IV

Donde se ve que a veces una buena acción no tiene recompensa

En aquel tiempo, los hombres más apuestos de Francia andaban a sablazos con los hombres más apuestos de la coalición[27]; la fealdad de Pons se llamó, pues, originalidad, de acuerdo con la gran ley promulgada por Molière en los famosos versos de Eliante[28]. Cuando había prestado algún servicio a alguna bella, a veces se oía llamar un hombre encantador, pero su felicidad nunca fue más lejos de esta expresión.

En este período, que duró aproximadamente seis años, de 1810 a 1816, Pons contrajo la funesta costumbre de comer bien, de ver cómo las personas que le invitaban no reparaban en gastos, se procuraban las primicias del tiempo, descorchaban sus mejores vinos, elegían con cuidado el postre, el café, los licores, y le daban el mejor trato posible, el trato habitual durante el Imperio, cuando en muchas casas se imitaba el esplendor de los reyes, de las reinas, de los príncipes de los que rebosaba París. Entonces se jugaba mucho a la realeza, como hoy se juega a la Cámara[29] creando una multitud de sociedades con presidentes, vicepresidentes y secretarios; sociedad linera, vinícola, sericícola, agrícola, de la industria, etc. ¡Hasta se ha llegado a buscar las lacras sociales para constituir en sociedad a sus remediadores! Un estómago que recibe una educación como ésa influye necesariamente sobre la moral y la corrompe, debido a la alta sapiencia culinaria que adquiere. La Voluptuosidad, agazapada en todos los recovecos del corazón, impone su ley, abre brecha en la voluntad y en el honor, exige a toda costa su satisfacción. Nunca se han descrito las exigencias del paladar, ya que escapan a la crítica literaria por la necesidad de vivir; pero nadie se imagina la cantidad de personas a quienes la mesa ha arruinado. La mesa, en París, es, desde este punto de vista, un émulo de la cortesana; además, proporciona lo que ésta se encarga de disipar. Cuando, de invitado perpetuo, Pons, debido a su decadencia como artista, degeneró en parásito, le fue imposible pasar de estas mesas tan bien surtidas al caldo espartano de un restaurante de dos francos. ¡Ay! Se estremecía al pensar que su independencia representaba sacrificios tan grandes, y se sentía capaz de las mayores bajezas para continuar viviendo bien, saboreando todas las primicias del tiempo, en resumen, para banquetearse (palabra popular, pero expresiva) con platos selectos. Pájaro merodeador, que levantaba el vuelo una vez lleno el buche, limitándose a expresar su gratitud con unos gorjeos, Pons, además, experimentaba un cierto placer por el hecho de vivir bien a costa de una sociedad que, a cambio, sólo le pedía buenas palabras. Acostumbrado —como todos los solteros que sienten horror por quedarse en casa, y que viven en las de los otros— a esas fórmulas, a esas zalamerías sociales que, entre gente de buena educación, reemplazan a los sentimientos, utilizaba los cumplidos a modo de calderilla; y con las personas se contentaba con las etiquetas, sin aspirar a introducir una mano curiosa dentro del saco, para ver lo que contenía.

Esta fase, bastante soportable, duró diez años más; ¡pero qué años! Aquél fue el lluvioso otoño de su vida. Durante todo este tiempo Pons comió a costa ajena haciéndose necesario en todas las casas que frecuentaba. Iniciaba un camino fatal aceptando multitud de recados, reemplazando a los porteros y a los criados en tantas y tantas ocasiones. Se le encargaban no pocas compras, y se convirtió en el espía honrado e inocente que una familia tenía en el seno de la otra; pero no se le tenía ningún agradecimiento por tantas molestias como se tomaba, y por tantas bajezas.

—Pons es soltero —decían—, tiene mucho tiempo libre, es feliz haciéndonos recados… Si no, ¿qué iba a hacer?

Pronto se manifestó ese frío que los viejos esparcen a su alrededor. Ese cierzo se propaga, influye en la temperatura moral, sobre todo cuando el viejo es feo y pobre. ¿No es esto ser tres veces viejo? Era el invierno de la vida, el invierno de la nariz enrojecida, el rostro macilento, los dedos entumecidos de frío.

De 1836 a 1843 Pons fue invitado muy pocas veces. Ya no se reclamaba la presencia del parásito, sino que cada familia la aceptaba como se acepta un impuesto; ya no se le tenía nada en cuenta, ni siquiera los servicios reales que prestaba. Las familias en cuyo seno el pobre hombre seguía luciendo sus habilidades, carecían de todo respeto por el arte, sólo adoraban los resultados, no daban valor más que a lo que habían conquistado a partir de 1830: fortunas o posiciones sociales eminentes[30]. Ahora bien, como Pons, ni en su vida no dejaba de haber circunstancias atenuantes. En efecto, el hombre sólo existe por una satisfacción, sea la que sea. Un hombre sin pasiones, el justo perfecto, es un monstruo, un semiángel que aún no tiene las alas. Los ángeles sólo tienen rostro en la mitología católica. En esta tierra, el justo es el aburrido Grandisson[31], para quien incluso las venus callejeras debían carecer de sexo. Ahora bien, exceptuando las escasas y vulgares aventuras de su viaje por Italia, donde sin duda el clima fue el motivo de sus éxitos, Pons no había visto jamás que las mujeres le sonriesen. Son muchos los hombres que tienen este destino fatal. Pons era un monstruo nato; sus padres le habían engendrado en la vejez, y él llevaba los estigmas de este nacimiento extemporáneo en su tez cadavérica, que se parecía a los tarros de alcohol en los que la ciencia conserva ciertos fetos extraordinarios. Este artista, dotado de una alma tierna, soñadora, delicada, obligado a aceptar el carácter que le imponía su aspecto físico, desesperó de que alguien llegara a amarle. El celibato, pues, fue para él más que un gusto, una necesidad. La gula, el pecado de los monjes virtuosos, le tendió los brazos; y en ellos se precipitó, como se había lanzado a la adoración de las obras de arte y a su culto por la música. La buena comida y las antigüedades fueron para él los sucedáneos de una mujer; porque la música era su carrera, su estado natural, ¡y a ver cuál es el hombre que ama el estado en el que vive! A la larga, una profesión es como un matrimonio; sólo se notan los inconvenientes.

Brillat-Savarin[32] ha justificado por las convenciones consagradas los gustos de los gastrónomos. Pero quizá no ha insistido lo suficiente en el placer real que el hombre experimenta en la mesa. La digestión, al emplear las energías humanas, constituye un combate interior que, en los gastrólatras, equivale a los más intensos goces del amor. Se siente un despliegue tan vasto de la capacidad vital que el cerebro se anula en beneficio del segundo cerebro, situado en el diafragma, y la embriaguez se produce por la misma inercia de todas las facultades. Las boas que acaban de tragarse un toro, están tan ebrias que se dejan matar. Rebasados los cuarenta años, ¿que hombre se atreve a trabajar después de comer? Por eso, todos los grandes hombres han sido sobrios. Los convalecientes de una enfermedad grave, a quienes sólo se dan porciones tan mezquinas de alimentos escogidos, a menudo han podido advertir esa especie de embriaguez gástrica que causa una simple ala de pollo. El buen Pons, la totalidad de cuyos placeres estaba concentrada en las operaciones del estómago, se encontraba siempre en la situación de estos convalecientes: esperaba de la buena mesa todas las sensaciones que puede proporcionar, y hasta entonces las había obtenido todos los días. Nadie se atreve a decir adiós a una costumbre. Muchos suicidas se han detenido en el umbral de la muerte ante el recuerdo del café al que van todas las noches para jugar su partida de dominó.