52

Amanda me despierta y esta vez sé que no he estado inconsciente demasiado tiempo. A lo mejor un minuto o dos. Puede que cinco. Más allá de las persianas, el sol no se ha movido de su lugar en lo alto, al este. Sigue siendo una mañana de Florida.

—¿Estás bien? —pregunta Amanda.

Estoy tumbado con la cabeza apoyada en su regazo mientras me acaricia el pelo.

—Sí —digo, lo cual no es del todo cierto. Me palpita la pierna. Veo borroso, como si estuviera escudriñando a través de un centímetro de telarañas. Me siento confundido, espeso, olvidadizo. Tengo la boca reseca.

—Tenemos que marcharnos de aquí —dice Amanda.

Intento sentarme. El dolor me atraviesa la pierna y se me clava en la espalda. Noto la mandíbula entumecida. Saboreo sangre allí donde me he mordido la lengua.

Ignoro el dolor y me alejo a gatas de Amanda, para poner distancia entre ambos.

—¿Quién eres? —pregunto.

—Ya sabes quién soy.

—¿Cómo te llamas? ¿Tu nombre de verdad?

—¿Mi nombre de verdad? —dice ella. Se lo piensa un rato, como si hiciera mucho que hubiera olvidado cómo se llamó en otro tiempo. Finalmente dice—: Katerina.

Un hombre gime. Amanda agarra su pistola. Nos giramos para ver al doctor Liago, apoyado contra la pared opuesta, abrir los ojos con un parpadeo.

—Ayúdenme —dice en voz baja.

Me esfuerzo por ponerme en pie. Me da un vahído. Veo un estallido de luz y noto que estoy a punto de perder el conocimiento. Me agarro a una silla para mantener el equilibrio.

—Dame la pistola —le digo a Amanda, extendiendo la mano.

Amanda mira mi palma abierta, pensativa. Pone el seguro y me tiende el arma.

Me acerco cojeando con ella hasta Liago, pasando mi peso de una silla a la siguiente, evitando tocar el suelo con la pierna destrozada.

—Me estoy muriendo —dice Liago.

—Sí —digo yo. Me dejo caer en la silla delante de él. Le pongo la pistola debajo de la barbilla—. Dígame qué es lo que me ha hecho.

—Por favor, llame a una ambulancia.

—¿Quién cojones soy?

—Usted es Jim Thane… —empieza a decir Liago.

Desvío la pistola un par de centímetros y aprieto el gatillo. El silenciador amortigua el disparo, pero la bala se incrusta en la pared cerca de la cabeza de Liago y el ruido del metal al golpear contra la madera resulta estremecedor, como una patada con una bota de puntera metálica junto a su cara. La madera se astilla y algunos trozos van a clavarse en su mejilla. Un hilillo de sangre brota de la herida y cae goteando por su mandíbula. Liago intenta alejarse de mí.

—Dígame qué me ha hecho —exijo.

Detrás de mí, Amanda (o Katerina, o como sea que se llame) dice:

—Jim, tenemos que irnos de aquí ahora mismo.

—Pronto —le digo, y me vuelvo nuevamente hacia Liago—. Doctor Liago… —empiezo. Después recapacito—: ¿Acaso es médico siquiera?

—Oh, sí —dice él.

—¿Qué me ha hecho? ¿Durante nuestras sesiones? ¿Nuestras sesiones de hipnosis? ¿Qué es lo que me ha hecho?

—Hice lo que me dijeron.

—¿Qué fue lo que le dijeron?

No hay respuesta.

—¿Quién se lo dijo?

—Me matará si se lo cuento.

—Yo que te voy a matar, gilipollas —susurro, y por primera vez me doy cuenta de que lo digo en serio. Lo voy a matar. Sin importar lo que me cuente o me deje de contar. Lo voy a matar por lo que ha hecho.

Liago menea la cabeza.

—Sigue sin comprender lo que le está sucediendo, ¿verdad?

—Ilumíneme.

Liago pasea la mirada entre Amanda y yo.

—La carpeta. En el cajón de arriba —dice, mirando hacia el archivador al otro lado de la habitación.

—Tráela —le digo a Amanda.

Duda.

—Tráela —gruño.

Amanda se acerca al archivador. Abre el cajón y saca la única carpeta verde que encontré hace tiempo, aquella vez que me quedé a solas en la consulta de Liago. La carpeta está abultada con papeles. Amanda me la entrega. Su expresión anuncia: «No te va a gustar lo que encuentres».

—Lea —dice Liago—. Entonces lo sabrá.

Dejo la pistola sobre mi regazo. Abro la carpeta y voy pasando páginas. Dentro están las notas que vi con anterioridad, la caligrafía cursiva y apretada, cada línea abarrotada con tinta azul. Es tal como lo recuerdo: un listado cronológico de sucesos importantes en mi vida:

Jefe de ventas en Lantek; Palo Alto, 1999; conoció a Libby Granville en El Pulpo (su camarera).

Jim Thane le pide cuatro veces a Libby que salga con él.

Primera vez (1) Libby dijo: «Vete al infierno». Voz neutra. Señalando con el dedo para indicarle la dirección al infierno.

Segunda vez (2) Libby se rió, una idea hilarante: «¡Muy gracioso, Jimmy! ¡Tú y yo, en una cita!».

Tercera vez (3) mientras le sirve un vaso de escocés en la barra. Jim habla en voz baja. Un mechón de pelo cubre el rostro de Libby. Indecisión.

Cuarta vez (4) se encuentra con ella en el supermercado a última hora; caja rápida; curiosean sus mutuas cenas.

LIBBY DICE QUE SÍ

Fiesta en loft de Bob Parker. Thane se emborracha, coquetea con la esposa de Parker mientras esta sirve canapés. Libby lo acompaña a casa.

Gordon Kramer, garaje del St. Regis. Lo esposa en la zona 4C del aparcamiento. Thane recupera la sobriedad. Evita la zona 4C del aparcamiento cada vez que vuelve al St. Regis.

La lista sigue y sigue, un catálogo de hechos y trivialidades y minucias. Por un momento, semejante nivel de detalle me deja atónito; que puedan saber tanto sobre mí. ¡Tanto sobre mi vida! ¿Cómo habrán obtenido tanta información? Es prácticamente imposible…

Entonces experimento una oleada de horror, al comprenderlo.

Los detalles que tengo delante de mí no han sido recopilados a partir de mi vida.

Son mi vida.

No consigo recordar nada acerca de mí mismo salvo los detalles anotados en estas páginas.

Sí, fui jefe de ventas en Lantek. Hasta ahí, cierto. Pero y después, ¿qué? Intento rememorar algún otro detalle de aquella época… pero no consigo recordar nada sobre la empresa al margen de su nombre y de mi puesto en ella: jefe de ventas.

¿Cómo era mi despacho en Lantek? ¿Quién era mi jefe? No consigo recordar su nombre ni su aspecto.

Intento rememorar mi cortejo de Libby, pero no consigo recordar nada específico al respecto… nada salvo ese único y simpático hecho (tantas veces repetido) de que invité a Libby cuatro veces a salir y que me rechazó las tres primeras; y que fue solo al cuarto intento, cuando nos encontramos en el supermercado, cuando accedió a cenar conmigo.

—No puedo obligarle a creer cosas que no quiera creer —me está diciendo Liago, desde algún lugar en la distancia—. Nadie podría conseguir eso. No es así como funciona la hipnosis.

—Jim —dice Amanda. Parece nerviosa—. Debemos marcharnos.

La ignoro. Me dirijo a Liago:

—Cuénteme cómo funciona la hipnosis, doctor. Estoy fascinado.

—Tiene que desear creer las cosas.

—¿Esto es lo que yo quiero creer? ¿Esto? —Sacudo la carpeta delante de su cara—. ¿Qué esto soy yo? ¿Esta sarta de… mentiras? ¿Que estoy casado con una puta? ¿Qué ni siquiera es mi esposa? ¿Llegamos siquiera a casarnos alguna vez? Quiero decir… de verdad.

—No —dice Liago en voz baja. Hace una pausa, sopesa cuidadosamente sus siguientes palabras—: El verdadero Jim Thane se casó con una mujer llamada Libby. Esa parte es cierta. Esas son sus historias…

—¿El verdadero Jim Thane? ¡Yo soy el verdadero Jim Thane!

—No —dice Liago, negando con la cabeza—. No.

—¿Quién coño soy? —grito. Y aprieto el gatillo.

La pistola dispara y oigo un crujido y siento un interés extremo por ver dónde ha ido a parar la bala.

Resulta que a unos treinta centímetros a la izquierda del corazón de Liago. Ha ido a clavarse en la pared, justo a su lado, una circunstancia dictada puramente por la casualidad y no por la puntería. Fácilmente podría haber acabado treinta centímetros a la derecha.

—Por favor —dice Liago, encogiéndose—. Por favor. No me haga daño. Solo hice lo que me ordenaron. No tenía otra opción. Me habría destruido. Iba a enseñarle a todo el mundo las fotos.

—¿Qué fotos?

Liago niega con la cabeza.

—¿Qué fotos? —pregunto otra vez, pegándole la pistola a la frente.

Las palabras brotan de su boca en un chorro incoherente:

—Tenía pacientes… adictas… jóvenes… No pretendía hacerlo… solo quería ayudar… Él me hizo fotos… Cometí errores… terribles errores… Ojalá pudiera borrarlos.

—¿Terribles errores? —repito.

—Él te tienta —susurra Liago—. ¿Entiende? Es su especialidad. Sabe lo que deseas y te lo entrega. Exactamente lo que deseas. Y cuando has aceptado sus regalos, se adueña de tu alma.

—Se folló a sus pacientes adolescentes, doc. No hace falta ponerse en plan metafísico.

Detrás de mí, Amanda dice:

—Jim, tenemos que irnos ya.

Bajo el cañón de la pistola y lo pego contra el pecho de Liago, apuntando la boca hacia el corazón.

—Sáquelo —digo.

—Que saque ¿qué?

—Todo. Todo lo que me metió en la cabeza. Sáquelo todo. ¿Aquella fiesta en el loft? ¿Lo de la vez que Gordon me dejó esposado en el aparcamiento? Nada de todo eso es real, ¿verdad?

Es real. Pero le ocurrió a…

—Ya sé —digo—. Ya sé. Al verdadero Jim Thane. Simplemente sáquemelo. Sáquemelo del cerebro. Ahora mismo.

Liago niega con la cabeza. Parece aterrorizado. Susurra:

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Usted no lo entiende.

—¿Qué es lo que no entiendo?

Me levanto de la silla apoyándome sobre uno de los brazos. El dolor me atenaza todo el cuerpo. Mis terminaciones nerviosas arden. Por un momento, el color del mundo se desdibuja, se vuelve transparente, y noto que estoy perdiendo el conocimiento, cayendo. Me agarro al respaldo de la silla.

—Explíqueme —digo apretando los dientes— qué es lo que no entiendo.

—Si se lo digo me matará.

—¿Quién le matará?

—Ya sabe quién.

Yo sí que le voy a matar —digo—. Le voy a matar. Si no me dice qué está pasando aquí, le voy a matar.

Liago me mira a la cara.

—¿Quiere saber la verdad?

—Sí.

—La verdad es que…

Su cabeza explota como una lámpara china de papel a la que le hubieran metido un petardo. Ahora la ves, ahora ya no la ves.

Me veo rociado por una lluvia rosácea de sesos, cráneo y cartílago. Me retumban los oídos. Miro mi pistola, para comprobar si es que he disparado accidentalmente.

Pero no ha sido mi arma.

Me giro. Amanda está detrás de mí, enarbolando la enorme pistola del agente Mitchell.

—¿Por qué has hecho eso? —le pregunto, a pesar de que conozco la respuesta.

—Estaba sufriendo —dice Amanda—. Un dolor espantoso. He puesto fin a su agonía.

Da un paso hacia mí. Un rayo de sol cae sobre su cara y la estudio. La luz es brutal y ahora puedo ver las arrugas en torno a sus ojos, las oscuras ojeras expertamente cubiertas con maquillaje. Sus ojos son hermosos, profundos y huecos; ocultan misterios pretéritos.

—Por eso siempre mostraste tanto interés por mí —digo—. Por eso me has tenido vigilado en todo momento.

—Jim… —comienza a decir ella.

—Por eso no te mataron en el laboratorio de meta. Porque eras tú. No hubo ningún hombre de pelo largo vestido de negro. Solo estabas tú. Tú los mataste. —Me doy cuenta de algo más, y susurro horrorizado—: Dios mío. Tú le sacaste los ojos.

Amanda no reacciona. Simplemente me mira inexpresiva. Baja la pistola.

—¿Debo llamarte Amanda siquiera? ¿O Katerina? —pregunto—. ¿O debería llamarte Ghol Gedrosian?

Ella guarda silencio.

—Porque ese es tu verdadero nombre, ¿no? ¿Ghol Gedrosian? —Señalo al agente Mitchell, hecho un guiñapo en el suelo—. Eso era lo que intentaba decirme.

Amanda da otro paso al frente. Se acuclilla a mi lado. Me mira a los ojos.

Está cerca, tan cerca que puedo olerla. Por debajo del sudor y del regusto metálico de las metanfetaminas que nos fumamos hace horas, detecto ese dulce aroma floral, el aroma de aquella noche en el sótano de la iglesia y de su dormitorio. El aroma de flores dejadas sobre una tumba, el aroma de un tanatorio.

—Prometo que te lo explicaré todo —me dice—. Pero tenemos que marcharnos de aquí ahora mismo. Una unidad de limpieza viene de camino. Probablemente ya estén aquí.

—¿Una «unidad de limpieza»?

Amanda mira de reojo hacia la ventana. Sigo su mirada. Aparcado en el camino de entrada de Liago hay un Lincoln Town Car negro. Del interior salen cuatro hombres dando portazos. Sus rostros no me resultan familiares, pero sí sus posturas y comportamiento. Son grandes y musculosos y se mueven con la brutal certeza de individuos que cumplen las órdenes de alguien más aterrador que ellos. Dos llevan en la mano sendos bidones rojos de gasolina. Se encaminan hacia la casa.

—Ya han llegado —dice Amanda—. No esperarán. Tienen órdenes.

—¿Órdenes de quién?

—Ya sabes de quién.

—Dime la verdad. ¿Te llamas…?

Amanda interrumpe mi pregunta antes de que pueda salir de mi garganta dándome un beso. Se lo permito. Sus labios son suaves; su boca, cálida; su lengua, cariñosa.

Cuando interrumpe el beso, dice:

—Tenemos todo el tiempo del mundo, ¿sabes? Para corregir todo esto.

Ahora el dolor de mi pierna no es más que una presencia mortecina, como un viejo amigo que no quiere irse a casa tras una larga cena.

—Corregir ¿qué?

—Te lo explicaré todo —dice—. Te lo prometo. Pero tienes que marcharte.

—Marcharme ¿adónde?

Amanda saca un sobre de su bolsillo y me lo entrega. En el sobre pone: «Para Jim Thane».

Lo miro sin aceptarlo.

—¿Qué es?

—Tu último encargo.

—No quiero un encargo —digo apartando su mano.

Amanda me ignora.

—En el interior hay una dirección. Ve allí y te curarán la pierna. También hay un billete de avión. Utilízalo. Me reuniré contigo cuando llegues allí. Te lo prometo.

—No.

—No puedes quedarte aquí. Lo sabes, ¿verdad?

Miro a mi alrededor. Hay seis cadáveres en la habitación. El suelo está encharcado de sangre, las butacas de piel y las paredes de madera están cubiertas de salpicaduras. Al otro lado de la ventana, los forzudos están empapando en gasolina los cimientos de la casa. Más allá de la puerta de la consulta, oigo pesados zapatazos sobre la madera del vestíbulo. Huelo la gasolina.

Amanda tiene razón, por supuesto. No me puedo quedar aquí. No debido a los cadáveres ni porque estén bañando la casa en gasolina, sino porque Jimmy Thane está acabado. Su vida ha terminado.

Pienso en el dinero desfalcado en Tao Software. En la muerte de Dom Vanderbeek. En la casa de Sanibel. En la prostituta llamada Libby Thane que yace muerta con la garganta rebanada en el depósito de cadáveres. Todo señala hacia un único hombre llamado Jimmy Thane. Todo me señala a mí.

—Lo sé —digo.

—No puedes seguir siendo Jimmy Thane. Ahora ya no. Eso se acabó. Pero volveremos a intentarlo.

—¿Qué es lo que volveremos a intentar?

Amanda me aparta uno a uno los dedos del arma y me la quita. Se lleva mi palma vacía a la cara. Acaricia su piel y sus labios con las puntas de mis dedos. Los besa. Siento sus húmedas lágrimas sobre mi mano.

Toda la furia y la emoción desaparecen de mi voz cuando digo:

—No sé quién eres. No sé qué quieres de mí.

—Lo sabrás —dice ella. Cierra mis dedos alrededor del sobre y me aprieta la mano—. Ha llegado el momento de que te vayas.

Me la quedo mirando.

—Ghol Gedrosian —digo, tanteando el nombre, intentando vincularlo a la cara que veo delante de mí. La cara que parece mucho mayor de lo que recuerdo haber considerado jamás a Amanda. Mucho más sabia. Mucho más fuerte.

Y sin embargo, todavía bella. Siempre la he amado, ahora me doy cuenta. El sentimiento regresa a mí como una brisa en el rostro. No recuerdos, exactamente. Solo una suave sensación. Un sentimiento de bienestar. El amor más simple y más profundo.

—Ha llegado el momento de irse —repite Amanda—. Te espera un viaje muy largo. Muy largo.