Acerca de un abanico
El orgulloso silencio de Pons, refugiado en el monte Aventino de la calle de Normandía, forzosamente había llamado la atención de la presidenta, quien, al verse libre de su parásito, no se atormentaba mucho por ello; pensaba, al igual que su encantadora hija, que el primo había comprendido la broma de su pequeña Lilí; pero las cosas eran distintas para el presidente. El presidente Camusot de Marville, un hombrecillo gordo a quien sus ascensos en la magistratura habían convertido en una persona envarada, admiraba a Cicerón, prefería la Ópera Cómica a los Italianos, comparaba a unos actores con otros, y seguía en todo el parecer de la mayoría; repetía como suyos todos los artículos del diario ministerial, y, al opinar, parafraseaba las ideas del consejero por cuya boca hablaba siempre. Este magistrado, ya bien conocido por los principales rasgos de su carácter, obligado por su posición a tomarlo todo en serio, concedía sobre todo una gran importancia a los vínculos familiares. Como la mayor parte de los maridos totalmente dominados por sus mujeres, en las nimiedades el presidente presumía de una independencia que su mujer respetaba. Si durante un mes el presidente se contentó con las excusas triviales que la presidenta le daba acerca de la desaparición de Pons, terminó por encontrar extraño que el viejo músico, después de cuarenta años de amistad, no volviera por su casa, precisamente después de haberles hecho un regalo tan considerable como el abanico de Madame de Pompadour. Aquel abanico, que el conde Popinot calificó de obra maestra, valió a la presidenta en las Tullerías en donde aquella maravilla pasó de mano en mano, cumplidos que halagaron extraordinariamente su amor propio; se comentó la belleza de las diez varillas de marfil, cada una de las cuales tenía esculturas de una delicadeza nunca vista. Una dama rusa (los rusos se creen siempre en Rusia), en casa del conde Popinot, ofreció seis mil francos a la presidenta por aquel prodigioso abanico, sonriendo al verlo en tales manos, porque era, preciso es reconocerlo, un abanico de duquesa.
—No puede negarse que nuestro pobre primo —dijo Cécile a su padre al día siguiente de esta oferta— entiende de veras en estas chucherías…
—¡Chucherías! —exclamó el presidente—. Pues el gobierno va a pagar trescientos mil francos por la colección del difunto señor consejero Dusommerard, y a pagar, a medias con la ciudad de París, cerca de un millón para comprar y restaurar el palacio de Cluny para albergar chucherías como ésta… Estas chucherías, mi querida hija, son a menudo los únicos testimonios que nos quedan de civilizaciones desaparecidas. Un jarrón etrusco, un collar, que a veces valen el uno cuarenta, el otro cincuenta mil francos, son chucherías que nos revelan la perfección de las artes en los tiempos del sitio de Troya, demostrándonos que los etruscos eran troyanos que se habían refugiado en Italia.
Así solían ser las burlas del achaparrado presidente, que, con su mujer y su hija, procedía con una ironía no demasiado ágil.
—El conjunto de los conocimientos que exigen estas chucherías, Cécile —siguió diciendo—, es una ciencia que se llama arqueología. La arqueología comprende la arquitectura, la escultura, la pintura, la orfebrería, la cerámica, la ebanistería, arte modersísimo; los encajes, los tapices, en fin, todas las creaciones de la artesanía.
—¿Así que el primo Pons es un sabio? —dijo Cécile.
—¡A propósito! ¿Por qué no le vemos más a menudo? —preguntó el presidente, con el aire de un hombre que acusa de pronto una conmoción producida por mil observaciones olvidadas, cuyo conjunto súbitamente hace blanco, para usar una expresión típica de los cazadores.
—Se habrá amoscado por alguna tontería —respondió la presidenta—. Quizá yo no he sabido apreciar debidamente lo que significaba el regalo de este abanico. Ya sabes que soy bastante ignorante…
—¿Tú? Una de las mejores alumnas de Servin —exclamó el presidente—… ¿Tú no conocías a Watteau?
—Yo conocía a David, a Gérard, a Gros y a Girodet, y a Guérin, y al señor de Forbin y al señor Turpin de Crissé[83]…
—¡Pues hubieras debido…!
—¿Qué es lo que hubiese debido? —preguntó la presidenta contemplando a su marido con un aire de reina de Saba.
—Saber quién es Watteau, querida, está muy de moda —respondió el presidente con una humildad que denotaba hasta qué punto estaba supeditado a su mujer por lo que le debía.
Esta conversación tuvo lugar pocos días antes del estreno de La Novia del Diablo, en el que toda la orquesta quedó impresionada por el aspecto enfermizo de Pons. Y los que estaban acostumbrados a ver a Pons sentado a su mesa, y a tomarle por recadero, empezaban a hacerse preguntas, y en el círculo de amistades que frecuentaba el pobre hombre empezó a cundir una inquietud tan evidente, que incluso una serie de personas la notaron desde su butaca del teatro. A pesar de que, en sus paseos, Pons evitaba cuidadosamente a sus antiguas amistades cuando tropezaba con alguna de ellas, un día se encontró frente a frente con el ex ministro, el conde Popinot, en la tienda de Monistrol, uno de los más ilustres y audaces cambalacheros del nuevo bulevar Beaumarchais, de quien meses atrás Pons había hablado a la presidenta, y cuyo entusiasmo socarrón hace encarecer de día en día las antigüedades, que, según dicen ellos, abundan tan poco que ya no se encuentran.
—Mi querido Pons, ¿cómo es que no le hemos vuelto a ver? Le echamos mucho de menos, y la señora Popinot no sabe qué pensar de esta deserción.
—Señor conde —respondió el infeliz—, en casa de uno de mis parientes me han dado a entender que a mi edad ya se está de más en la sociedad. Hasta ahora nunca me habían recibido con demasiadas consideraciones, pero al menos todavía no se me había insultado. Yo nunca he pedido nada a nadie —dijo con el orgullo artista—. A cambio de algunas atenciones, yo solía ser útil a los que me acogían. Pero parece ser que me equivocaba, y que se me consideraba sujeto a todas las obligaciones, a todo género de servidumbres, a cambio del honor que me hacían invitándome a comer mis amigos, mis parientes… Pues bien, ya he presentado mi dimisión de gorrón. En mi casa encuentro todos los días lo que ninguna mesa me ha ofrecido aún: un verdadero amigo.
Estas palabras, impregnadas de la amargura que el anciano artista tenía aún la facultad de expresar con sus gestos y con su acento, impresionaron hasta tal punto al par de Francia, que llevó aparte al digno músico.
—Veamos, mi buen amigo, ¿qué le ha ocurrido? ¿No puede usted confiarme lo que le ha herido de este modo? Permítame hacerle observar que en mi casa espero que haya encontrado siempre todas las consideraciones…
—Usted es la única excepción que hago —dijo el pobre hombre—. Además, usted es un gran señor, un hombre de Estado, y sus preocupaciones lo excusarían todo, en caso de que fuera necesario.
Pons, ante la habilidad diplomática que Popinot había adquirido manejando hombres y negocios, terminó por contar sus infortunios en casa del presidente de Marville. Popinot se tomó tanto interés por el asunto, que apenas llegar a su casa habló de ello con la señora Popinot, una mujer excelente y muy digna, que, en la primera ocasión en que se encontró con la presidenta le transmitió sus quejas. Por su parte el ex ministro ya había hablado con el presidente a este respecto, y de este modo en casa de los Camusot de Marville hubo una explicación en familia. A pesar de que Camusot no fuera precisamente quien mandara en su casa, sus amonestaciones eran demasiado fundadas de hecho y de derecho, para que su mujer y su hija no las reconociesen como justificadas; ambas se humillaron y cargaron la culpa a los criados, y éstos, una vez convocados y reprendidos, no obtuvieron el perdón hasta que lo hubieron confesado todo, lo cual demostró al presidente la razón que asistía al primo Pons para quedarse en su casa. Como todos los hombres que están dominados por sus mujeres, el presidente desplegó toda su majestad marital y judiciaria, declarando a sus criados que serían despedidos y que perderían así todos los beneficios que sus largos años de servicio podrían haberles valido, si, a partir de entonces, su primo Pons y todos los que le hacían el honor de acudir a su casa, no eran tratados como él mismo. Esta frase hizo sonreír a Madeleine.
—Os diré más —dijo el presidente—, sólo tenéis una posibilidad de salvaros, y es la de desarmar a mi primo presentándole vuestras excusas. Id a decirle que el que sigáis en esta casa depende exclusivamente de él, ya que, si él no os perdona, os despido a todos.