XXXVII

Donde se advierte lo que puede un buen brazo

—¡Vaya! —dijo la señora Cibot—. ¡Pues sí que es usté amable! Y yo ¿qué? ¿De modo que yo no le quiero?

—Yo no he dicho esto, mi querida señora Cibot…

—¡Vaya! ¡No vaya usté a tomarme por una criada, por una cocinera cualesquiera, como si yo no tuviese corazón! ¡Ay, Dios mío! ¡Desvívase una durante doce años por dos solterones! Sin pensar más que en su bienestar, que una servidora revolvía en diez fruterías, hasta que me decían palabrotas, para encontrarles buen queso de Brie, y que iba al Mercado para comprarles mantequilla fresca; y tenga una cuidado de todo, que en diez años no les he roto nada, ni desportillado tampoco… ¡Trátelos una como una madre trata a sus hijos! Y se oirá un mi querida señora Cibot que demuestra que no hay ningún cariño para una en el corazón del señor que se ha cuidado como al hijo de un rey, que el rey de Roma no estaba tan bien cuidado como ustedes[134]. ¿Qué se apuesta a que no estaba tan bien cuidado como ustedes? Y la prueba es que ha muerto en la flor de la edad… ¡Vaya, que no es usté justo! ¡Es usté un ingrato! Todo porque no soy más que una probre portera… ¡Ay, Dios mío! ¿De modo que usté también cree que nosotras somos como perros?

—Pero, mi querida señora Cibot…

—Vamos, usté que es un sabio, explíqueme por qué a las porteras se nos trata ansí, por qué creen que no tenemos sentimientos, por qué se burlan de nosotras en una época en que se habla tanto de igualdad… ¿Es que yo no valgo tanto como otra mujer? ¿Yo, que he sido una de las mujeres más guapas de París, que me llamaban la bella ostrera, y que cada día me hacían siete u ocho declaraciones de amor? ¡Y que entodavía hoy, si yo quisiera…! Mire, sólo por decirle, ¿sabe usté este alfeñique de chatarrero, que vive al lado? Pues, para que lo sepa, si me quedara viuda, es una suposición, se casaría conmigo con los ojos cerrados, porque los abre como naranjas cada vez que me ve, y todo el día me viene con la misma música: «¡Qué brazos más bonitos tiene usté, señora Cibot…! Esta noche he soñado que eran de pan, y que yo era manteca, y que me extendía por encima…». Mire usté, mire qué brazos…

Se arremangó y enseñó el brazo más opulento del mundo, tan blanco y lozano como su mano era rojiza y ajada; un brazo torneado, macizo, con hoyuelos, y que al verse libre de su funda de lana vulgar, como la hoja de una espada se saca de su vaina, tuvo que deslumbrar a Pons, que no se atrevió a mirarlo durante mucho rato.

—… que han abierto tantos corazones, como mi cuchillo abría ostras —siguió—. Pues, para que se entere, es de Cibot, y yo he cometido el error de descuidar a mi pobre marido, que se echaría por un barranco abajo, a la primera palabra que yo le dijera, por usté, que me llama mi querida señora Cibot, cuando yo haría todo lo del mundo por usté…

—Pero, vamos a ver —dijo el enfermo—, yo no puedo llamarle «madre», ni «esposa»…

—¡No, no! ¡Nunca más en toda mi vida volveré a cogerle cariño a alguien…!

—Pero ¡déjeme hablar! —siguió Pons—. ¿Qué he dicho? Yo sólo hablaba de Schmucke…

—¡El señor Schmucke! ¡Él sí que tiene buen corazón! —dijo—. ¡Vaya, que él sí que me quiere, porque es probre! ¡Es la riqueza lo que hace duro el corazón, y usté es rico! ¡Sí, sí, pague a una mujer para que le cuide, ya verá lo que pasa! Le atormentará como un abejorro… El médico dirá que lo que necesita es beber, pues ella sólo le dará de comer… ¡Le matará para robarle! ¡Usté no merece una señora Cibot! ¡Ande, ande, cuando venga el señor Poulain, pídale que le busque una mujer…!

—¡Canastos! ¡Pero déjeme hablar! —exclamó el enfermo ya encolerizado—. ¡Yo no hablaba de las mujeres al hablar de mi amigo Schmucke! ¡Ya sé que los únicos corazones que me quieren sinceramente son el suyo y el de Schmucke!

—¡Pero no se ponga usté ansí, hombre! —exclamó la Cibot, precipitándose sobre Pons, y obligándole a viva fuerza a que volviera a tenderse en la cama.

—Pero ¿cómo quiere usted que no la quiera? —dijo el pobre Pons.

—¿Me quiere usté? ¿Lo dice de veras? ¡Oh! ¡Perdóneme, perdóneme! —dijo llorando y enjugándose las lágrimas—. Sí, me quiere usté como se quiere a una criada, ¿no? Una criada a la que se echa un vintalicio de seiscientos francos, como un mendrugo de pan a la caseta de un perro…

—¡Señora Cibot! —exclamó Pons—. ¿Por quién me toma usted? ¡Usted aún no me conoce!

—¡Ah! ¿Sería usté capaz de quererme más? —siguió diciendo, al recibir una mirada de Pons—; ¿podría usté querer a la probre Cibot como a una madre? ¡Sí, porque eso es lo que soy, yo soy una madre, los dos son como mis hijitos! ¡Ah, si yo conociera a los que le han dado este disgusto! ¡Haría que me llevaran a los tribunales, e incluso a la cárcel, porque les iba a arrancar los ojos! Gente ansí merecerían morir en la Barriere Saint Jacques[135], y aún sería una muerte demasiado dulce para malvados como éstos… Usté que es tan bueno, tan cariñoso, porque usté tiene un corazón de oro, ha sido creado y puesto en el mundo para hacer feliz a una mujer… esto se ve, usté tiene madera de esto… Yo, al principio, al ver cómo vivía con el señor Schmucke, me decía a mí misma: «No, el señor Pons no está hecho para esto; está hecho para ser un buen marido…». Ande, que a usté también le gustan las mujeres, ¿eh?

—¡Ah, sí! —dijo Pons—, y ninguna ha sido mía.

—¿De veras? —exclamó la Cibot con aire provocador acercándose a Pons y cogiéndole de la mano—. ¿No sabe usté lo que es tener una amante capaz de hacer cualquier cosa por su amigo? ¿Será posible? Yo, en su lugar, no quisiera irme al otro mundo sin haber conocido la mayor felicidad que existe en la tierra… ¡Pobrecillo! Si yo fuese lo que he sido, palabra que dejaba a Cibot por usté. Pero, con una nariz como la suya, porque tiene usté una buena nariz, ¿eh?, ¿cómo se lo ha hecho usté, mi pobre querubín? Dirá usté: «No todas las mujeres entienden en cuestión de hombres», y da pena ver cómo se casan de cualquier manera, una verdadera lástima. ¡Y yo que creía que tenía usté amantes a docenas! ¡Bailarinas, actrices, duquesas! Claro, como salía tanto… Cada vez que le veía salir, yo decía a Cibot: «Mira, el señor Pons que se va de picos pardos…». ¡Palabra de honor que le decía eso! Como yo creía que todas las mujeres iban detrás de usté. El cielo le ha creado para el amor… Sí, sí, se lo digo yo, me di cuenta el día en que se quedó a comer aquí por primera vez… ¡Oh! ¡Qué contento estaba usté de la alegría, que daba al señor Schmucke! Y él que al día siguiente aún lloraba cuando me decía: ¡Señora Cipod, ha gomito aguí! Y yo me eché a llorar también como una boba. ¡Y lo triste que estaba cuando volvió a las andadas, y a comer otra vez fuera de casa! ¡Pobre hombre! Jamás se ha visto desolación como la suya. ¡Ah! ¡Ya hace usté bien en nombrarle su heredero! Para usté es toda una fanmilia, este probre hombre. No le olvide; si no, Dios no le dejará entrar en su paraíso, en donde sólo deja entrar a los que han sido agradecidos con sus amigos dejándoles rentas.