XXX

En el que la Cibot inicia su primer ataque

Un tropel de malas intenciones penetró en la inteligencia y en el corazón de esta portera, por la esclusa del interés abierta por las diabólicas palabras del chatarrero. La Cibot subió, o, para ser más exactos, voló, de la portería al piso de sus dos señores, y se dejó ver, con una máscara de afecto en el rostro, en el umbral de la habitación en la que gemían Pons y Schmucke. Al ver entrar a la asistenta, Schmucke le hizo señas de que no dijera nada de las verdaderas opiniones del doctor en presencia del enfermo; pues el amigo, el sublime alemán, había sabido interpretar también las miradas del doctor; y ella respondió con otro movimiento de cabeza, expresando un profundo dolor.

—Bueno, señor Pons, ¿cómo se encuentra usté? —dijo la Cibot.

La portera se puso en jarras a los pies de la cama, mirando fijamente y con aire afectuoso al enfermo, pero de sus ojos brotaba un centelleo dorado. Para un buen observador, hubiera sido algo tan terrible como la mirada del tigre.

—¡Ay, bastante mal! —respondió el pobre Pons—. No tengo nada de apetito. ¡Ay, qué mundo, qué mundo! —exclamó apretando la mano de Schmucke, quien se hallaba junto a la cabecera de la cama, sosteniendo la mano de Pons, y con quien sin duda el enfermo conversaba acerca de las causas de su enfermedad—. Mi buen Schmucke, ¡qué bien hubiera hecho de seguir tus consejos! ¡De seguir comiendo aquí todos los días, desde que empezamos a hacerlo! De renunciar a esta sociedad que me ha atropellado como un carro aplasta un huevo… ¿Y por qué?

—Vamos, vamos, señor Pons, no se preocupe usté tanto —dijo la Cibot—, el doctor me ha dicho la verdá…

Schmucke dio un tirón de la falda de la portera.

—Claro, puede usté salir de ésta, pero nencesita muchos cuidados… Tranquilícese, tiene usté a su lado a un buen amigo, y, modestia anparte, a una mujer que le cuidará como una mandre cuida a su primer hijo. Yo he hecho que Cibot sanliera de una enfermeda cuando el doctor Poulain ya lo daba todo por perdido, vaya, que lo había desanunciado, como se suele dencir, que lo daba por muerto… De modo que, usté, que no está en éstas ni muncho menos, gracias a Dios, aunque esté bastante enfermo, puede contar conmigo… Ya me las anreglaré yo sola; estése tranquilo, no se mueva tanto…

Y, volvió a subir el cobertor hasta cubrir al enfermo.

—No se preoncupe, hombre —dijo—, el señor Schmucke y yo pasaremos la noche aquí, en la cabecera de su cama… Estará mejor cuindado que un príncipe… Y, además, usté ya tiene dinero para no nengarse nada de lo que necesite… Que ya me he puesto de acuerdo con Cibot; porque el probre, que yo no sé qué haría sin mí… Pues le he podido convencer; y los dos les queremos tanto que ha consentido que pase la noche aquí… ¡Y que no es poco sacrificio para él! Porque me quiere igualito que el primer día… Yo no sé qué es lo que tiene… Debe ser la portería; los dos siempre allí, el uno al lado del otro… ¡Pero no se destape usté así! —dijo abalanzándose sobre la cama y volviendo a subir el cobertor hasta el pecho de Pons—. Si no es onbedicnie, si no hace todo lo que mande el señor Poulain, que ya sabe usté que es un santo, yo no quiero saber nada más de usté… Tiene que onbedecerme

Sí, señora Cipod, el opeteserá —dijo Schmucke—, borgue guiere fifir bara su amico Schmucke, se lo asecuro.

—Sobre todo no se impanciente, ¿eh? —dijo la Cibot—, porque encima de su enfermedá, sólo falta que no tenga panciencia. Mi querido señor Pons, Dios nos envía nuestros males para castigar nuestros pecados… ¿No tiene usté ningún pecadillo de que avergonzarse?, ¿eh?

El enfermo negó con la cabeza.

—¡Oh! ¡Vamos! ¿No ha tenido algún amor en su junventú? ¿No ha hecho sus escapaditas? ¿No ha dejado tal vez en algún lugar un fruto de sus amores, que hoy no tiene pan, ni techo, ni nombre…? ¡Mostruos, eso es lo que son los hombres! Un día todo es amor, y luego, ya está, no se vuelve a pensar en nada, ni tan sinquiera en lo que cuesta una nodriza… ¡Pobres mujeres!

—Pero… si a mí sólo me han querido Schmucke y mi pobre madre —dijo tristemente el pobre Pons.

—¡Vamos! ¡Que no es usté un santo!, ¿eh? Bien que ha sido joven y que debía ser buen mozo a los veinte años… Yo, con lo bueno que es usté, bien que le hubiera querido…

—¡Siempre he sido feo como un sapo! —dijo Pons ya desesperado.

—Bueno, eso lo dirá por modestia, porque eso sí que usté lo tiene, es muy modesto.

—No, mi querida señora Cibot, se lo repito, siempre he sido feo, nunca me ha querido nadie…

—¡Anda ése! —dijo la portera—. Ahora me quiere usté hacer creer, que, a su edad, está como una rosita de abril… ¡A otro perro con ese hueso! ¡Un múnsico! ¡Un hombre de treatro! Que no, que eso me lo dice una mujer y no la creo.

¡Señora Cipod! ¡Fa ustet a enojarle! —exclamó Schmucke, viendo que Pons se retorcía como un poseso en la cama.

—¡Y usté también se calla! ¡Los dos son dos viejos limbertinos! No hay excusas de que sean feos, nunca falta un roto para un descosido, como dice el poverbio… Cibot bien que se hizo querer por una de las ostreras más guapas de París, y ustedes valen muchísimo más que él… ¡Ya van buenos los dos, ya! ¡Vamos! ¿Que no se han ido nunca de jarana? ¡Dios les castiga por haber abandonao a sus hijos, como Abraham!

El enfermo, en su abatimiento, aún encontró fuerzas para hacer un gesto de negativa.

—¡Oh, no se preocupe por eso! ¡Si usté va a vivir más que Matusalén!

—¡Déjeme en paz de una vez! —gritó Pons—. ¡Yo jamás he sabido lo que era ser ainado! ¡No he tenido hijos, no tengo a nadie en el mundo!

—¿De veras? —preguntó la portera—. Pues, verá usté, como usté es tan bueno, y a las mujeres les gusta la bondá… me parecía imposible que en sus buenos tiempos…

—Llévatela —dijo Pons al oído de Schmucke—; me está sacando de quicio…

—Pero el señor Schmucke sí que ha tenido hijos, ¿verdá? Ustedes son todos iguales, los solterones…

¡Yo! —exclamó Schmucke irguiéndose—. Bero

—¡Vamos! ¿Usté también? ¿Tampoco tiene herederos? ¿Es que han nacido los dos de la tierra, igual que las setas…?

¡Señora, fenca! —respondió Schmucke.

El buen alemán cogió heroicamente a la señora Cibot por la cintura y la llevó al salón, sin hacer caso de sus gritos.