Los dos cascanueces[33]
En 1835 el azar vengó a Pons de la indiferencia del bello sexo, y le concedió lo que vulgarmente se llama «un báculo para la vejez». Este viejo de nacimiento encontró en la amistad un apoyo para su vida, contrajo el único matrimonio que la sociedad le permitía hacer, y se casó con un hombre, un anciano músico como él. De no existir la divina fábula de La Fontaine, este esbozo hubiese tenido por título Los dos amigos[34]. Pero ¿acaso eso no hubiera sido un crimen literario, una profanación ante la cual todo verdadero escritor retrocederá? La obra maestra de nuestro fabulista, que contiene toda la confianza de su alma y todos sus sueños, debe poseer el eterno privilegio de este título. Esta página, en cuyo frontón[35] el poeta ha grabado estas tres palabras, LOS DOS AMIGOS, es una de esas propiedades sagradas, un templo en el que cada generación entrará respetuosamente, y que el universo visitará mientras exista la tipografía.
El amigo de Pons era un profesor de piano cuya vida y costumbres armonizaban tan bien con las suyas, que él decía que había sido una lástima que se hubiesen conocido tan tarde; pues su amistad, iniciada en un reparto de premios en un pensionado, sólo databa de 1834. Tal vez nunca se habían encontrado dos almas tan parecidas en medio del océano humano que tuvo su origen en el paraíso terrenal, contra la voluntad de Dios. Los dos músicos, al cabo de poco tiempo, se habían hecho indispensables el uno para el otro. La confianza fue recíproca, y a los ocho días eran ya como dos hermanos. En resumen, Schmucke ya no creía que existiese un Pons, del mismo modo que Pons no pensaba que existiera un Schmucke. Esto bastaría para describir a estas dos excelentes personas, pero no todas las inteligencias gustan de la brevedad de la síntesis. Una pequeña demostración es necesaria para los incrédulos.
Este pianista, como todos los pianistas, era alemán, alemán como el gran Liszt y el gran Mendelssohn, alemán como Steibelt, alemán como Mozart y Dusseck, alemán como Meyer, alemán como Doelher, alemán como Thalberg, como Dreschok, como Hiller, como Léopold Mayer, como Crammer, como Zimmerman y Kalkbrenner, como Herz, Woëtz, Karr, Wolff, Pixis, Clara Wieck, y, en resumen, como todos los demás alemanes[36]. Aunque gran compositor, Schmucke no podía hacer otra cosa que enseñar, ya que su carácter carecía de la audacia necesaria al hombre de genio para manifestarse en música. La ingenuidad de muchos alemanes no dura siempre, sino que hay un momento en que termina; la que les queda a cierta edad, procede, como el agua que se saca de un canal, del manantial de su juventud, y la utilizan para fertilizar sus éxitos en todos los terrenos, en el de la ciencia, en el del arte o en el del dinero, negándose a la desconfianza. En Francia, algunas personas avisadas substituyen esta ingenuidad de alemán por la necedad del tendero parisiense. Pero Schmucke había conservado toda su ingenuidad de niño, como Pons había conservado en su atuendo las reliquias del Imperio, sin llegar a sospecharlo. Este auténtico y noble alemán era al mismo tiempo el espectáculo y los espectadores, y se hacía música para él mismo. Vivía en París como un ruiseñor vive en su bosque, y allí cantaba, único ejemplar de su especie, desde hacía veinte años, hasta el momento en el que encontró en Pons una alma gemela. (Véase: Una hija de Eva)[37].
Pons y Schmucke tenían en abundancia, tanto el uno como el otro, en el corazón y en el carácter, esos rasgos de sentimentalismo aniñado que distinguen a los alemanes: como la pasión por las flores, como la adoración de los efectos naturales que les lleva a plantar en sus jardines botellas enormes para ver en pequeño el paisaje que tienen en grande ante los ojos; como esa predisposición a investigar que lleva a los sabios alemanes a recorrer cien leguas para encontrar una verdad que les contempla sonriendo, sentada en el brocal del pozo, bajo el jazmín del patio de su casa; en fin, como esa necesidad de dotar de un sentido psíquico a las cosas más insignificantes de la creación, y que produce las obras inexplicables de Jean Paul Richter[38], los delirios impresos de Hoffmann, y las barandillas en folio que Alemania pone alrededor de las cuestiones más sencillas, ahondadas a modo de un abismo, en el fondo del cual siempre hay un alemán. Católicos los dos, iban juntos a misa, cumplían sus deberes religiosos como niños que nunca tienen nada que decir a sus confesores. Creían firmemente que la música, el lenguaje celestial, era a las ideas y sentimientos, lo que las ideas y sentimientos son a las palabras, y tenían interminables conversaciones sobre este sistema, respondiéndose el uno al otro con orgías de música para demostrarse a sí mismos sus propias convicciones, como hacen los enamorados. Schmucke era tan distraído como Pons era atento. Si Pons era coleccionista, Schmucke era soñador; éste estudiaba las bellezas morales, como el otro atesoraba las bellezas materiales. Pons veía y compraba una taza de porcelana en el tiempo que Schmucke invertía en sonarse, pensando en algún motivo de Rossini, de Bellini, de Beethoven, de Mozart, buscando en el mundo de los sentimientos dónde podía encontrarse el origen o la réplica de aquella frase musical. Schmucke, cuyas economías eran administradas por la distracción, Pons, pródigo por pasión, llegaban al mismo resultado: ni una moneda en la bolsa, en la noche de San Silvestre de cada año.
Sin esta amistad Pons quizá hubiese sucumbido a sus pesares; pero, desde que tuvo un corazón en el que descargar el suyo, la vida se le hizo soportable. La primera vez que confió sus penas a Schmucke, el buen alemán le aconsejó que viviese como él, de pan y queso, en su casa, en vez de ir a mendigar comidas que le hacían pagar tan caras. Pero ¡ay!, Pons no se atrevió a confesar a Schmucke que en él el corazón y el estómago eran enemigos irreconciliables, que su estómago sólo aceptaba lo que hacía sufrir al corazón, y que necesitaba a toda costa una buena comida que paladear, como un conquistador necesita una amante con la que… retozar. Con el tiempo, Schmucke terminó por comprender a Pons, ya que era demasiado alemán para tener la rapidez de observación de la que gozan los franceses, y ello sólo le hizo querer aún más al pobre Pons. Nada robustece tanto la amistad como que, de dos amigos, el uno se crea superior al otro. Un ángel no hubiese tenido nada que decir viendo a Schmucke frotándose las manos en el momento en que descubrió en su amigo la intensidad con que le dominaba la gula. En efecto, a la mañana siguiente el buen alemán completó el desayuno con golosinas que él mismo fue a comprar, y cuidó de que ningún día faltaran a su amigo; porque, desde que habían unido sus vidas, todos los días se desayunaban juntos en casa.
Ignoraría cómo es París quien imaginase que los dos amigos escaparon a las burlas de los parisienses, que jamás han respetado nada. Schmucke y Pons, uniendo sus riquezas y sus miserias, tuvieron la ahorrativa idea de vivir juntos, y pagaban a partes iguales el alquiler de un piso muy desigualmente compartido, situado en una tranquila casa de la tranquila calle de Normandía, en el Marais[39]. Como solían salir juntos y a menudo paseaban por los mismos bulevares el uno al lado del otro, los ociosos del barrio les habían apodado los dos cascanueces. Este apodo dispensa ya de trazar aquí el retrato de Schmucke, que era lo que la nodriza de Niobe, la famosa estatua del Vaticano, a la Venus de la Tribuna[40].
La señora Cibot, la portera de esa casa, era el pivote sobre el que giraba la vida doméstica de los dos cascanueces; pero desempeña un papel tan importante en el drama que deshizo esta doble existencia, que es mejor reservar su retrato para el momento que entre en escena.
Lo que resta por decir acerca de los rasgos morales de estos dos seres es precisamente lo más difícil de hacer comprender al noventa y nueve por ciento de los lectores en este cuadragésimo séptimo año del siglo XIX, probablemente a causa del prodigioso desarrollo financiero producido por el establecimiento de los ferrocarriles. No es gran cosa, y sin embargo es mucho. En efecto, se trata de dar una idea de la extraordinaria delicadeza de estos dos corazones. Tomemos una imagen de los ferrocarriles, aunque sólo sea para resarcirnos de lo que nos hacen pagar. Hoy en día, los trenes, al correr sobre los raíles, trituran imperceptibles granos de arena. Introducid este grano de arena, invisible para los viajeros, en sus riñones, y sentirán los dolores de la más terrible de las enfermedades, el mal de piedra; muchos mueren de esto. Pues bien, lo que para nuestra sociedad, lanzada por su vía metálica con una velocidad de locomotora, es el grano de arena invisible por el que no se preocupa lo más mínimo, ese grano, incesantemente arrojado entre las fibras de estos dos seres y a cada instante, les causaba una especie de mal de piedra en el corazón. Excesivamente sensibles a los dolores ajenos, ambos lloraban ante su impotencia; y, por lo que se refiere a sus propias sensaciones, eran de una delicadeza de sensibilidad que lindaba con lo enfermizo. La vejez, los continuos espectáculos del drama parisiense, nada había endurecido aquellas dos almas tiernas, infantiles y puras. Cuanto más vivían, más intensos eran sus sufrimientos íntimos. ¡Ay! Esto es lo que les ocurre a las naturalezas castas, a los pensadores serenos y a los verdaderos poetas que no han caído en ningún exceso.
Desde que los dos ancianos vivían juntos, sus ocupaciones, bastante parecidas, habían tomado el ritmo fraternal que caracteriza en París a los caballos de los simones. Se levantaban alrededor de las siete de la mañana, tanto en verano como en invierno, y después de desayunar iban a dar sus clase en los pensionados, en los que substituían el uno al otro cuando era necesario. Hacia los doce, Pons iba a su teatro, cuando un ensayo reclamaba su presencia, y dedicaba todos sus momentos libres a pasear. Luego, al caer la tarde, los dos amigos volvían a encontrarse en el teatro, en el que Pons había logrado colocar a Schmucke; he aquí cómo: