Iconografía de la especie chamarilero
Una vez instalado allí, en 1831, después de la revolución de Julio, Rémonencq empezó tratando en campanillas rotas, vajilla desportillada, chatarra, balanzas viejas, pesas antiguas rechazadas por la ley, y a las que sustituían las nuevas medidas, que, por cierto, el Estado tampoco ha adoptado del todo, ya que dejar circular monedas de uno y de dos sueldos que datan del reinado de Luis XVI[102]. Más tarde este auvernés, con la energía de cinco auverneses, compró baterías de cocina, marcos viejos, cobres antiguos, porcelanas desportilladas. Insensiblemente, a fuerza de llenarse y vaciarse, la tienda tomó un aire de farsa de Nicolet[103], y la naturaleza de los géneros fue mejorando. El chatarrero siguió este sistema prodigioso y seguro cuyos efectos se manifiestan a los ojos de los paseantes lo suficientemente filósofos para estudiar la progresión creciente de los valores que atesoran estas tiendas que denotan tanta inteligencia. A la hojalata, a los quinqués, a los restos de jarrones, suceden los marcos y los objetos de cobre. Luego vienen las porcelanas. Pronto, la tienda que había sido un gorrineo, se convierte en museo. Finalmente, un día, las polvorientas vidrieras se limpian, el interior se adecenta, el auvernés abandona su chaqueta de pana y se endosa una levita; parece ya un dragón guardando su tesoro; está rodeado de obras de arte, se ha convertido en un gran experto, ha decuplicado su capital, y ya no se deja engañar por nadie; conoce bien los trucos del oficio. Allí está el monstruo como una vieja en medio de veinte jóvenes que ofrece al público. Este hombre astuto y de poco seso, que sólo piensa en sus beneficios y que abusa de los ignorantes, se queda indiferente ante la belleza, ante los milagros del arte. Convertido en comediante, finge amar sus cuadros y sus marqueterías, o simula la pobreza o inventa precios de adquisición y ofrece enseñar facturas de venta. Es un proteo, es al mismo tiempo Jocrisse, Janot, un fantoche, o Mondor o Harpagón o un Bonifacio[104].
A partir del tercer año pudieron verse en casa de Rémonencq relojes de pared nada despreciables, armaduras, cuadros antiguos; y durante sus ausencias hacía vigilar la tienda por una mujeruca no poco fea, su hermana, que a petición suya había venido a pie desde su pueblo. La Rémonencq, especie de idiota de mirada vaga, que vestía como un ídolo japonés, no rebajaba ni un céntimo en los precios que ponía su hermano; además llevaba la casa y resolvía el problema, en apariencia insoluble, de vivir de la niebla del Sena. Rémonencq y su hermana se alimentaban de pan y de arenques, de desperdicios, de restos de legumbres que recogían de los montones de basura que los dueños de las fondas apilaban junto a sus guardacantones.
Para ellos dos, incluyendo el pan, sólo gastaban sesenta céntimos al día, y la Rémonencq se las ingeniaba para ganárselos cosiendo o hilando.
Estos comienzos del negocio de Rémonencq, que había venido a París para ser recadero, y que de 1825 a 1831 hacía recados para los anticuarios de la calle Beumarchais y los caldederos de la calle de Lappe, es la historia normal de muchos anticuarios. Los judíos, los normandos, los auverneses y los saboyanos, estas cuatro razas de hombres, poseen los mismos instintos, hacen fortuna por los mismos medios. No gastar nada, ganar márgenes muy pequeños, y acumular intereses y beneficios, tal es su programa. Y este programa es efectivo.
En aquellos momentos, Rémonencq, reconciliado con su antiguo patrono, Monistrol, trataba con importantes anticuarios, e iba a chalanear (ésta es la palabra técnica) por los arrabales de París, que, como ya es sabido, comprenden una zona de cuarenta leguas. Después de catorce años de práctica, era dueño de una fortuna de sesenta mil francos y de una tienda bien provista. Sin hacer grandes ganancias, en la calle de Normandía, en donde le retenía lo módico del alquiler, vendía su género a los anticuarios, contentándose con un pequeño beneficio. Todos sus negocios los trataba en la jerigonza de Auvernia, que llaman charabia. Aquel hombre acariciaba un proyecto: quería establecerse en los bulevares; quería convertirse en un rico anticuario, llegar a tratar directamente con los buenos compradores. En él había además un temible negociante. Tenía la cara recubierta por una especie de barniz polvoriento producido por las limaduras de hierro y pegado por el sudor, porque él mismo se lo hacía todo; lo cual hacía su expresión aún más impenetrable, sobre todo teniendo en cuenta que el hábito de las penalidades físicas le había dotado de la impasibilidad estoica de los veteranos soldados de 1799[105]. Físicamente, Rémonencq era un hombre bajo y flaco, cuyos ojillos, que recordaban a los de los cerdos, de color azul metálico, delataban la codicia concentrada, la astucia maliciosa de los judíos, sin su aparente humildad que oculta un profundo desprecio por los cristianos.
Las relaciones que había entre los Cibot y los Rémonencq eran las de un bienhechor con personas que les deben agradecimiento. La señora Cibot, convencida de la extremada pobreza de los auverneses, les vendía a precios increíblemente bajos las sobras de Schmucke y de Cibot. Los Rémonencq pagaban dos céntimos y medio por una libra de pan seco, un céntimo y medio por una escudilla de patatas, y así todo lo demás. El astuto Rémonencq daba a entender que nunca hacía negocios por su cuenta. Era siempre el representante de Monistrol, y decía que los anticuarios ricos le explotaban; de modo que los Cibot compadecían sinceramente a los Rémonencq. Desde hacía once años el auvernés llevaba la misma chaqueta de pana, el mismo pantalón de pana, el mismo chaleco de pana; pero estas tres prendas, tan características de los auverneses, estaban totalmente cubiertas de remiendos que Cibot había puesto gratis. Como se ve, no todos los judíos son de Israel.
—No me tome el pelo, Rémonencq —dijo la portera—. ¿Cómo es posible que el señor Pons tenga una fortuna así, y lleve la vida que lleva? ¡Si no tiene ni cien francos en su casa!
—Todosh losh colesionishtash shon igual —respondió sentenciosamente Rémonencq.
—¿Entonces, va de veras que cree que lo de mi señor vale unos sentecientos mil francos?
—Shí, y shólo con losh cuadrosh… Tiene uno que shi me pidieshe sincuenta mil francosh, yo she losh encontraría, aunque tuvieshe que ahorcarme para shacarlosh… ¿Shabe ushted losh marquitosh de cobre eshmaltado, con tersiopelo rojo, donde eshtán losh retratosh? Puesh shon eshmaltes de Petitot, y hay un sheñor minishtro, que había shido droguishta, que paga mil eshcudos por cada uno…
—¡Pues si hay treinta en los dos marcos! —dijo la portera, cuyos ojos se dilataron.
—Puesh ya vé el teshoro que tiene…
La señora Cibot, presa de vértigo, dio media vuelta. Inmediatamente concibió la idea de hacerse incluir en el testamento del pobre Pons, imitando a todas aquellas amas de llaves cuvos vintalicios habían provocado tantas envidias en el barrio del Marais. Se veía va habitando un pueblecillo de los alrededores de París, pavoneándose en una casa de campo en la que se cuidaba de su corral, de su jardín, y en la que terminaba sus días servida como una reina, igual que su pobre Cibot, que bien merecía tanta felicidad, como todos los ángeles olvidados, incomprendidos.
Por la reacción brusca y espontánea de la portera, Rémonencq tuvo la certidumbre de lograr sus propósitos. En el oficio de chalán (que así se llama también a los que van en busca de ocasiones, y de ahí el verbo chalanear, ir en busca de ocasiones y hacer buenos negocios aprovechándose de la ignorancia de los demás); en este oficio, la dificultad estriba en poder introducirse en las casas. Son inimaginables las argucias a lo Scapin, los trucos a lo Sganarelle y los halagos a lo Dorine[106] que inventan los chalanes para entrar en casa de los burgueses. Son comedias dignas del teatro y siempre basadas, como aquí, en la rapacidad de los criados. Los criados, sobre todo en el campo o en provincias, a cambio de treinta francos en plata o de ciertos objetos, hacen que se cierren tratos en los que el chalán realiza beneficios de mil a dos mil francos. Existen ciertos servicios de antiguo Sèvres, pasta tierna, cuya conquista, si se contara, demostraría que todas las argucias diplomáticas del Congreso de Munster[107], todo el ingenio desplegado en Nimega, en Utrecht, en Riswick, en Viena[108], no son nada al lado de la astucia de los chalanes, cuya comicidad es mucho más franca que la de los negociadores. Los chalanes se valen de recursos que arraigan tan profundamente en los abismos del interés personal como los que los embajadores buscan tan afanosamente para conseguir la ruptura de las alianzas más sólidas.
—Ya la he levantado de cashcosh —dijo el hermano a la hermana, al ver que volvía a sentarse en una silla despajada—. Ahora voy a conshultar con el único que entiende esho, nueshtro judío, un buen judío que shólo nosh cobra un interésh de quinse por shiento…
Rémonencq había visto claro en el corazón de la Cibot. En mujeres de este temple querer es obrar; no retroceden ante ningún medio para llegar al éxito, pasan en un instante de la honradez más escrupulosa a la mayor perversidad. La honradez, como todos nuestros sentimientos, dicho sea de paso, debería dividirse en dos honradeces: una honradez negativa y una honradez positiva. La honradez negativa sería la de las que son como Cibot, que son honradas mientras no se les presenta una ocasión de enriquecerse. La honradez positiva sería la que se ve asaltada por todos lados por las tentaciones sin sucumbir a ellas, como la de los empleados que cobran facturas.