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Es una pequeña cabaña en una remota isla cerca de Orcas.

No hay carretera que conduzca hasta ella ni manera de alcanzarla desde la propia Orcas, ninguna manera de llegar desde el lugar en el que se quedan los turistas; ni desde el ferry ni desde los Bed and Breakfasts, ni desde los balnearios ni las galerías de arte. Tengo que alquilar una barca para que me lleve hasta allí. Es un pequeño esquife con un motor fueraborda, y el capitán es un anciano con la piel quemada y un melanoma con la forma del estado de California en la nariz.

De camino, mientras seguimos el contorno de Isla Orcas, me explica que también organiza expediciones de pesca y que si estoy interesado podré encontrarle en el muelle en el que nos hemos conocido. Está allí todos los días. Le digo que es posible que me anime, pero no hoy. Ha sido un largo viaje de una punta a otra del país y hace mucho que no duermo.

El capitán asiente. Sigue chachareando sobre asuntos relacionados con la pesca; la mejor hora del día para encontrar fletán y pargo, la mejor hora para encontrarle a él en el muelle y cómo, si busco el momento adecuado, incluso podría tener el esquife para mí solo sin tener que pagar por una excursión privada.

Rodeamos una ensenada y un poco más adelante vemos casas gigantes levantadas junto al agua, con amplias extensiones de césped que desciende hasta tocar el océano. El capitán guarda silencio y una nube le oscurece el ceño. Explica que muchos ejecutivos de software viven en esta parte de la isla. Él suele llevarles y traerles de la ciudad. La mayoría ni siquiera saben manejar una barca. ¿No es una locura —pregunta— tener una casa en una isla y no saber manejar una barca?

que es una locura, corroboro.

—¿Usted trabaja en software? —pregunta el capitán.

—Solía hacerlo.

El capitán gruñe para dar a entender que tal cosa no le complace. Pero para entonces hemos dejado atrás la ensenada, el motor sigue pedorreando y vemos un cartel metálico en una playa de guijarros que indica la dirección que le leí al capitán cuando me subí al esquife. En un promontorio sobre las rocas el capitán ve la cabaña, y cuando se da cuenta de lo pequeña y vieja que es, lo mal conservada y cercana al derrumbe que se encuentra, vuelve a mostrarse amigable. No soy diferente a él. No como esos niños pera del software.

—Nunca había llegado tan lejos —reconoce—. Ni siquiera sabía que existiera esa casa.

—Yo mismo vengo muy pocas veces —le digo.

Le pago sesenta dólares, veinte más de lo que habíamos acordado, y le digo que se guarde el cambio.

—Gracias —dice él—. ¿Necesita ayuda para llegar hasta arriba?

Mira de reojo mis muletas y después la rocosa pendiente que voy a tener que ascender para llegar hasta la cabaña.

—Estoy bien —digo—. Voy tan ciego de anfetas que no siento nada.

—¡Ja! —se ríe el capitán.

Minutos más tarde, se aleja en su esquife y yo me quedo a solas en una playa pedregosa en mitad del estrecho de Puget. El aire es frío y huele a sal, y cuando las gotas se condensan en mis mejillas, escuecen como lágrimas.

Al menos la cabaña tiene electricidad. Un cable negro desciende formando un arco desde un poste cercano. Asciendo la colina cojeando. Los topes de goma de mis muletas se entierran entre los guijarros, aplastando conchas. La puerta se abre sin llave.

Le doy al interruptor. El interior de la cabaña parece una cámara de ejecuciones. Las ventanas están cubiertas con mantas de lana, negras y burdas, pegadas con cinta para impedir el paso de la luz del sol. En medio de la habitación hay una silla de madera. Una cámara de vídeo montada sobre un trípode apunta hacia la silla. Atado a la silla hay un cadáver.

La mayor parte de la piel de su cara ha desaparecido, y los parches que quedan parecen cuero viejo, amarillento y quebradizo, tensado sobre un cráneo que me observa burlón. El hombre de la silla está inmovilizado con cinta aislante negra alrededor de las muñecas y los tobillos. Lleva un traje de ejecutivo. Sus cuencas oculares están huecas. Me observa ciegamente, sonriendo.

Al otro lado del cuarto hay una mesa y una pequeña pila de metal. Cierro la puerta de la cabaña y me dirijo a la pila. Encima del grifo hay un viejo espejo metálico. Intento evitar verme la cara. Justo debajo del espejo hay una balda de madera sobre la que descansa una navaja de afeitar. En la pila hay un montoncito de pelo. Castaño oscuro desdibujándose hacia el gris. Mi color.

Regreso cojeando hasta la mesa. Hay un sobre, una vieja máquina de escribir y un portátil cerrado. Un Post-it pegado a la tapa del ordenador indica: «Pon el vídeo».

Abro el portátil, despertándolo de su sueño electrónico. En el centro del escritorio hay un archivo de vídeo llamado PONME.

En vez de obedecer, saco el móvil. Solo hay una barra en el indicador de señal. Marco un número. Responde una mujer desconocida —una mujer cuya voz no reconozco— y le pido que me pase con Darryl Gaspar. La mujer no pregunta quién soy ni el motivo de mi llamada. Simplemente dice «un momento, por favor» y a continuación oigo un timbrazo y mi viejo compañero Darryl responde con voz de muy colocado:

—¿Eyeyeh?

—Darryl, soy yo. Jim Thane.

Su voz se convierte en un susurro.

—¿Jim? —dice con rapidez—. ¿Dónde está? Hay cien policías buscándole. ¿Qué está pasando?

—Necesito tu ayuda. ¿Puedes prepararme una demo? ¿Una demo de P-Scan?

—¿Quiere una demo de nuestro programa? ¿Ahora?

—Tendrá que ser mediante conexión a escritorio remoto. ¿Puedes preparármelo?

—Claro… pero…

—Sin preguntas, Darryl.

—Vale, de acuerdo —dice él—. ¿Sabe cómo utilizar la CER?

—Más o menos.

—Apunte esto.

Saco un bolígrafo. Me dicta cuatro números, una dirección de internet. La anoto en el Post-it amarillo.

—Puede loguearse a través de esa IP —dice—. ¿Qué foto quiere usar?

—Ahora te la envío por mail.

Solo tardo un par de minutos en prepararlo todo.

Vuelvo la cámara del móvil hacia mí mismo y me saco una foto. Observo la imagen en la diminuta pantalla. El hombre al que veo está cansado, viejo, desgastado. Tiene los ojos somnolientos, turbios e inyectados en sangre y la tez glauca. El pelo sucio, deslustrado. Necesita una ducha.

Le envío la foto por correo a Darryl. En el portátil, inicio el programa de Conexión a Escritorio Remoto. Tecleo la dirección IP que me ha proporcionado Darryl. Ahora, desde la pantalla del portátil, puedo ver y controlar el ordenador de Darryl igual que si estuviera sentado delante de él.

Lo que veo en la pantalla me resulta familiar. Es el programa P-Scan de Tao, solo que esta vez es mi fotografía (la misma que le acabo de mandar a Darryl) la que aparece en un rincón de la pantalla bajo el lema «Objetivo a identificar».

Pincho el icono que indica: INICIAR ESCANEADO.

En la pantalla, mi foto se desdibuja y se transforma en bloques grises y amarillos, destacando mi expresión somnolienta y ojerosa, la nariz rota, la amplitud de mi mandíbula.

La palabra «escaneando» aparece en pantalla, y después, por debajo, se van sucediendo rápidos destellos de texto: «DGT: Alabama… DGT: Alaska… DGT: Arizona… DGT: Arkansas…».

En California, la búsqueda entra en pausa y aparece un texto: «Posible identificación», junto a la fotografía de un carnet de conducir. No hay error posible; el carnet de conducir hallado por P-Scan muestra una fotografía mía. Solo que el carnet está a nombre de «Lawson Chatterlee» e indica una dirección de Los Ángeles que no conozco de nada.

Otros carnets de conducir van apareciendo como posibles identificaciones; uno en Delaware, nuevamente con mi fotografía (soy yo sin lugar a dudas), pero esta vez respondiendo al nombre de Tyler Farnsworth; otro en Hawái, donde mi foto corresponde supuestamente a un tipo llamado Manuel de Casas.

P-Scan peina otras bases de datos que devuelven un número sorprendente de «posibles identificaciones». Una búsqueda en el New York Legal Journal obtiene una instantánea mía, inclinado sobre una mesa mientras leo con atención un volumen encuadernado de revistas legales, junto al pie de foto: «Stanley Hopewell, nuevo socio especializado en propiedad intelectual de Cravath, Swain & Moore, Abogados».

En el De Moines Register Online aparece otra foto mía, esta en blanco y negro, junto al titular: «Se busca a Derrick Fruetel, actualmente en paradero desconocido, para ser interrogado en relación con el asesinato de su esposa, Jane Fruetel».

Otra fotografía mía de nuevo en Hawái, fechada hace dos años. Es de un artículo de un periódico local en el que se anuncia que «James Johnson, psiquiatra infantil, ha regresado a la Isla Grande desde el continente para abrir una consulta especializada en el tratamiento de drogadicciones adolescentes».

No me molesto en esperar a que P-Scan termine. Habrá más fotos. Más nombres. Otros reinicios. Cierro el portátil.

Demoro el siguiente paso todo lo que puedo.

Pero al final lo hago de todas maneras, porque forma parte del guión. El guión que escribí para mí mismo, hace mucho.

Me balanceo sobre las muletas y cruzo la pequeña cabaña en dirección al hombre muerto que me aguarda en la silla.

Veo el bulto de una cartera en el bolsillo de su traje.

Reacio, meto la mano, intentando no tocar el cadáver. Contengo el aliento. Mis dedos rozan algo duro y cuando miro están tocando el hueso pélvico, justo por encima de la cintura de sus pantalones. Todavía quedan restos secos y ajados de músculo unidos a la cadera.

Lo ignoro y hundo los dedos en el bolsillo. Recupero la cartera, una hermosa billetera de piel de cocodrilo. Dentro, en una división de plástico transparente, hay un carnet de conducir de California. Muestra la fotografía de un hombre. Rubio, atractivo, delgado, con una marcada estructura ósea que le otorga un porte regio y severo. No se parece en nada a mí.

Sí se parece, sin embargo, al hombre de la silla… o al menos a cierta versión de dicho hombre. La versión que en otro tiempo estuvo viva.

El nombre impreso en el carnet de conducir es «James Thane».

Cierro la billetera y la devuelvo con cuidado al bolsillo de Jimmy Thane.

Regreso junto al portátil. Lo abro y pincho sobre el archivo de vídeo que dejé para mí mismo en mitad del escritorio, el llamado PONME.

No me hace falta verlo durante mucho rato. Uno o dos minutos me bastan. La imagen de la pantalla me resulta repentinamente familiar, prendiendo a través de una neblina de recuerdos olvidados: fue grabada en esta cabaña por la misma cámara que descansa sobre el trípode justo detrás de mí. Muestra al hombre de la silla siendo torturado. Muestra las cosas horribles que se le hicieron. Sus dedos siendo amputados, su cuerpo siendo lacerado.

Los gritos. Los gritos sin fin.

El hombre que se cierne sobre él llevando a cabo tales actos no muestra expresión alguna en la cara. No hay placer. Ni desagrado.

Formula sus preguntas en un tono de voz frío y carente de emoción, absorbiendo hasta la última brizna de información del agonizante Jimmy Thane, preguntándole sobre su esposa Libby y su hijo ahogado y su inmisericorde espónsor Gordon, sobre lo que sucedió aquella vez en el aparcamiento y sobre qué había comprado Libby en el supermercado la noche que se topó con ella y acordaron cenar juntos.

El torturador que hace todas estas preguntas soy yo.

Cierro el portátil para detener los gritos.