Epílogo

El director no deseaba cobrarle aprecio al hombre que llegó aquel miércoles por la mañana a las diez en punto. Para empezar, llegaba con toda una hora de retraso. Lo cual es una falta de respeto, siendo el primer día en tu nuevo trabajo.

Pero más importante aún: era el sustituto de Steve Tanner y el director había apreciado a Tanner. Seguía apreciándolo, incluso después de lo sucedido. Era incapaz de comprender qué había llevado a Tanner a hacer lo que había hecho. ¿Cómo puede uno arrojar toda su carrera por la borda por una mujer? No se trataba solo del hecho de que fuese una mujer (aunque, para ser sinceros, el director tendía a verse arrastrado en la otra dirección por Eros), pero, cuestiones de sexo al margen, ¿por qué iba Tanner a dimitir en pleno año lectivo para subirse a un avión, literalmente sin un solo día de advertencia, para enviar un correo misterioso al aterrizar revelando la existencia de una amante en Chile y la necesidad de «seguir su corazón»? Era una impetuosidad, cuando no una locura; algo completamente impropio del Tanner que el director había conocido.

Y ahora, aquí estaba el nuevo maestro, el sustituto, sentado al otro lado del escritorio del director, en su amplio despacho con vistas a la bien cuidada pista de atletismo y, más allá, los edificios de piedra gris que albergaban las aulas y el colegio mayor.

El nuevo profesor era mayor de lo que el director había esperado. Pelo oscuro, una panza ligeramente prominente, ojos somnolientos, cojera. Una nariz rota en el pasado, ligeramente desviada. No desagradable a la vista. Pero sus cartas de presentación, las deslumbrantes referencias que había recibido de colegas y superiores, habían llevado al director a esperar a otro tipo de persona. Alguien más joven, quizá. Más vibrante.

No importaba. Siempre y cuando el tipo fuese capaz de manejar una clase de octavo poblada por veinte pubescentes, y siempre y cuando pudiera incorporarse de inmediato, en mitad del curso, tendría que servirle. Su repentina disponibilidad (francamente extraordinaria en aquellas fechas) significaba que el director podría ahorrarse problemas. No habría padres ofuscados exigiendo saber por qué un profesor había abandonado en pleno curso un internado privado tan caro. El hecho de que su sustituto resultara estar especializado en Ética y Religión (precisamente la asignatura que había dado Tanner) era extraordinariamente afortunado. No es que uno fuera a desearle jamás un desastre a los demás, pero aquel horrendo incendio que había tenido lugar en el internado de Vermont, en el que tantos habían perecido (jóvenes y ancianos), había tenido al menos un efecto positivo. El nuevo profesor no se encontraba en la residencia cuando tuvo lugar el siniestro y de esta manera había quedado libre justo en el momento en el que Tanner decidió desaparecer. Tan propicia había sido la cadena de circunstancias, que era como si el propio Dios la hubiera estado controlando, asegurándose de que todo salía a la perfección…

… pero no, aquella era una idea impía. Dios no provoca incendios y Dios no cubre vacantes en internados.

Aun así.

Había sido una suerte. Tanta suerte que el director había dado el poco acostumbrado paso de contratar al profesor sin pensárselo dos veces, sin haberlo visto en persona, basándose únicamente en las referencias escritas. De modo que se sintió secretamente satisfecho cuando el individuo que se presentó en su despacho demostró ser aceptable: blanco, anglosajón, probablemente incluso cristiano.

—Siento haber llegado tarde —dijo el nuevo profesor—. Es realmente imperdonable. Llegar tarde el primer día a un nuevo trabajo.

—Sí —convino el director, sobresaltándose ligeramente al ver que el hombre prácticamente le había leído el pensamiento—. Pero supongo que si no está familiarizado con la zona, nuestras carreteras pueden ser bastante liosas.

El nuevo profesor inclinó la cabeza.

—Bueno —prosiguió el director—. No pasa nada. Su primera clase no comienza hasta después del almuerzo. Todavía tengo tiempo para enseñarle las instalaciones.

—Me gustaría.

El director estudió al hombre. Desprendía algo particular, una plácida afabilidad. Probablemente se manejaría bien con los niños. El director se tenía por un buen juez de la personalidad y se congratuló por ello. Aquel hombre parecía tener una cualidad amable, algo genuino, algo que te llevaba a confiar en él.

—Creo que encajará bien aquí —dijo el director.

—Gracias. Eso espero.

—Y si las cosas salen bien —añadió el director, sintiéndose repentinamente comunicativo y generoso—, podremos hablar de ampliar su contrato al año que viene.

El hombre sonrió.

—Me gustaría. Esta escuela me da muy buenas sensaciones.

—¿No tiene otros planes, entonces? —preguntó el director—. ¿Ningún deseo de buscar pastos más verdes?

—Oh, no —dijo el hombre—. Si a usted le parece bien, podría quedarme aquí una larga temporada.

El director se dio cuenta de que quizá se había extralimitado. Prácticamente le acababa de ofrecer un empleo a aquel hombre sin haberle visto enseñar siquiera. Con más cautela, dijo:

—Bueno, veamos qué tal va todo este primer par de meses. Ya podremos hablar de su futuro más adelante.

—Me parece muy bien —dijo el hombre—. No tengo ninguna prisa. —Sonrió y añadió—: Tengo todo el tiempo del mundo.