alborotada por usté. ¿De qué tiene miedo?
—Es que me parecía que eran varios —dijo el enfermo.
—¿Varios? ¡Ésta sí que es buena! ¡Vaya! ¿Está soñando? Palabra que terminará por volverse loco… Mire, ahora verá…
La Cibot abrió vivamente la puerta e hizo señas a Magus de retirarse y a Rémonencq de avanzar.
—¿Qué, cómo va, señor Pons? —dijo el auvernés, por quien había hablado la Cibot—. Venía a saber noticias suyas, porque toda la casa está con ansia por usted… ¡A nadie le gusta que la muerte entre en una casa! Y, además, Monistrol, que usted ya conoce, me ha encargado decirle que si necesitaba dinero, podía contar con él…
—¡Le envía para echar una ojeada a mi museo! —dijo agriamente el viejo coleccionista, lleno de desconfianza.
En las enfermedades del hígado, los individuos casi siempre manifiestan una antipatía especial, momentánea; concentran su mal humor en un objeto o en una persona cualquiera. Y Pons se imaginaba que iban detrás de su tesoro, tenía la obsesión de vigilarlo, y a cada momento enviaba a Schmucke a ver si alguien se había introducido en el santuario.
—Su colección es como para llamar la atención de los chalanes —respondió astutamente Rémonencq—, y aunque yo no entiendo de antigüedades de tanto valor, el señor pasa por ser un gran experto, y aunque yo no sé mucho de estas cosas, le compraría lo que fuera, con los ojos cerrados… Si el señor necesita alguna vez dinero, porque no hay nada que cueste tanto como estas malditas enfermedades… que mi hermana, en diez días, gastó un franco y medio en potingues, cuando tuvo la sangre revuelta, y que también se hubiera curado sin eso… Los médicos son unos granujas que se aprovechan de nuestro estado…
—Adiós y gracias —respondió Pons al chatarrero, dirigiéndole inquietas miradas.
—Voy a acompañarle —dijo en voz baja la Cibot al enfermo—, no sea que toque algo.
—Sí, sí —respondió el enfermo, dando las gracias a la Cibot con una mirada.
La Cibot cerró la puerta de la alcoba, lo cual despertó la desconfianza de Pons. Encontró a Magus inmóvil delante de los cuatro cuadros. Esta inmovilidad, esta admiración, sólo pueden ser comprendidas por aquellos cuya alma está abierta al bello ideal, al sentimiento inefable que causa la perfección en el arte, y que se quedan plantados durante horas enteras en el Museo ante la Gioconda de Leonardo de Vinci, ante el Antíope del Correggio, la obra maestra de este pintor, ante la Amante del Ticiano, la Sagrada Familia de Andrea del Sarto, ante los Niños rodeados de flores del Domenichino, el pequeño camafeo de Rafael y su retrato de viejo, las obras más inmensas de la historia del arte.
—¡Váyanse sin hacer ruido! —dijo.
El judío retrocedió lentamente, de espaldas a la puerta, contemplando los cuadros como un hombre enamorado contempla a una amante a la que dice adiós.