La veo en la playa, sentada con las piernas cruzadas encima de una roca que sobresale sobre el agua, no muy lejos de la cabaña. No estaba allí cuando entré. Ha estado esperándome en algún lugar cercano. O quizá es que acaba de llegar.
Me balanceo sobre las muletas y desciendo la pendiente hasta llegar a la playa. Los topes de goma se hunden entre la arena pedregosa. Cuando llego a la roca sobre la que está sentada Amanda, apoyo las muletas sobre la piedra y me encaramo hasta llegar junto a ella. La roca está húmeda, fría y cubierta de musgo. Nos sentamos uno junto al otro, contemplando el estrecho de Puget. Amanda no se vuelve hacia mí. No reconoce mi presencia.
—Amanda —digo—. ¿Quién era el hombre de la silla?
—Ah, ¿él? —responde ella con una despreocupación que me horroriza. Sigue sin volverse hacia mí—. Un hombre débil. Un cliente. Nunca era capaz de pagar todo lo que debía.
—¿Él era Jim Thane?
—Sí —dice Amanda.
—¿Y la mujer con la que vivía yo? ¿La mujer que era mi esposa?
—Libby —dice Amanda en tono mortecino.
—Pero no se llamaba Libby.
—No —ratifica ella—. Trabajaba para ti. Prometiste ayudar a su hija… si hacía un buen trabajo.
—¿Un buen trabajo?
—Si era capaz de convencerte.
—No hizo demasiado bien su trabajo —digo.
—No —conviene Amanda—. Las esposas son siempre lo más complicado. El amor es muy difícil de fingir.
—¿Y esos hombres que vivían en la casa de enfrente?
—Prescindibles. Estaban allí para vigilarte. Para protegerte. Para asegurarse de que el plan discurría debidamente.
Amanda se vuelve hacia mí y sonríe. Sus dientes son pequeños guijarros blancos, tal como los recuerdo. Hay algo muy ajeno en los dientes torcidos. Algo no americano.
En ruso, Amanda dice:
—¿Sabes cuántas veces te he explicado esto ya?
En ruso, respondo:
—¿Cuántas?
—Oh —dice ella. Y clava la mirada en el horizonte, y sus labios se mueven ligeramente, como si estuviera contando en silencio. Después renuncia, se encoge de hombros y dice—: Demasiadas.
Continuamos en el idioma que, hasta hace apenas un momento, ni siquiera sabía que fuera capaz de hablar.
—Dímelo de todos modos —digo—. El hombre del aeropuerto, Gordon Kramer…
—No era Gordon Kramer. Existe un Gordon Kramer. Un amigo de Jimmy Thane. Pero el hombre del aeropuerto solo era…
—Prescindible.
—Sí —corrobora Amanda.
Y después, creyendo quizá que necesito una explicación más elaborada, dice:
—Te encantaban las historias de Jimmy Thane. Creo que más que las de cualquier otro. Eran las que más te gustaba escuchar. Te tenían fascinado. Que fuese tan débil, un desastre de hombre. Te atraía esa idea. La de un drogadicto intentando darle la vuelta a su vida… al tiempo que intenta rescatar una empresa. Te pareció muy… poético.
—¿Poético?
—Siempre has sido una persona exquisita y sensible.
—Sí —asiento.
—A lo mejor ese es el problema. Tu auténtica naturaleza se impone. El verdadero Jimmy Thane… habría aceptado la vida que le diste. Habría aceptado el dinero y habría aceptado la esposa. No habría hecho preguntas. Pero tú… eres demasiado decente de corazón, ¿no lo ves? A pesar del tratamiento de Liago, tu verdadera naturaleza se impone. Eres demasiado inteligente. Demasiado bueno. No puedes limitarte a simplemente vivir, a ser estúpido, feliz.
—Oh, no sé yo —digo—. A lo mejor esa es la manera en la que se habría comportado Jimmy Thane. Quería cambiar. Quería ser una persona mejor.
—Me pregunto —dice ella— si el que quería mejorar era Jimmy Thane o si eras tú.
La cojo de la mano.
—Katerina, ¿quién soy?
—Ya sabes quién eres. ¿Por qué me obligas siempre a decir el nombre?
Silencio. Contemplamos el océano. La niebla se acumula en una estrecha banda sobre el horizonte. Más allá, acechando entre el oleaje, se percibe una masa oscura de tierra: la Columbia Británica. El sol queda detrás de nosotros y noto cómo me va calentando el cuello, la espalda; hace que el agua resplandezca con una iridiscencia perlada. El mundo es un lugar hermoso, pienso. Ojalá los hombres no lo mancillaran con el pecado.
—¿Y Cole? —digo—. ¿El chiquillo?
—Sí, los niños —dice Katerina, con algo parecido a la tristeza—. Son lo peor para ti. Siempre te encargas personalmente. Ahora lo recuerdas, ¿verdad?
—Sí.
—Nunca les pides a otros hombres que carguen con semejantes crímenes. La hija de Charles Adams. El chiquillo de Jimmy Thane. Terrible. Pero lo haces.
—Soy un monstruo.
—Sí —dice Katerina, como si tal cosa—. Pero no quieres seguir siéndolo. Y eso es lo que importa. Quieres ser perdonado. Quieres expiar tus pecados. Puede hacerse. Él nos lo promete. Está escrito que cualquiera puede ser perdonado. Cualquiera puede renacer. Cualquiera puede volver a empezar.
—¿Incluso yo?
Los recuerdos regresan.
En una oleada, como si un dique acabara de abrirse en lo más profundo de mi alma y el agua fría y gris hubiera regresado arrollando. Ahora puedo verlas, todas las cosas que ha hecho Ghol Gedrosian. Puedo recordarlas.
Ha violado a mujeres delante de sus maridos y sus hijos y después ha matado a esos hijos para enseñarles una lección a los padres.
Ha arrebatado ojos y dedos, creando grotesquerías de carne y hueso.
Ha oído a individuos chillar como niños mientras los despedazaba para obligarles a hablar.
Ha penetrado en tranquilas casas suburbanas en mitad de la noche y ha sacado a niños dormidos de sus camas para ahogarlos en bañeras llenas de agua mientras sus padres dormían.
Ahora puedo oír los gritos. Puedo sentir esos dedos frenéticos agarrándose a los míos, las manos de los chiquillos y chiquillas mientras intentan respirar.
Sus actos son repugnantes. Malévolos. No hay otra palabra para las cosas que ha hecho.
Para las cosas que he hecho.
Y sin embargo, en mi corazón sé que no tenía elección. Era lo que se requería de mí. Las circunstancias me lo exigían. Circunstancias de nacimiento, de contingencia, de azar. Quién era. Dónde había nacido. En quién me convertí. Ninguna de estas cosas fue fruto de la libre elección.
Es fácil vivir sin pecado en un monasterio en las montañas o en un suburbio norteamericano con valla de madera blanca y dos coches en el garaje. Cualquiera podría hacerlo. Nadie debería congratularse por llevar esa vida inmaculada.
Es más complicado vivir sin pecar en Chechenia, nacer en una guerra que arrastra a los niños a matar a sus padres y a los maridos a matar a sus mujeres.
—Por favor, perdóname —digo, para nadie en particular.
—¿Te gustaría volver a intentarlo? —pregunta Katerina tiernamente. Ladea la cabeza y me mira a los ojos—. No tienes por qué, ¿sabes? Tienes otra opción. Siempre tienes otra opción. Puedes seguir siendo quien eres. Podemos marcharnos a algún sitio juntos. A algún lugar lejano, donde tus enemigos no puedan encontrarnos. Tenemos dinero. Podemos viajar hasta el otro extremo del mundo y vivir en una isla y pasear por la playa y hacer el amor todo el día y seguir juntos hasta que muramos.
—Suena maravilloso —reconozco. Me lo pienso—. Pero…
—Lo sé —dice ella—. Siempre recordarías.
—No puedo vivir así. Siendo esta persona. Necesito perdón. Necesito renacer.
—Lo sé.
—¿Saldrá bien esta vez?
Katerina se encoge de hombros.
—Puede. Ya veremos. Pase lo que pase, estaré contigo. Porque te quiero.
—Yo también te quiero.
Me coge de la mano y la sostiene entre la suya mientras contemplamos la niebla arder sobre el océano y el nacimiento de un nuevo día.