Un personaje de los cuentos de Hoffmann
—Bueno, hija mía —dijo con una voz completamente distinta a la que tenía mientras profetizaba—, ¿está contenta?
La señora Cibot miró a la bruja como alelada, sin poder responderle.
—¡Ah! ¡Usted ha querido el gran juego! Yo la he tratado como a una antigua amistad. Deme cien francos solamente…
—¿Cibot, morir? —exclamó la portera.
—¿Le he revelado cosas tan terribles? —preguntó ingenuamente la señora Fontaine.
—¡Oh, sí! —dijo la Cibot, sacando del bolsillo cien francos y dejándolos en el borde de la mesa—. Tengo que morir asesinada…
—¡Ah! Eso… ¡Ha sido usted quien ha pedido el gran juego! Pero, tranquilícese, no todas las personas asesinadas en las cartas, mueren.
—Pero ¿es posible, señora Fontaine?
—¡Ah! ¿Qué quiere usted, hija mía? Yo no sé nada. Usted ha querido llamar a la puerta del futuro, yo he hecho sonar la campanilla, y eso es todo: él ha acudido.
—¿Quién es él? —dijo la señora Cibot.
—Pues, ¿quién quiere que sea? ¡El Espíritu! —replicó la bruja, impacientándose.
—Adiós, señora Fontaine —exclamó la portera—. Yo no conocía el gran juego, y palabra que me ha asustado, ea.
—La señora sólo quiere ponerse en este estado una vez al mes —dijo la criada, mientras acompañaba a la portera hasta el rellano—. Se cansa tanto que esto la mataría. Ahora se comerá unas chuletas y dormirá durante tres horas…
En la calle, mientras andaba, la Cibot hizo lo que todos los consultantes hacen con las consultas de toda especie. Creyó en lo que la profecía tenía de favorable a sus intereses, y dudó de las desgracias anunciadas. Al día siguiente, afianzada ya en sus decisiones, pensaba en pasar por todo para hacerse rica y conseguir que le legaran una parte del museo Pons. De modo que, durante largas horas, sólo pensó en ingeniárselas para lograr sus propósitos. El fenómeno, explicado más arriba, de la concentración de las fuerzas morales en todas las personas groseras que, al no emplear las facultades de la inteligencia, como las emplean diariamente las personas más refinadas, las encuentran fuertes y poderosas en el momento en que su espíritu maneja esta arma temible que se llama la idea fija, se manifestó en la Cibot en grado superlativo. Y del mismo modo que la idea fija produce los milagros de las evasiones y los milagros del sentimiento, aquella portera, apoyándose en la codicia, se hizo tan fuerte como un Nucingen acosado por los acreedores, tan ingeniosa bajo su necedad como el seductor la Palférine.
Unos días más tarde, hacia las siete de la mañana, viendo a Rémonencq ocupado en abrir su tienda, se dirigió hacia él con gatería.
—¿Cómo podría saberse lo que valen todas estas cosas que hay en casa de mis señores? —le preguntó.
—¡Ah! ¡Es muy fácil! —respondió el anticuario en su espantosa jerigonza, que es inútil seguir imitando aquí, en gracia a la claridad del relato—. Si quiere jugar limpio conmigo yo le indicaré una persona muy honrada y que entiende mucho, y que nos dirá el valor de los cuadros con pocos céntimos de diferencia…
—¿Quién?
—El señor Magus, un judío que ya no hace negocios más que por gusto…
Élie Magus, cuyo nombre es demasiado conocido por los lectores de LA COMEDIA HUMANA[120] para que sea necesario volver a hablar de él, se había retirado del comercio de cuadros y antigüedades, imitando como vendedor, el proceder que Pons había seguido como comprador. Los peritos más célebres, como el difunto Henry, los señores Pigeot y Moret, Théret, Georges y Roëhm[121], en fin, los expertos del Museo, eran como niños al lado de Élie Magus, quien adivinaba una obra maestra bajo una mugre secular, y conocía todas las escuelas y la escritura de todos los pintores.
Este judío, que había llegado a París procedente de Burdeos, había abandonado el comercio en 1835, sin prescindir por ello de la apariencia miserable que seguía conservando, según las costumbres de la mayoría de los judíos; hasta tal punto esta raza es fiel a sus tradiciones.
En la Edad Media, las persecuciones obligaban a los judíos a llevar andrajos para alejar las sospechas, a quejarse siempre, a lloriquear, a aparentar la mayor miseria. Estas necesidades de antaño se han convertido, como siempre ocurre, en un instinto del pueblo, en un vicio endémico. Élie Magus, a fuerza de comprar diamantes y de revenderlos, a chamarilear con cuadros y encajes, con antigüedades de gran valor y esmaltes, con esculturas preciosas y antiguas obras de orfebrería, había amasado una inmensa fortuna sin que nadie lo supiera, fortuna adquirida en esta rama del comercio que ha adquirido tanta importancia. En efecto, en los últimos veinte años, en París, ciudad en la que todas las curiosidades del mundo se dan cita, el número de anticuarios se ha decuplicado. En cuanto a los cuadros, sólo se venden en tres ciudades, en Roma, en Londres y en París.
Élie Magus vivía en la Chaussée des Minimes, una calle corta y ancha, que lleva a la plaza Royale, en la que poseía una antigua mansión que había comprado en 1831 por cuatro perras, como se dice vulgarmente[122]. Este magnífico edificio contenía algunos de los más fastuosos salones decorados en la época de Luis XV, ya que se trataba del antiguo palacio de Maulaincourt. Construido por este célebre presidente del Tribunal de Cuentas, este palacio, debido a su situación, no había sido saqueado durante la Revolución. Si el viejo judío se había decidido, contra las leyes israelitas, a convertirse en propietario, como es de suponer, no dejaba de tener sus razones. El anciano, en el declive de la vida, al igual que todo el mundo, se hallaba dominado por una manía que lindaba con la locura. A pesar de ser tan avaro como su difunto amigo Gobseck[123], se había dejado llevar por la admiración de las obras de arte con las que trataba. Pero su gusto, cada vez más depurado, más exigente, se había convertido en una de estas pasiones que sólo los reyes pueden permitirse cuando son ricos y aman las artes. Semejante al segundo rey de Prusia, que sólo se entusiasmaba por un granadero cuando el individuo medía seis pies de altura, y que gastaba sumas fabulosas para poder incorporarlo a su museo viviente de granaderos, el chamarilero retirado sólo se apasionaba por telas irreprochables, que se hallaban en el mismo estado en que el maestro las había pintado, y de una calidad artística de primer orden. Y éste era el motivo de que Élie Magus no se dejara perder ni una sola de las grandes subastas, visitara todos los lugares de venta, y viajase por toda Europa. Esta alma consagrada al lucro, fría como el hielo, se entusiasmaba a la vista de una gran obra de arte, exactamente igual que un libertino, cansado de mujeres, se emociona al verse ante una muchacha de belleza perfecta, y se dedica a la búsqueda de bellezas sin defectos. Este Don Juan de las telas, este adorador del ideal, hallaba en esta admiración placeres superiores a los que proporciona al avaro la contemplación del oro. ¡Vivía en un serrallo de cuadros bellísimos!
Estas obras de arte, albergadas como deben serlo los hijos de los príncipes, ocupaban todo el primer piso de la mansión que Élie Magus había hecho restaurar, ¡y con qué esplendor! De las ventanas pendían como cortinajes los más bellos brocados de oro de Venecia. Cubrían el suelo las alfombras más suntuosas de la Savonnerie[124]. Los cuadros, en número de cien poco más o menos, habían sido enmarcados en los marcos más espléndidos, que habían sido dorados de nuevo con mucha habilidad por el único dorador de París que Élie encontraba concienzudo, Serváis, a quien el viejo judío enseñó a dorar con oro inglés, oro infinitamente mejor al de los batihojas franceses. Serváis es en el arte del dorador lo que era Thouvenin en el de la encuadernación[125], un artista enamorado de sus obras. Las ventanas de la casa estaban protegidas por postigos forrados de palastro. Élie Magus habitaba dos cuartos abuhardillados del segundo piso, pobremente amueblados, que contenían todos sus andrajos y que olían a judería, ya que terminaba su vida tal como había vivido.
La planta baja la ocupaban los cuadros que el judío seguía adquiriendo, y las cajas que llegaban del extranjero, y albergaba un inmenso taller en el que trabajaba casi exclusivamente para él Moret, el más hábil de nuestros restauradores de cuadros, uno de los que debería emplear el Museo. Allí se encontraban también las habitaciones de su hija, el fruto de su vejez, una judía, bella como lo son todas las judías cuando el tipo asiático reaparece puro y noble en ellas.
Noémi, custodiada por dos criadas fanáticas y judías, tenía por vanguardia a un judío polaco llamado Abramko, comprometido, por una serie de portentosos azares, en los acontecimientos de Polonia[126], y al que Élie Magus había salvado pensando en los servicios que podría prestarle. Abramko, portero de esta mansión muda, sombría y desierta, ocupaba una portería vigilada por tres perros de una notable ferocidad, el uno de Terranova, el otro de los Pirineos, y el tercero inglés y alano.
Veamos sobre qué sólidos principios se basaba la seguridad del judio, que viajaba sin ningún temor, dormía a pierna suelta, y no temía ningún atentado ni contra su hija, su primer tesoro, ni contra sus cuadros, ni contra su oro. Abramko recibía cada año doscientos francos más que el año precedente, y no debía recibir nada más a la muerte de Magus, quien le adiestraba a practicar la usura en el barrio. Abramko no abría jamás a nadie sin haber mirado antes por un ventanuco enrejado a toda prueba. Este portero, de una fuerza hercúlea, adoraba a Magus como Sancho Panza adora a Don Quijote. Los perros, encerrados durante el día, no podían comer nada; pero, al llegar la noche, Abramko los soltaba, y quedaban condenados, por el astuto cálculo del viejo judío, a permanecer, el uno en el jardín, al pie de un palo en lo alto del cual se había colgado un trozo de carne, el otro en el patio, al pie de otro palo parecido, y el tercero en el gran salón de la planta baja. Como se comprenderá, estos perros que ya por instinto vigilaban la casa, eran vigilados a su vez por el hambre; la más hermosa de las perras no les hubiera hecho abandonar su puesto al pie de aquella cucaña; no se apartaban de allí para olfatear nada, fuese lo que fuese. Si entraba un desconocido, los tres perros se imaginaban que el tal iba a quitarles la comida, la cual sólo se les bajaba por la mañana, cuando se despertaba Abramko. Esta argucia infernal tenía inmensas ventajas. Los perros no ladraban nunca, el genio de Magus los había criado salvajes, y eran astutos como mohicanos[127]. Y he aquí lo que sucedió. Un día unos malhechores, alentados por aquel silencio, creyeron, bastante a la ligera, poder limpiar la caja del judío. Uno de ellos, a quien tocó ser el primero en entrar, saltó la tapia del jardín y se dispuso a dejarse caer dentro; el alano le había dejado hacer, le había oído perfectamente; pero en el momento en que el pie del individuo estuvo al alcance de sus dientes, se lo cortó en redondo y se lo comió. El ladrón tuvo el valor de volver a subir la tapia y de andar sobre el hueso de la pierna hasta que se desplomó desvanecido en brazos de sus camaradas, que se lo llevaron. Este suceso —la Gaceta de los Tribunales[128], no dejó de narrar este curioso episodio de las noches parisienses— fue considerado como un bulo.
Magus, que tenía entonces setenta y cinco años, podía llegar a los cien. Siendo rico, vivía como vivían los Rémonencq. Tres mil francos, incluyendo las prodigalidades que tenía para con su hija, constituían todos sus gastos: