El último golpe
Al cabo de un mes aproximadamente de la negativa del supuesto Werther, el pobre Pons, que se levantaba por primera vez de la cama, en la que se había visto postrado víctima de una fiebre nerviosa, se paseaba por los bulevares, tomando el sol, apoyado en el brazo de Schmucke. En el bulevar del Temple nadie se reía ya de los dos cascanueces, al ver el aspecto acabado del uno, y la conmovedora solicitud del otro por su amigo convaleciente. Cuando llegaron al bulevar Poissonnière, Pons había recuperado los colores al respirar esta atmósfera de los bulevares en donde el aire es tan vivificante; ya que, donde hormiguea la muchedumbre, el aire es tan vital que en Roma se ha observado la ausencia de mala aria en el infecto Ghetto, en el que pululan los judíos. Tal vez también el aspecto de lo que en otros tiempos se complacía en ver todos los días, el gran espectáculo de París, influía en el enfermo. Frente al teatro de las Variétés, Pons se apartó de Schmucke, ya que iban el uno al lado del otro; pero de vez en cuando Pons se separaba de su amigo para contemplar las novedades que habían expuesto recientemente en el escaparate de las tiendas. Y se encontró cara a cara con el conde Popinot, a quien saludó del modo más respetuoso, ya que el antiguo ministro era uno de los hombres a quienes Pons estimaba y veneraba más.
—Caballero —respondió severamente el par de Francia—, no comprendo que tenga usted tan poco tacto que se atreva a saludar a una persona emparentada con la familia a la que ha intentado usted sumir en la vergüenza y el ridículo, con una venganza como sólo los artistas saben inventarlas… Sepa usted, señor mío, que a partir de hoy debemos ser totalmente desconocidos el uno para el otro. La señora condesa Popinot comparte la indignación que su proceder con los señores de Marville ha inspirado a toda la sociedad.
El antiguo ministro se alejó dejando a Pons como fulminado. Jamás las pasiones, ni la justicia ni la política, jamás las grandes fuerzas sociales, atienden al estado de salud del ser al que condenan. El estadista, impulsado por el interés de familia de abrumar a Pons, no advirtió la debilidad física de aquel temible enemigo.
—¿Gué de basa, mi bopre amico? —exclamó Schmucke, poniéndose tan pálido como Pons.
—Acabo de recibir una nueva puñalada en el corazón —respondió el pobre hombre, apoyándose en el brazo de Schmucke—. Estoy por creer que sólo Dios tiene derecho a hacer el bien, y por eso todos los que se empeñan en imitarle son castigados con tanta severidad.
Este sarcasmo de artista fue un supremo esfuerzo del bondadoso anciano, que quería disipar el temor que se pintaba en el rostro de su amigo.
—Sí gue es fertat —respondió sencillamente Schmucke.
Esto era inexplicable para Pons, a quien ni los Camusot ni los Popinot habían enviado participaciones de la boda de Cécile. En el bulevar de los Italianos, Pons vio acercarse al señor Cardot. Pons, ya escarmentado por las palabras del par de Francia, se guardó mucho de detener a este personaje, en cuya casa, el año anterior, comía una vez cada quince días, y se contentó con saludarle; pero el alcalde de barrio, el diputado de París, dirigió a Pons una mirada de indignación, sin devolverle el saludo.
—Vete a saber lo que tienen todos contra mí —dijo el pobre hombre a Schmucke que conocía todos los detalles de la catástrofe ocurrida a Pons.
—Gapallero —dijo cortésmente Schmucke a Cardot—, mi amico Bons agapa de salir te eine envermetat, y sin tuta usdet no le ha regonocito.
—Le he reconocido inmediatamente.
—Endonces, ¿gué diene usdet gue rebrocharle?
—Tiene usted por amigo a un monstruo de ingratitud, a un hombre que, si vive todavía, es porque, como dice el proverbio, mala hierba nunca muere. La sociedad no se equivoca al desconfiar de los artistas, todos son malignos e hipócritas como alimañas. Su amigo ha intentado deshonrar a su propia familia, comprometiendo la reputación de Una joven para vengarse de una broma inocente; no quiero tener ni la menor relación con él; trataré de olvidar que le he conocido, que existe. Y estos sentimientos son los de todos los miembros de mi familia, de la suya, y de todas las personas que hacían al señor Pons el honor de recibirle en su casa…
—Bero, gapallero, usdet es ein hompre razonaple; bermídame gue le esbligue…
—Caballero, si así lo desea, siga usted siendo su amigo —replicó Cardot—; pero limítese a esto, ya que es mi deber prevenirle que mi reprobación alcanzará también a los que intenten defenderle y justificarle.
—¿Jusdivigarle?
—Sí, puesto que su proceder es tan injustificable como incalificable.
Y después de haber soltado esta frase, el diputado del Sena siguió su camino sin querer escuchar ni una silaba más.
—Ya tengo contra mí a los dos poderes del Estado —dijo sonriendo el pobre Pons cuando Schmucke hubo terminado de repetirle aquellas crueles imprecaciones.
—Dodo esdá gontra nosodros —replicó dolorosamente Schmucke—, fámonos te aguí, así no engondraremos más salfajes.
Era la primera vez de su vida, verdaderamente ovina, que Schmucke profería palabras semejantes. Jamás nada había turbado su mansedumbre casi divina, y hubiese sonreído ingenuamente a todas las desgracias que hubieran caído sobre él; pero ver maltratar a su sublime Pons, aquel Arístides desconocido, aquel genio resignado, aquella alma sin hiel, aquel tesoro de bondad, todo corazón… En aquellos momentos sentía la cólera de Alcestes, y llamaba salvajes a los anfitriones de Pons… En aquel carácter tan apacible, aquel impulso equivalía a todos los furores de Rolando. Guiado por una prudente precaución, Schmucke hizo que Pons se desviara por el bulevar del Temple; y Pons se dejó conducir, ya que el enfermo se hallaba en aquella situación de los luchadores que ya no cuentan los golpes; pero el azar quiso que nadie dejara de ensañarse con el pobre músico; el alud que se desplomaba sobre él debía contenerlo todo: la Cámara de los Pares, la Cámara de los Diputados, la familia, los extraños, los fuertes, los débiles, los inocentes…
En el bulevar Poissonière, al volver a su casa, Pons vio acercarse a la hija de aquel mismo señor Cardot, una joven que había conocido las suficientes desdichas como para ser indulgente. Culpable de un desliz que se había mantenido en secreto, se había convertido en la esclava de su marido. La señora Berthier era la única de las señoras de las casas en las que comía a la que Pons llamaba por su nombre de pila: «Félicie», y a veces tenía la impresión de que ella le comprendía. Aquella dulce criatura pareció contrariada de encontrar al primo Pons; pues a pesar de la ausencia de todo parentesco con la familia de la segunda esposa de su primo Camusot padre, se le trataba de primo; pero, no pudiéndolo esquivar, Félicie Berthier se detuvo ante el moribundo.
—Yo no creía que fuese usted malo, primo, pero sólo con que sea verdad la cuarta parte de lo que he oído decir de usted, tendré que reconocer que es usted un hombre de una gran hipocresía… ¡Oh! ¡No intente justificarse! —añadió vivamente, viendo que Pons iba a hacer un gesto—; por dos razones: la primera porque no tengo derecho a acusar, juzgar ni condenar a nadie, puesto que sé por experiencia propia que los que parecen tener toda la culpa, tienen también motivos que les excusan; la segunda, porque sus razones no servirían para nada. El señor Berthier, que ha firmado el contrato de boda de la señorita de Marville y del vizconde Popinot, está tan enojado con usted, que si se enterara que le he dicho una sola palabra, que he hablado con usted por última vez, me reprendería. Todo el mundo está contra usted.
—Bien lo veo, señora —respondió con voz emocionada el pobre músico, saludando respetuosamente a la esposa del notario.
Y reemprendió penosamente el camino hacia la calle de Normandía, apoyándose en el brazo de Schmucke con una fuerza que delataba al anciano alemán una debilidad física valerosamente combatida. Aquel tercer encuentro fue como el veredicto pronunciado por el cordero que reposa a los pies de Dios; la cólera de aquel ángel de los pobres, el símbolo de los pueblos, es la última palabra del cielo. Los dos amigos llegaron a su casa sin haber cambiado ni una palabra.
En ciertas circunstancias de la vida, únicamente se puede sentir cerca un amigo; el consuelo de la palabra encona la herida, revela su profundidad. El viejo pianista poseía, como ya se ve, el genio de la amistad, la delicadeza de los que, por haber sufrido mucho, conocen las costumbres del sufrimiento.
Aquel paseo debía ser el último del pobre Pons. El enfermo pasó de un mal a otro. De temperamento sanguíneobilioso, la bilis pasó a la sangre, y cayó víctima de una violenta hepatitis. Como estas dos enfermedades sucesivas habían sido las únicas de su vida no conocía a ningún médico; y movida por un sentimiento en principio irreprochable, incluso maternal la compasiva y fiel Cibot llamó al médico del barrio.