Una de las mil vejaciones que tiene que sufrir un gorrón
Una vez hubo salido Madeleine, la presidenta miró al primo Pons con esta falsa amabilidad que en una alma delicada produce el mismo efecto que vinagre y leche mezclados en la lengua de un goloso.
—Querido primo, la comida está preparada, pero tendrá usted que comer sin nosotras, porque mi marido acaba de escribirme desde la audiencia, avisándome de que volveremos a tratar del proyecto de boda con el consejero, y tenemos que ir a comer con él… Entre nosotros no hay por que gastar cumplidos. Haga como si estuviera usted en su casa; ya ve lo franca que soy con usted, no le oculto ningún secreto… No querrá usted estropearle la boda a este ángel mío, ¿verdad?
—¡Oh, no, no! Al contrario, yo quisiera encontrarle un marido; pero en los ambientes que frecuento…
—Sí, no es probable —interrumpió insolentemente la presidenta—. De modo que se queda ¿no? Cécile le hará compañía mientras me visto.
—¡Oh! Pero también puedo ir a comer en otro sitio —dijo el pobre hombre.
Aunque cruelmente afectado por el modo con que la presidenta le reprochaba su indigencia, aún le asustaba más la perspectiva de quedarse a solas con los criados.
—¿Por qué? La comida ya está preparada, la aprovecharían los criados.
Al oír esta horrible frase, Pons se levantó como alcanzado por la descarga de una pila galvánica, saludó fríamente a su prima y fue a recoger su spencer. La puerta de la alcoba de Cécile que daba al saloncillo estaba entreabierta, de modo que, al mirarse en el espejo que tenía delante, Pons vio a la joven desternillándose de risa y hablando con su madre con muchos movimientos de cabeza y muecas que revelaban alguna indigna burla a costa del viejo artista. Pons descendió lentamente por la escalera, conteniendo las lágrimas: se veía expulsado de aquella casa sin saber por qué.
«Ya soy demasiado viejo —se decía— y a la gente le horroriza la vejez y la pobreza, dos cosas feas. No volveré a ir a un sitio sin que me inviten.»
¡Heroica frase…!
La puerta de la cocina, situada en la planta baja, enfrente de la portería, solía estar abierta, como ocurre en las casas ocupadas por los propietarios, y cuya puerta cochera está siempre cerrada; Pons pudo, pues, oír las risas de la cocinera y del ayuda de cámara, a quienes Madeleine estaba contando la jugada que habían hecho a Pons, pues no se imaginaba que el infeliz saliera de allí tan pronto. El ayuda de cámara aprobaba calurosamente la broma de la que había sido víctima un habitual de la casa que, como él decía, no daba jamás ni un céntimo de propina.
—Sí, sí, pero si se amosca y no vuelve más —observaba la cocinera— siempre serán tres francos que habremos perdido el día de Año Nuevo…
—¡Bah! ¿Cómo quieres que se entere? —dijo el ayuda de cámara, respondiendo a la cocinera.
—¡Bah! —siguió diciendo Madeleine—. Que tarde más o menos en dejar de venir por aquí, ¿a nosotros qué? Fastidia tanto a los dueños de las casas en las que come que terminarán por echarle de todas partes.
En ese momento el anciano músico gritó asomándose a la portería:
—¡La puerta, por favor!
Este grito doloroso fue acogido con un profundo silencio en la cocina.
—Estaba escuchando —dijo el ayuda de cámara.
—Bueno, pior para él, o mejor, no sé —replicó Madeleine—. Para lo que le queda de vida…
El pobre hombre, que no había perdido ni una sílaba de la conversación que sostenían en la cocina, oyó también esta última frase. Volvió a su casa, por los bulevares, en el estado en que podría encontrarse una anciana después de luchar desesperadamente con unos asesinos. Hablaba solo mientras andaba con una rapidez convulsiva, pues su honor sangrante le empujaba como una paja llevada por la furia del viento. Por fin se encontró en el bulevar del Temple, a las cinco, sin saber cómo había llegado hasta allí; pero, cosa inaudita, no sentía el menor apetito.
Ahora, para comprender la revolución que el regreso de Pons a esta hora iba a producir en su casa, es necesario dar las explicaciones prometidas acerca de la señora Cibot.