XXXI

Un hermoso ejemplo de continencia

—¡A su edá no irá usté a ambusar de una pobre mujer! —gritaba la Cibot, debatiéndose en los brazos de Schmucke.

—¡No cride ustet!

Usté, que es el mejor de los dos —respondía la Cibot—. ¡Ah! ¡Qué mal he hecho de hablar de amor a unos viejos que aún no saben lo que es una mujer! ¡Le he despertado el istinto, mostruo! —gritaba viendo los ojos de Schmucke, brillantes de cólera—. ¡Socorro, socorro! ¡Que me ratan!

¡Es ustet eine itiota! —respondió el alemán—. A fer, ¿gué ha ticho el toctor?

—¡Tratarme a mí de ese modo! —dijo la Cibot cuando volvió a verse en libertad—. A mí, que daría la vida por los dos… ¡Ay! ¡Qué verdá es que a los hombres sólo se les conoce tratándolos! ¡Qué gran verdá! ¡No me iba a tratar así mi probre Cibot! ¡Yo que les trato a los dos como a unos hijos! Porque como yo no tengo hijos, ayer mismo, sí, sí, ayer mismo, le decía a mi Cibot: «Oye, ¿sabes que Dios sabía muy bien lo que hacía al no querernos dar hijos? Porque ahora tengo dos hijos que cuidar…». Eso es, se lo juro por lo más sangrado, por mi madre que en gloria esté, que le decía todo eso…

¡Sí! Bero ¿gué ha ticho el toctor? —preguntó rabiosamente Schmucke, que, por primera vez en su vida, dio una patada en el suelo.

—Pues verá, me ha dicho —respondió la señora Cibot llevando a Schmucke al comedor—, me ha dicho que nuestro querido enfermo, que yo tanto quiero podría morirse si no se le cuidaba pero que muy bien… Pero aquí estoy yo para cuidarle, ampesar de todos los malos tratos de usté… porque cuidado que es usté bruto, yo que le creía tan pancífico… Eso lo lleva usté en la sangre, está visto… ¡Vaya!… Aún sería capaz a su edá de ambusar de una mujer, ¿eh, granuja?

—¿Granuja, yo? Bero ¿no gombrende ustet gue yo sólo guiero a Bons?

—¡Ah, menos mal! Entonces me dejará en paz, ¿verdá? —dijo sonriendo a Schmucke—. Pues hará usté bien, porque Cibot le rompería la crisma a quien quisiera antentar contra mi honra…

Güídele ustet pien, mi puena señora Cipod —siguió Schmucke, intentando coger la mano de la señora Cibot.

—¡Vaya, hombre! ¿Otra vez con ésas?

—Esgúcheme pien: dodo lo gue yo denga será bara ustet, si le salfamos…

—Bueno, voy al boticario a buscar lo que hace falta; porque, ¿sabe usté?, va a salir cara esta enfermedá, ¿sabe? Más o menos, ¿cuánto tiene usté?

—¡Yo drapajaré! Guiero gue Pons sea güidado gomo un bríncibe…

—Lo será, señor Schmucke, lo será; no se preocupe usté por nada; Cibot y yo tenemos como unos dos mil francos ahorrados, pues son para ustedes, ¡que no hace poco tiempo que tengo yo que añadir dinero del mío en esta casa!

¡Bopre mujer! —exclamó Schmucke, enjugándose los ojos—. ¡Gué puen gorazón!

—Séquese estas lágrimas que me honran, porque ésta es mi única rencompensa —dijo melodramáticamente la Cibot—. Yo soy la más desinteresada de todas las mujeres de la tierra; pero no me entre en el cuarto con lágrimas en los ojos, porque el señor Pons va a creerse que está más enfermo de lo que de verdá está…

Schmucke, conmovido por esta delicadeza, cogió por fin la mano de la Cibot, y la apretó entre las suyas.

—¡Por favor! —dijo la antigua ostrera, mirando a Pons emocionadamente.

Bons —dijo el buen alemán al entrar de nuevo en la habitación—, la señora Cipod es ein ángel, es ein ángel charladán, bero ein ángel…

—¿Tú crees? En este último mes me he vuelto desconfiado —respondió el enfermo sacudiendo la cabeza—. Después de todas mis desgracias, sólo creo en Dios y en ti.

Dú, gúrate, y fifiremos los dres gomo dres reyes… —exclamó Schmucke.

—¡Cibot! —gritó la portera sin aliento al volver a sus dominios—. ¡Oye, que ya somos ricos! Mis dos señores no tienen ningún heredero, ni hijos nanturales, ni nada, ea… Me iré a ver a la señora Fontaine para que me eche las cartas y sepamos lo que vamos a tener de renta…

—Mujer —respondió el sastrecillo—, no me vengas ahora con las cuentas de la lechera…

—¡Mira éste! ¡No te fastidia! —dijo dando una amistosa palmada a Cibot—. Yo sé lo que me hago. El señor Poulain ha desanunciado al señor Pons. Del resto me encargo yo. Tú ve cosiendo y vigila la portería, que no vas a estar mucho tiempo en el oficio… Nos vamos a retirar al campo, a Batignolles… Tendremos una casa preciosa, con un jardín bien majo, y tú te distraerás cultivándolo, y yo voy a tener una criada…

¿Qué, vesina? ¿Cómo van las coshash por arriba? —preguntó Rémonencq—. ¿Ya shabe ushted lo que vale la colecsión?

—No, entodavía no… No se puede ir tan aprisa, hombre… Yo he empezado por hacer que me dijeran cosas pero que mucho más importantes.

¿Másh importantesh? —exclamó Rémonencq—. ¿Qué puede sher másh importante que esho?

—¡Anda, chiquillo! Déjame a mí que lleve el tinmón de la barca —dijo la portera con autoridad.

—Puesh con el treinta por ciento de losh sien mil francosh, tendrían para vivir como sheñores el reshto de shu vida…

—No se me soliviante, Rémonencq, cuando haya que saber lo que valen todas esas cosas que tienen mis señores, ya hablaremos…