Una indumentaria como se ven pocas
Este hombre, tan poco dotado por la naturaleza, vestía como suelen vestir los pobres distinguidos a quienes los ricos tratan bastante a menudo de imitar. Llevaba unos zapatos ocultos por unos botines para cuya confección se había tomado por modelo los de la guardia imperial, y que sin duda le permitían usar los mismos calcetines durante bastante tiempo. Su pantalón de paño negro tenía reflejos rojizos, y en los pliegues, rayas blancas o lustrosas, que, no menos que la hechura, delataban una fecha de adquisición e hacía unos tres años. La holgura de esta ropa apenas disimulaba una delgadez debida más a la constitución física que a un régimen pitagórico[7]; ya que aquel pobre hombre, que poseía una boca sensual de labios carnosos, mostraba al sonreír una blanca dentadura digna de un tiburón. El chaleco, también de paño negro, dejaba ver otro chaleco blanco, y bajo éste asomaba en tercera línea el borde de una almilla de punto de color rojo, trayendo a la memoria los cinco chalecos de Garat[8]. Una enorme corbata de muselina blanca, cuyo pretencioso nudo había sido elegido por un galán para conquistar a las beldades de 1809, sobresalía tanto de la barbilla, que la cara parecía sumergirse en él como en un abismo. Un cordón de seda trenzada, imitando cabello, cruzaba la camisa, y protegía el reloj de un improbable robo. El frac verdoso, de una notable pulcritud, contaba unos tres años más que el pantalón; pero el cuello de terciopelo negro y los botones de metal blanco, recientemente renovados, demostraban un esmero doméstico llevado hasta los más ínfimos detalles.
Esa manera de sostener el sombrero en el occipucio, el triple chaleco, la inmensa corbata en la que se sumergía la barbilla, los botines, los botones de metal sobre el traje verdoso, todos estos vestigios de las modas imperiales, armonizaban con los anticuados perfumes de la coquetería de los incroyables[9] con un no sé qué de envarado en los pliegues, de correcto y de seco en el conjunto, que olía a la escuela de David, que recordaba los frágiles muebles de Jacob[10]. Además, a primera vista se reconocía en él a un hombre de familia distinguida, víctima de algún vicio secreto, o a alguno de estos pequeños rentistas que tienen todos los gastos tan estrictamente limitados por la escasez de sus ingresos, que un vidrio roto, un desgarrón en la ropa o la peste filantrópica de una colecta suprimen sus pequeños placeres durante un mes. Si el lector se hubiera encontrado allí, se hubiese preguntado por qué la sonrisa animaba aquel rostro grotesco cuya expresión habitual debía ser triste y fría, como la de todos los que luchan oscuramente para atender a las necesidades más primarias de la existencia. Pero al advertir la precaución maternal con la que aquel singular anciano llevaba en su mano derecha un objeto evidentemente muy valioso, bajo los dos faldones izquierdos de su doble frac, para protegerlo de choques imprevistos, y sobre todo al verle con ese aire atareado que adoptan los ociosos a quienes se hace un encargo, cualquiera hubiera sospechado de él que había encontrado algo equivalente a un perrillo faldero de una marquesa, y que iba a llevarlo triunfalmente, con la solícita galantería de un hombre-Imperio, a la encantadora dama de sesenta años que aún no sabía renunciar a la cotidiana visita de su asiduo. París es la única ciudad del mundo en donde pueden verse espectáculos semejantes, que hacen de sus bulevares un continuo teatro en el que los franceses representan gratuitamente por amor al arte.