En donde se ve que no todos los expertos en pintura pertenecen a la Academia de Bellas Artes
Ninguna existencia más regular que la que llevaba el anciano. Se levantaba al despuntar el alba, y comía pan frotado con ajo, y con este desayuno esperaba hasta la hora de la comida del mediodía; ésta, de una frugalidad monacal, se hacía en familia. Desde que se levantaba hasta el mediodía, el maníaco empleaba su tiempo en pasearse por los salones en los que resplandecían sus obras de arte. Sacaba el polvo a todo, muebles y cuadros, y no se cansaba de admirarlos; luego, bajaba a ver a su hija, se embriagaba de la dicha de los padres, y se lanzaba a recorrer París, vigilando las subastas, yendo a exposiciones, etcétera.
Cuando se hallaba una verdadera obra maestra en las condiciones que él quería, la vida de aquel hombre se iluminaba; aquello representaba recurrir a toda su habilidad, saber llevar el asunto, ganar una batalla de Marengo. Acumulaba astucia sobre astucia para poseer su nueva sultana a buen precio. Magus poseía su mapa de Europa, un mapa en el que se hallaban indicadas las grandes obras de arte, y encargaba a sus correligionarios de cada lugar que estudiasen la situación por cuenta suya, a cambio de una prima. Pero, también ¡qué recompensas por tantos desvelos!
¡Los dos cuadros de Rafael perdidos y buscados con tanta tenacidad por los rafaelíacos, los posee Magus! Posee el original de la Amanta de Giorgione, la mujer por la que murió este pintor, y los que se consideran originales son copias de esta tela insigne, que vale quinientos mil francos, según la estimación de Magus. Este judío tiene también la obra maestra del Ticiano: El Santo Entierro, cuadro pintado para Carlos V, que el gran hombre envió al gran emperador, junto con una carta escrita de su puño y letra, carta que está pegada al pie de la tela. Posee, del mismo pintor, el original, el modelo según el cual se hicieron todos los retratos de Felipe II. Los noventa y siete cuadros restantes son todos de parecida categoría e importancia. De modo que Magus se ríe de nuestro Museo, donde tantos estragos hace el sol, que se come las mejores telas, al entrar por los cristales, cuya acción equivale a la de unas lentes. Donde se guardan cuadros, la iluminación sólo puede ser por el techo. El propio Magus cerraba y abría los postigos de su museo, mostrando tantos cuidados y precauciones para sus cuadros como para su hija, su otro ídolo. ¡Ah! ¡Qué bien conocía aquel viejo maníaco del arte, las leyes de la pintura! Según él las obras de arte tenían una vida propia, distinta cada día, su belleza dependía de la luz que venía a iluminarlas; hablaba de ellas como antaño los holandeses hablaban de sus tulipanes, e iba a ver tal cuadro en la hora en la que la gran obra maestra resplandecía en toda su gloria, cuando el día era claro y diáfano.
Era un verdadero cuadro viviente en medio de aquellos cuadros inmóviles, el vejezuelo, vestido con una astrosa levita, un chaleco de seda de diez años atrás, unos pantalones mugrientos, la cabeza calva, la cara chupada, la barba desordenada y apuntando con sus pelos blancos en todas direcciones, la barbilla amenazante y puntiaguda, la boca sin dientes, los ojos brillantes como los de sus perros, las manos huesudas y descarnadas, la nariz en obelisco, la piel rugosa y fría, sonriendo a aquellas bellas creaciones del genio. Un judío, en medio de tres millones, será siempre uno de los mejores espectáculos que puede ofrecer la humanidad. Robert Medal[129], nuestro gran actor, a pesar de su insuperable talento, no llega a esta poesía. París es la ciudad del mundo que oculta más extravagantes de esta especie, que tienen como una religión en el corazón. Los excéntricos de Londres terminan siempre por hastiarse de sus adoraciones, del mismo modo que se hastían de vivir; mientras que en París los monomaniacos viven con su fantasía en un feliz concubinato de espíritu. A menudo se ven por la calle tipos como Pons y Élie Magus, vestidos muy pobremente, la nariz, como la del secretario perpetuo de la Academia Francesa, apuntando hacia el oeste[130], con aire de no preocuparse por nada, de no sentir nada, de no prestar ninguna atención a las mujeres, andando, por decirlo así, a la buena de Dios, con los bolsillos vacíos y la apariencia de estar desprovistos de cerebro, y uno se pregunta a qué clan parisiense pueden pertenecer. Pues bien, estos hombres son millonarios, coleccionistas, las personas más apasionadas de la tierra, personas capaces de arriesgarse por los terrenos fangosos de la policía correccional, para apoderarse de un tazón, de un cuadro, de una pieza rara, como hizo Élie Magus un día en Alemania.
Tal era el perito a cuya casa Rémonencq condujo misteriosamente a la Cibot. Rémonencq consultaba a Élie Magus siempre que le encontraba en los bulevares.
El judío, en diversas ocasiones, había hecho que Abramko prestara dinero a este antiguo comisionista, cuya honradez le era conocida. La Chaussée des Minimes estaba a cuatro pasos de la calle de Normandía, de modo que los dos cómplices en la operación llegaron en diez minutos.
—Va usted a conocer —le dijo Rémonencq— al más rico de los antiguos anticuarios, al hombre que entiende más en estas cosas de todo París…
La señora Cibot quedó estupefacta al verse en presencia de aquel hombrecillo, viejo, vestido con una hopalanda indigna de pasar por las manos de Cibot para ser remendada, que vigilaba a su restaurador, un pintor ocupado en reparar unos cuadros en una fría estancia de aquella inmensa planta baja; pero al posarse en ella aquellos ojos llenos de fría malicia, como los de los gatos, se estremeció.
—¿Qué quiere usted, Rémonencq? —dijo.
—Se trata de tasar unos cuadros; y usted es el único en París que puede decir a un pobre calderero como yo, que no tiene, como usted, tantos miles y millones, lo que puede pagar por eso.
—¿Dónde está la casa? —dijo Élie Magus.
—Esta señora es la portera de la casa, que está al servicio del señor, y ella y yo nos hemos puesto de acuerdo.
—¿Cuál es el nombre del propietario?
—El señor Pons —dijo la Cibot.
—No le conozco —respondió con aire ingenuo Magus, dando un ligero pisotón a su restaurador.
Moret, el pintor, conocía el valor del museo Pons, y había levantado bruscamente la cabeza. Aquel disimulo sólo era posible con Rémonencq y la Cibot. El judío había valorado moralmente a la portera con una mirada en la que los ojos hicieron el mismo oficio de las balanzas de un pesador de oro. Ambos debían ignorar que el pobre Pons y Magus habían medido muchas veces sus garras. En efecto, aquellos dos feroces coleccionistas se envidiaban el uno al otro. De manera que el viejo judío acababa de tener como un deslumbramiento interior. Nunca había esperado poder entrar en un serrallo tan bien guardado. El museo Pons era el único en París que podía rivalizar con el museo Magus. El judío había tenido, veinte años más tarde que Pons, la misma idea. Pero en su calidad de coleccionista aficionado, el museo Pons siempre había estado cerrado para él, igual que para Dusommerard. Pons y Magus tenían los mismos sentimientos de recelo. Ni al uno ni al otro les gustaba esta celebridad que suelen buscar los que poseen colecciones artísticas. Poder examinar la magnífica colección del pobre músico era para Élie Magus la misma felicidad que para un enamorado de las mujeres conseguir penetrar en el gabinete de la bella amante que le oculta un amigo. El gran respeto que Rémonencq demostraba tener por aquel extraño personaje, y el prestigio que posee todo poder real, incluso cuando es misterioso, hicieron a la portera dócil y sumisa. La Cibot perdió el tono autocrático que solía tener en su portería con los inquilinos y sus dos señores, aceptó las condiciones de Magus, y prometió introducirle en el museo Pons aquel mismo día. Aquello era hacer entrar al enemigo en el corazón de la plaza fuerte, hundir un puñal en el corazón de Pons, quien, desde hacía diez años, prohibía a la Cibot que dejara entrar en su casa a un visitante, fuera quien fuese, que siempre llevaba encima sus llaves, y a quien la Cibot siempre había obedecido mientras había compartido las opiniones de Schmucke acerca de las antiguallas. En efecto, el buen Schmucke, al tratar aquellas joyas de paradijas y al deplorar la manía de Pons, había inculcado su desprecio por aquellas antiguallas a la portera, e impedido que durante largo tiempo se produjera una invasión en el museo Pons.
Desde que Pons tuvo que guardar cama, Schmucke le reemplazaba en el teatro y en los pensionados. El pobre alemán, que sólo veía a su amigo por la mañana y a la hora de comer, trataba de abarcarlo todo, conservando su clientela común; pero esta tarea absorbía todas sus fuerzas; hasta tal punto le abrumaba el dolor. Al ver al pobre hombre tan triste, las colegialas y la gente del teatro, a quien había informado de la enfermedad de Pons, le preguntaban por él, y el pesar del pianista era tan grande que obtenía de los indiferentes la misma mueca de condolencia que se concede en París a las mayores catástrofes. El principio mismo de la vida del pobre alemán se veía atacado tanto como el del pobre Pons. Schmucke sufría a la vez por su dolor y por la enfermedad de su amigo. De modo que hablaba de Pons durante la mitad de las lecciones que daba; interrumpía tan espontáneamente una demostración para preguntarse a sí mismo cómo seguía su amigo, que las colegiales le escuchaban explicar la enfermedad de Pons. Entre dos lecciones, corría a la calle de Normandía para ver a Pons durante un cuarto de hora. Asustado por el vacío de la bolsa común, alarmado por la señora Cibot, que desde hacía quince días no hacía más que aumentar los gastos de la enfermedad, el profesor de piano sentía su angustia superada por un valor del que nunca se hubiera creído capaz. Por primera vez en su vida quería ganar dinero para que el dinero no faltara en la casa.
Cuando una alumna, sinceramente impresionada por la situación de los dos amigos, preguntaba a Schmucke cómo podía dejar a Pons completamente solo, él respondía con la sublime sonrisa de las víctimas inocentes que ignoran que lo son:
—¡Señorida, denemos a la señora Cibod! ¡Ein desoro! ¡Eine berla! ¡Está güidando a Bons a güerbo te rey!
Ahora bien, mientras Schmucke trotaba por las calles, la señora Cibot era la dueña y señora del piso y del enfermo. ¿Cómo era posible que Pons, que no había comido nada desde hacía quince días, que había perdido las fuerzas, a quien la Cibot se veía obligada a levantarle ella misma y sentarle en un sillón para poder hacer la cama, cómo hubiese podido vigilar a aquel supuesto ángel de la guarda? Naturalmente, la Cibot había ido a casa de Élie Magus durante el desayuno de Schmucke.
Volvió en el momento en que el alemán decía adiós al enfermo; ya que, desde la revelación de la posible fortuna de Pons, la Cibot, que no quería dejar solo a su solterón, no lo desamparaba jamás. Se arrellanaba en un buen sillón, al pie de la cama, y para distraer a Pons le contaba esos comadreos que son la especialidad de esta clase de mujeres. Zalamera, amable, atenta, vigilante, se iba adueñando del espíritu del pobre Pons con una habilidad maquiavélica, como vamos a ver.