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Una hija casadera

—¡Qué linda es mi pequeña Lilí! —dijo la presidenta, empleando este diminutivo infantil que antes se usaba para el nombre de Cécile.

—¡Encantadora! —respondió el anciano músico, haciendo girar los pulgares.

—No comprendo nada del tiempo en que vivimos —siguió la presidenta—. ¿De qué sirve pues tener por padre a, un presidente del tribunal real de París y comendador de la Legión de Honor, por abuelo a un diputado millonario, futuro par de Francia, el más rico de los sederos mayoristas?

La fidelidad del presidente a la nueva dinastía le había valido recientemente el cordón de comendador, distinción atribuida por algunos envidiosos a la amistad que le unía con Popinot. Este ministro, como hemos visto, a pesar de su modestia, se había dejado hacer conde. «Es por mi hijo», decía a sus numerosos amigos.

—Hoy en día sólo se busca el dinero —respondió el primo Pons—, no se presta atención más que a los ricos, y…

—¿Qué ocurriría, pues —exclamó la presidenta—, si el Cielo no me hubiese arrebatado a mi pobre Cariños?

—¡Oh! Con dos hijos sería usted pobre —dijo el primo—. Es la consecuencia de repartir los bienes por igual. Pero tranquilícese, mi bella prima, Cécile terminará por hacer una buena boda. Yo no he visto en ninguna parte una joven con tantas cualidades.

Hasta este punto se había rebajado Pons en casa de sus anfitriones; repetía sus ideas y se las comentaba llanamente, a la manera del coro del teatro antiguo. No osaba entregarse a la originalidad que distingue a los artistas, y que en su juventud, en él, abundaba en rasgos de talento, pero que la costumbre de eclipsarse había llegado casi a hacer desaparecer, y que rechazaba cuando volvía a presentarse, como hacía un momento.

—Pero yo me casé con sólo veinte mil francos de dote…

—¿En 1819? —dijo Pons interrumpiéndola—. Pero entonces era usted una de las mujeres de más posición, una joven protegida por el rey Luis XVIII.

—Pero mi hija es un verdadero ángel, tiene muchísimo talento; es toda corazón, aporta cien mil francos al matrimonio, sin contar con las esperanzas de mucho más… y no hay modo de casarla…

La señora de Marville habló de su hija y de ella misma durante veinte minutos, entregándose a estas lamentaciones características de las madres que tienen a su cargo hijas casaderas. Hacía veinte años que el anciano músico comía en casa de su único primo Camusot, y al pobre hombre jamás se le había hecho la menor pregunta sobre su posición, sobre su vida, sobre su salud. Además Pons era en todas partes una especie de sumidero de confidencias domésticas, ya que ofrecía las mayores garantías por su discreción conocida y necesaria, puesto que una sola palabra indiscreta hubiera significado que se le cerrara la puerta de diez casas; su papel de oyente requería, pues, una constante aprobación; sonreía a tocio, no acusaba ni defendía a nadie; para él todo el mundo tenía razón. Y de este modo dejó de contar como hombre, no era más que un estómago. En esta larga tirada, la presidenta, no sin ciertas precauciones, confesó a su primo que estaba dispuesta a aceptar casi ciegamente los partidos que se presentasen a su hija. Llegó incluso a considerar como una buena oferta, la que podría hacer un hombre de cuarenta y ocho años, con tal de que tuviera veinte mil francos de renta.

—Cécile ya tiene veintitrés años, y si por desgracia llegara a los veinticinco o los veintiséis, sería extraordinariamente difícil casarla. En estos casos la gente se pregunta por qué una joven se ha quedado soltera durante tanto tiempo. Entre nuestras amistades ya se habla demasiado de este asunto. Ya hemos agotado las excusas más corrientes: «Es demasiado joven», «Quiere demasiado a sus padres para dejarles», «Es feliz en su casa», «Es difícil de contentar, quiere un apellido ilustre»… Nos estamos poniendo en ridículo, me doy perfectamente cuenta. Además, Cécile está cansada de esperar, esta situación hace sufrir a mi pobre hija…

—Pero ¿por qué? —preguntó absurdamente Pons.

—Pues porque se siente humillada al ver que todas sus amigas se casan antes que ella —replicó la madre en un tono destemplado de vieja aya.

—Mi querida prima, ¿qué es lo que ha cambiado desde la última vez que tuve el placer de comer aquí, para que piensen en personas de cuarenta y ocho años? —preguntó humildemente el pobre músico.

—Ha ocurrido —replicó la presidenta— que debíamos tener una entrevista con un consejero del tribunal, cuyo hijo tiene treinta años, cuya fortuna es considerable, y para quien el señor de Marville hubiese obtenido, mediante dinero, un puesto de refrendario en el Tribunal de Cuentas. El joven ya era supernumerario. Y acaban de decirnos que este joven ha cometido la locura de marcharse a Italia detrás de una duquesa del baile Mabille[57]… Es un modo discreto de darnos una negativa. No quieren darnos un joven cuya madre ha muerto, y que disfruta ya de treinta mil francos de renta, y que espera la fortuna de su padre. De modo que debe usted perdonar nuestro mal humor, querido primo: ha llegado usted en plena crisis.

En el momento en que Pons buscaba una de estas respuestas de cumplido que siempre se le ocurrían demasiado tarde cuando se hallaba en casa de anfitriones a los que tenía miedo, entró Madeleine y entregó a la presidenta una pequeña nota, esperando la contestación.

La nota decía lo siguiente:

Querida mamá, si dijéramos que este papelito lo envía mi padre desde el Palacio de Justicia y que tedice que vayamos a comer con él en casa de un amigo para volver a hablar de la cuestión de mi boda, el primo se iría, y nosotras podríamos hacer lo que habíamos pensado en casa de los Popinot.

—¿Quién te ha entregado esto? —preguntó vivamente la presidenta.

—Un empleado del Palacio de Justicia —respondió desvergonzadamente la flaca Madeleine.

Con esta respuesta la vieja doncella indicaba a su ama que había sido ella quien había urdido la mentira, de acuerdo con la impaciente Cécile.

—Dile que mi hija y yo estaremos allí a las cinco y media.