51

El sueño comienza así.

Estoy en una casa a oscuras. La casa me resulta familiar, pero no es la mía. Asciendo por una escalera de caracol.

A pesar de que la casa no es mía y de que está a oscuras, no tengo miedo. Me siento bien aquí, en esta casa, esta oscura casa, ascendiendo esta larga escalera.

Me detengo en el descansillo, en lo alto. Lejos, al otro extremo del corredor, veo una puerta.

Me encamino hacia la puerta. Las maderas del suelo crujen bajo mis pies. Giro el pomo y entro.

Estoy en una habitación infantil. Una habitación de chico: papel de pared azul, un muñeco articulado de Superman sobre la cómoda, un Tupperware de plástico lleno con cochecitos Matchbox.

El niño duerme en su cama. Respira. Está vivo. Iluminado por la luz de la luna. Lleva un pijama azul de franela y calcetines grises. Tiene el pelo rubio, demasiado largo para un chico; y cuando lo cojo en brazos y lo alzo de la cama, todavía dormido, su cabeza oscila y sus cabellos se descuelgan.

No se despierta. Respira suavemente. Lo acarreo por el oscuro pasillo hasta otra puerta. Una franja de luz amarillenta asoma por debajo de la misma. A través de la madera, oigo un ruido. Un rugido, como de maquinaria o un trueno lejano.

Tengo los brazos ocupados con el niño, de modo que empujo la puerta con el pie. Se abre sin oponer resistencia.

Ahora reconozco el sonido que estaba oyendo. Agua corriente. Mana abundantemente del grifo y cae sobre una bañera rebosante. Se desborda sobre el costado y va a parar a los blancos azulejos del suelo, donde se acumula en un charco de más de un dedo.

Hay un hombre inclinado sobre la bañera. Lleva ropas oscuras. Su pelo es negro, largo y liso, le cae sobre los hombros. Un pelo mustio, un pelo sucio, como el de un hombre que llevara muerto mucho tiempo.

Me habla sin volverse.

—Has traído a tu chico —dice. Me pregunto si ha pronunciado las palabras en voz alta o si únicamente he oído sus pensamientos.

Entro en el cuarto de baño y mis zapatos chapotean en el agua. Le llevo el niño al desconocido. Está de espaldas a mí.

—Se llama Cole —le digo al hombre vestido de negro—. Es mi hijo. Mi único hijo.

—Déjalo en el agua —dice el desconocido. Giro el cuello para intentar verle el rostro, pero permanece oculto. Solo alcanzo a ver su pelo largo, oscuro y muerto.

—No lo entiendo —le digo al desconocido, pero este no responde.

A pesar de mi deseo de permanecer quieto, siento que me desplazo, llevando al chico hacia la bañera. Me inclino sobre el desconocido arrodillado y dejo a Cole suavemente en el agua. Cole flota, todavía dormido, en la superficie.

—Ahora déjanos —dice el desconocido.

Me aparto a un lado.

El desconocido se cierne sobre el chiquillo. Observo su mano al asomar de la negra manga. Son huesos. No tiene piel.

El desconocido apoya su mano de huesos sobre el pecho de Cole y empuja con sorprendente violencia.

El chiquillo se hunde hasta el fondo de la bañera. Abre los ojos e intenta gritar, pero el sonido es inaudible, simplemente una burbuja que sale flotando de su boca y rompe en la superficie. Inhala agua. Sus ojos se abren como platos. Chilla en silencio, agitando la cabeza de un lado a otro. Sus deditos arañan la mano de huesos del desconocido. Los pulmones del niño se inundan de agua.

El desconocido retiene al muchacho. Es fuerte e implacable. La batalla es breve: el chico mueve los brazos y las piernas, pero está clavado al fondo por la mano huesuda. Veo el rostro de Cole mientras la vida le abandona. Me mira mientras muere, con los ojos todavía como platos. Cuando los dedos del muchacho dejan de contorsionarse, el desconocido aparta su mano huesuda. El cadáver sale flotando a la superficie.

—Ahora puedes cogerlo —dice el desconocido, todavía dándome la espalda—. Es tu hijo.

Con cuidado —dice una voz suavemente a mi oído.

Cuando abro los ojos, no estoy en un cuarto de baño y quien habla no es el desconocido de pelo negro. No hay agua bajo mis pies, ni bañera ni niño.

Estoy sentado en una silla. En la habitación hace mucho frío y estoy temblando, a mi alrededor todo parece borroso y desdibujado. Intento quitarme las legañas de los ojos, pero tengo los brazos inmovilizados. No me puedo mover. Estoy atado a la silla.

Mis ojos van recuperando la visión. Me encuentro en una habitación de paredes machihembradas con gruesas persianas de madera en las ventanas que impiden el paso de la luz del sol. Hay una gran mesa, un archivador en la esquina, un diploma en la pared. Reconozco el lugar. La consulta del doctor Liago.

—¿Se ha despertado? —dice otra voz. Una de mujer.

Me vuelvo hacia ella. La reconozco. Tiene el pelo corto y cano de una lesbiana madura y maternal. Sus ojos grises me observan inexpresivos. ¿Cómo es posible? Es la doctora Curtis, mi psiquiatra de California. Está de pie junto al doctor Liago, el hombrecito de la barba blanca. ¿Qué hacen juntos? ¿Por qué ha venido Curtis a Florida?

—He venido a verle —responde ella, y me doy cuenta de que he pronunciado la pregunta en voz alta—. He venido a ayudarle. Necesita ayuda. Está usted completamente descontrolado.

—¿Qué está pasando? —pregunto. Ahora lo recuerdo: el aeropuerto, Gordon Kramer, el meñique ausente, el conductor de limusina, el pañuelo empapado en cloroformo…

—Necesitas nuestra ayuda, Jimmy —dice una voz ruda y familiar. Intento volverme hacia ella, pero tengo el pecho inmovilizado contra el respaldo de la silla. Oigo pisadas sobre el suelo de madera y después Gordon aparece en mi campo visual.

—¿Qué estás haciendo? —pregunto.

—Jimmy, la has cagado —dice Gordon.

—Entonces ¿es Jimmy? —pregunta la doctora Curtis—. ¿Sigue siendo Jimmy Thane?

—Eso es lo que pone aquí —explica Liago. Entre las manos lleva un fajo de papeles mecanografiados que ojea rápidamente, pasando las hojas de una en una, buscando algo—. Aquí pone «Jimmy Thane».

—Pero ya lo hemos intentado —comienza la doctora Curtis—. Y mira lo que…

—Haz lo que pone y punto —interrumpe Gordon—. No preguntes. Haz exactamente lo que pone aquí: Jimmy Thane.

La doctora Curtis aprieta los labios. Quiere discutir, pero sabe que más le vale no hacerlo.

El doctor Liago se dirige a su mesa. Sobre el tablero descansa la Samsonite de aluminio que llevaba Gordon Kramer en el aeropuerto. El médico levanta los cierres del maletín y lo abre. Extrae un rollo de tela negra. Echa el maletín a un lado y despliega la tela sobre la mesa, revelando un juego de jeringuillas aseguradas mediante elásticos. Saca un vial de uno de sus bolsillos y escoge una jeringuilla. Arranca el envoltorio esterilizado, retira el tapón de plástico y llena la jeringuilla con líquido del vial. Cuando la jeringuilla está llena, la coloca a contraluz y le da unos golpecitos con el dedo.

—Doc, ¿qué hace? —pregunto, con alarma creciente—. Gordon, ¿qué está haciendo?

—Jimmy, sabes que la has cagado, ¿verdad? Solo intentamos ayudarte. Quieres seguir con vida, ¿verdad?

—¿Qué me vais a hacer?

—Deberías haber hecho caso —dice Gordon—. Lo tenías todo, Jimmy. Él te lo dio todo. Un trabajo, una esposa, dinero. ¿En qué coño estabas pensando, estúpido gilipollas?

—Lo siento —digo. No sé muy bien qué es lo que siento, pero resulta evidente que he hecho algo terrible—. Deja que me vaya. Deja que vuelva a casa. No volveré a cagarla, Gordon. Te lo prometo.

—Demasiado tarde —dice Gordon—. Has perdido el norte, amigo mío. Has perdido el puto norte. Tal como lo habría hecho el verdadero Jimmy Thane. Estás fuera de control. Simplemente no eres de fiar. —Se vuelve hacia Liago—. Hizo demasiado bien su trabajo, doc. Idéntico al auténtico Jimmy Thane.

—Gracias —dice débilmente el médico, pero suena más asustado que complacido.

Gordon Kramer me ha hecho verdaderas perradas en el pasado. Me ha dado de puñetazos en la cara cuando le he mentido; me ha metido la cabeza en la taza del retrete tras sorprenderme consumiendo heroína; me ha encadenado a la tubería del aspersor de agua en un aparcamiento subterráneo; me ha encerrado en un programa de desintoxicación de cuarenta y cinco días en San Bruno en contra de mi voluntad, amenazándome con la cárcel si me negaba a inscribirme; y llegó a tirar diez mil dólares de mi esforzada fortuna en cocaína por el fregadero de la cocina, tras registrar mi casa y encontrarla en la despensa, detrás de los Cheerios con nueces y miel.

Pero lo que está sucediendo ahora es otro nivel de intervención. Con el beneplácito de Gordon, el doctor Liago se dirige hacia mí enarbolando una jeringuilla de aguja resplandeciente.

Liago dice:

—Esto no le dolerá, señor… —se interrumpe. Tras un momento de duda, concluye—: Señor Thane. —Vuelve a golpear la jeringuilla con el dedo—. No si no se mueve.

Miro hacia abajo. Tengo ambos brazos inmovilizados a la silla con cinta aislante negra que los cubre hasta las muñecas. Imposible llegar a las venas. Liago dice:

—Ayúdenme a soltar esto. Agárrenlo.

Intento liberar los brazos. Me agito violentamente y chillo:

—¡Soltadme!

Tiro de la cinta con todas mis fuerzas. Liago está delante de mí, contemplando cómo me revuelvo. Mira a Gordon.

Gordon escupe una orden tosca y gutural. Sus palabras no tienen sentido hasta que me doy cuenta de que está hablando en ruso. Detrás de mí alguien responde en el mismo idioma y el conductor de la limusina aparece junto a mi hombro. Ya no lleva puesta la ridícula gorra de chófer (esa debería haber sido mi primera pista: la ridícula gorra que ningún conductor de verdad se molesta en llevar, no desde hace quince años). Rodea la silla, se saca una navaja del bolsillo y corta la cinta aislante que me inmoviliza el brazo derecho.

Mi brazo queda libre… por un instante. El conductor lo agarra con sus dos enormes manos. Me atenaza violentamente la muñeca, retorciéndola y exponiendo la blanca piel de mi antebrazo. Me obliga a bajar el brazo y me lo inmoviliza con fuerza contra la silla de madera.

—Si se mueve, tardaremos más y se hará daño —dice el doctor Liago.

Gordon Kramer grazna:

—Te volveremos a dar cloroformo si sigues así, Jimmy.

La cabeza me sigue palpitando por culpa del primer pañuelo. No quiero otro. Dejo de resistirme.

—¿Vais a matarme? —pregunto.

—Dios, no, Jimmy —dice Gordon con una sonrisa—. Solo queremos arreglar las cosas.

—Cierre el puño, por favor —dice Liago.

Obedezco.

—¿Por qué me hacéis esto? —pregunto.

—Para que sea usted feliz —responde Liago—. Es lo que él quiere. Que sea usted feliz.

—¿Quién lo quiere?

Liago no responde. Me da unos golpecitos en la vena más cercana a la parte interior del codo. Aparto la mirada y noto un pinchazo y a continuación un líquido que me corre por la vena. Siento el brazo pesado. La pesadez se va extendiendo hacia arriba, hasta llegar al hombro y mi cabeza.

—Listo —dice Liago con inmensa satisfacción—. Ya está. En un minuto se sentirá muy relajado, señor Thane. Después podremos empezar con nuestra terapia.

Es cierto, estoy relajado. Y antes de que pueda responderle, mis párpados aletean y se cierran.

Oigo los latidos de mi corazón y el ruido de mi respiración.

Ahora estoy soñando. Es un sueño violento. En el sueño oigo un estruendo de cristales rotos y los gritos de la doctora Curtis y el conductor de limusina, después la voz de Gordon hablando rápida y guturalmente en ruso y varios estampidos. Los estampidos se repiten junto a mi oído. Suenan a ruido de cacerolas o petardos o como un martillo golpeando un yunque. Pam pam pam. Justo a mi lado.

Una parte de mi cerebro —esa parte pequeña y trémula que aún no se ha desconectado— deduce que los estampidos no son martillos ni yunques. Son disparos. Y suenan muy cerca de mí.

Pam, dice una pistola. Perturbando mi sueño.

Pam.

Oigo gritos y después otro pam y entonces los gritos cesan y por fin puedo descansar.

¿Cuánto tiempo paso durmiendo? No lo sé, pero cuando me despierto sigo sentado en la misma silla, empapado en sudor a pesar del zumbido del aire acondicionado cuyo soplo helado me cae en la nuca. Siento náuseas. Tengo la camisa pegada a la piel. Intento moverme, pero estoy inmovilizado. Me miro el brazo derecho. Es la única parte de mi cuerpo que no está envuelta en cinta aislante. Tengo un pequeño cardenal en la vena más cercana a mi codo.

—Vaya, mira esto —dice una voz familiar—. Como Lázaro alzándose de entre los muertos.

Sigo la dirección de la voz familiar y me concentro en la figura borrosa que aguarda sentada sobre la mullida butaca de cuero, la misma en la que tantas horas pasé hablando con el doctor Liago. Es el agente Tom Mitchell. Se le ve fresco y despreocupado; las mangas de la camisa subidas, los pies completamente estirados y cruzados sobre los tobillos.

—¿Qué tal se siente, señor Thane?

Me siento como si tuviera un taladro dentro del cráneo y alguien lo estuviera utilizando desesperadamente para intentar salir.

—No demasiado bien —digo. Mi voz suena ronca y siento la boca algodonosa.

Paseo la mirada por la habitación. Gordon Kramer está tirado boca abajo en el suelo, sobre un charco de sangre salida de su cráneo. El charco ha dejado de crecer; Gordon lleva muerto un buen rato.

También la doctora Curtis, la cual ha perdido medio rostro, destrozado por lo que, en mi opinión, debe de haber sido un disparo a quemarropa con un arma de gran calibre. El doctor Liago está en un rincón, apoyado contra la pared, sobre su respectivo charco de sangre. No alcanzo a ver al conductor de limusina, pero apostaría a que sus días de conducir pasaron a la historia.

—Tampoco tiene buen aspecto —dice Mitchell, usando todavía su ridículo acento sureño (ash-pe-tooo), a pesar de que sé sin lugar a dudas que su Georgia no es el estado de los melocotones y las puestas de largo.

Alguien camina nerviosamente detrás de mí. Intento girarme, pero estoy pegado a la silla y no puedo rotar el cuerpo. Como queriendo ser educado, Ryan Pearce, el enorme Grizzly Adams del depósito de cadáveres, entra en mi campo visual y me saluda con la mano.

—Hola —dice alegremente.

—¿Qué está pasando aquí? —le pregunto al agente Mitchell.

—Estaba a punto de hacerle la misma pregunta —dice Mitchell—. ¿Qué hacía toda esta gente atándole a una silla e inyectándole pociones mágicas?

—No lo sé —digo. Lo cual es cierto.

—Pero sí sabe por qué estoy aquí, ¿verdad, señor Thane? O como sea que se llame en realidad. Sabe a quién estoy buscando, ¿verdad?

—Sí.

—¿Dónde puedo encontrar a dicha persona?

—No lo sé.

Mitchell niega con la cabeza.

—El caso, verá usted, es que me cuesta mucho creerlo. Llevo muchos años siguiendo el rastro de Ghol Gedrosian. Demasiado tiempo, a decir verdad. Y ahora estoy sumamente cerca de encontrarle. Lo conozco bien. Es como un amigo. He leído sus correos, he visto sus documentos privados, he escuchado sus móviles. ¿Y sabe lo que creo? ¿Quiere saber a qué apuntan todas las pistas?

—Dígame.

—A que está aquí.

—Sí, lo sé. Ya me lo había dicho. Está en Florida.

—No, señor Thane —dice Mitchell—, no lo ha entendido. Ghol Gedrosian está aquí. Ghol Gedrosian trabaja en Tao Software.

—¿En Tao? —Intento verle algún sentido a sus palabras. Meneo la cabeza. La anestesia o la droga o lo que sea que me hayan dado me nubla el pensamiento, me atonta y me entorpece—. ¿En Tao? —repito.

Desde una esquina de la habitación, a mi espalda, brota un gemido. Mitchell desvía la mirada hacia el ruido. El conductor de limusina de Gordon Kramer aparece en mi campo visual arrastrándose sobre el suelo, tirando con un solo brazo, incapaz de levantar la cara de la madera. Su mejilla se estira sobre la dura superficie al arrastrarse, consiguiendo que su rostro parezca un molusco pegado a la pared de un acuario.

—Ayuda, por favor —gimotea.

Mitchell saca un arma del bolsillo (una pistola enorme con un gigantesco y fálico cañón) y apunta al tipo. Aprieta el gatillo. La cabeza del conductor explota en una nube de niebla gris.

Mitchell se vuelve hacia mí como si acabara de quitarse una pelusilla de la camisa.

—Y ahora, señor Thane, tengo que hacerle una advertencia, porque me cae bien. Es usted un individuo muy gracioso y aprecio su travieso sentido del humor, se lo digo sinceramente. Pero si no me cuenta todo lo que sabe sobre Ghol Gedrosian y dónde puedo encontrarlo, tendré que poner en práctica ciertas técnicas interrogativas más bien desagradables. Créame cuando le digo que ninguno de los dos quiere que eso suceda.

—¿Por qué necesita encontrarle?

—Eso es asunto mío —replica Mitchell bruscamente. Pero después se lo piensa mejor. Su tono de voz se suaviza—: ¿Cree usted, señor Thane, que el diablo camina entre nosotros haciéndose pasar por un hombre?

—Creo —digo— que me le suda por completo. Tengo mis propios problemas.

Mitchell pondera mi respuesta. Hace un mohín con los labios, se lo piensa. Finalmente sonríe.

—Quizá tenga usted razón. Entonces Ghol Gedrosian es un hombre. Solo un hombre malvado. Un hombre que ha hecho cosas horribles. Un hombre que ha herido a mis amigos. Un hombre que ha matado a hombres y mujeres a los que yo quería. Sus actos claman venganza. Yo soy la venganza. Se cree que puede ocultarse detrás de otras personas. Se equivoca, señor Thane. Ha llegado al final del trayecto. No queda nadie más detrás de quien ocultarse. Por eso dejó California. Por eso vino a Florida. Huyendo de . Está asustado. Porque lo he encontrado.

—¿Ah, sí? Si lo ha encontrado, ¿qué hace ahí sentado apuntándome con una pistola y preguntándome dónde está?

—Bueno —dice Mitchell, y sonríe, como si acabara de rebatirle una mentirijilla—. Debería decir que casi lo he encontrado. Casi. —La sonrisa desaparece. Mitchell me planta la pistola en la cara—. ¿Dónde está Ghol Gedrosian, señor Thane?

—No tengo ni la más remota idea.

—Vamos a reformular la pregunta. ¿Dónde está su novia? ¿Qué nombre usa de un tiempo a esta parte?

—¿Quién?

—Su supuesta secretaria.

—Ayudante personal —digo automáticamente, como si importara—. Amanda.

—Amanda. ¿Dónde está Amanda?

De modo que no la ha encontrado. Eso es bueno, al menos. Amanda se encuentra a salvo.

—Señor Thane, esta es su última oportunidad. ¿Dónde puedo encontrar a Ghol Gedrosian? ¿Dónde puedo encontrar a Amanda?

Mi mente intenta procesar sus preguntas. Parecen discordantes puestas la una junto a la otra. No tienen el más mínimo sentido. ¿Dónde está Ghol Gedrosian? ¿Dónde está Amanda? Dos más dos suman cinco.

—Córtale la mano —dice Mitchell. La orden es tan repentina, que no estoy seguro de con quién está hablando ni qué pretende decir, hasta que me vuelvo y veo que Ryan Pearce tiene entre las manos una pequeña sierra de acero forjado, cuyo finísimo filo dentado lanza destellos como un malévolo instrumento quirúrgico. Pearce da un paso hacia mí, sonriendo.

—Vamos a ver, espere un segundo —digo, pero es demasiado tarde. Pearce es un tipo de talla y robustez colosales y me pega la mano derecha (la única que tengo libre) contra la silla con tanta fuerza que por un momento pienso que realmente me está aplastando los huesos. Coloca la sierra contra mi muñeca. Mira al agente Mitchell, que sigue sentado, cómodamente recostado sobre la butaca, con las piernas estiradas y cruzadas sobre los tobillos.

—¿Señor Thane? —dice Mitchell—. Última oportunidad. ¿Dónde está Amanda? ¿Dónde está Ghol Gedrosian?

Antes de que pueda responder, algo golpea contra el cristal de la ventana. Mitchell se levanta de la butaca. Mira a Pearce. Este me suelta la mano. Deja la sierra sobre la mesa y se dirige con sorprendente agilidad hacia la ventana. Se queda a un lado. La persiana de madera está echada y solo unas estrechas franjas de luz solar consiguen penetrar desde el otro lado.

Otro golpe contra el cristal en el exterior.

Mitchell asiente en dirección a Pearce.

Pearce alarga la mano hacia la palanca vertical situada en mitad de la persiana, levantando las lamas y permitiendo que la luz del sol inunde la estancia. El sol forma deslumbrantes rectángulos amarillos sobre el oscuro suelo de madera. Uno de los rectángulos subraya el cráneo de la doctora Curtis, al cual le falta un buen pedazo en un costado.

Los tres miramos hacia la ventana. Yo estoy atado a la silla, demasiado bajo como para alcanzar a ver gran cosa del exterior, al margen del despejado cielo de Florida; pero Pearce se vuelve hacia Mitchell y dice:

—No hay nadie. Está completamente vac…

Ruido de cristal al romperse. Solo Pearce permanece valerosamente en su puesto frente a la ventana, sin reaccionar ante el sonido, mientras Mitchell y yo nos encogemos al unísono. Pearce sigue sin moverse durante un largo rato. Se vuelve hacia Tom Mitchell y abre la boca como para decir algo. Entonces vemos el negro agujero de bala, como una diminuta quemadura de cigarrillo en mitad de la frente. Pearce se derrumba al suelo.

Mitchell se aleja a gatas del centro de la habitación, hacia la pared, para quedar fuera del campo de visión del francotirador del exterior. Su pistola se mueve rápidamente en una y otra dirección, buscando una diana. Finalmente me apunta a mí. Estoy convencido de que me va a disparar, pero en cambio dice tranquilamente:

—Creo que tenemos compañía ahí afuera, señor Thane.

Avanza deslizándose contra la pared hasta la segunda ventana. Asoma un momento la cabeza, echa una mirada rápida y después se vuelve a agachar.

Recuerdo la pistola en el cajón del doctor Liago. Mis ojos saltan nerviosos hacia el escritorio. ¿Cuáles son las probabilidades de que siga ahí? ¿De que esté cargada? ¿De que no tenga puesto el seguro? ¿Podré alargar la mano hasta el cajón, abrirlo, agarrar la pistola y volverla contra Mitchell, con una sola mano, antes de que este sea capaz de reaccionar? Parece improbable, pero puede que sea mi única oportunidad.

—Señor Thane —dice Mitchell educadamente, todavía acuclillado bajo la ventana—. Me gustaría pedirle un favor personal. Voy a disparar esta pistola, una sola vez, produciendo por lo tanto un sonoro estampido. Cuando lo haya hecho, me gustaría que gritara usted que se encuentra bien y que me ha matado. Me esconderé allí, en ese rincón —dice señalando hacia el otro lado del cuarto. Desde esa perspectiva, tendrá un punto de vista perfecto para disparar sobre quien sea que entre por la única puerta de la consulta de Liago—. Cuando su amigo entre corriendo para ayudarle, resolveré nuestro problema y después podremos reanudar nuestra conversación. ¿Le parece un buen plan, socio?

—¿Y por qué iba a ayudarle?

—¿Recuerda cuando le he dicho que iba a disparar esta pistola, solo una vez, para producir un sonoro estampido?

—Sí.

—La parte de «solo una vez» es negociable.

Mitchell me apunta a la pierna, que tengo inmovilizada contra la silla. Aprieta el gatillo. Todo sucede fuera de secuencia. Noto un impacto en la pierna, como si alguien me hubiera golpeado en la espinilla con una maza, partiéndome el hueso; después veo una llamarada naranja y gaseosa en la boca de la pistola, y por último oigo el estampido del disparo, resonando en mis oídos. El dolor llega más tarde, como una tremenda oleada al rojo vivo que comienza en mi tobillo y explota ascendiéndome por el muslo.

Grito y me retuerzo contra mis ataduras.

Mitchell se arrastra por el suelo, dejándome atrás, ignorando mis gritos, y se oculta en la esquina de la habitación, agachado, donde nadie podrá verle desde las ventanas. Desde esta nueva posición podrá dispararle a quien sea que acuda en mi rescate.

—¿Preparado, señor Thane? —dice—. Necesito que grite que me ha matado y que no puede moverse y que necesita ayuda de inmediato. Que suene bien melodramático, si no le importa.

—No —gruño.

—Señor Thane, tengo más balas que usted piernas. Se lo aseguro, es así. Y no nos olvidemos de esa sierra que tenemos ahí esperando —dice señalando con la barbilla en dirección a la mesa—. Hay que ser de una clase muy particular de persona para aguantar más de un minuto cuando hay una sierra de por medio. Recuerde, usted solo se dedica al software —remarca el soft, blando—. ¿Me ha entendido?

—Sí.

—Entonces, en pos de una buena cooperación, ¿me haría el favor de limitarse a gritar, tal como le he sugerido? Diga: «¡Le he disparado!», o algo por el estilo. A lo mejor un «¡Deprisa!», o dos para darle más dramatismo.

Me aclaro la garganta.

—¡Socorro! —grito. Desvío la mirada hacia el cajón de la mesa, donde la pistola de Liago está a mi alcance… Debe estarlo—. ¡Socorro! —grito de nuevo—. Lo he matado. He disparado a Mitchell. Está muerto. Necesito ayuda. ¡Por favor!

—Muy bien, señor Thane —susurra Mitchell—. Ahora vamos a esperar…

Se levanta y vuelve su pistola hacia la puerta abierta, dispuesto a acribillar al primero que asome por ella. Desde fuera de la consulta de Liago, oigo el ruido de la puerta principal de la casa al abrirse.

—¿Jim? —dice una voz desde el vestíbulo. Es la voz de Amanda—. ¿Estás ahí?

Alargo la mano libre hacia la mesa de Liago y abro el cajón. La pistola sigue allí. La cojo y apunto con ella al agente Mitchell. Aprieto el gatillo.

Se oye un clic, pero nada más; un ruido de metal contra metal. No hay bala en la cámara ni cargador en la culata.

Mitchell se vuelve hacia mí —la sonrisa ha desaparecido; en sus ojos, una expresión desalmada— y me apunta a la cara con su pistola.

Se oye un ruido amortiguado.

Mitchell parece sorprendido. Me observa con una mirada interrogativa, como si quisiera hacerme una pregunta que hubiera ocupado a menudo sus pensamientos de un tiempo a esta parte.

Después se desploma. Está muerto antes de tocar el suelo.

Amanda está en el umbral de la puerta, enarbolando una pistola con un largo silenciador cilíndrico sobre el cañón, apuntando hacia el lugar en el que Mitchell estaba de pie hace apenas un momento.

Amanda estudia el cadáver. A continuación pasea la vista por el resto de la habitación, asimilando la carnicería con un extraño distanciamiento clínico que me sorprende.

Ve la sierra sobre la mesa. Se acerca a ella, la coge y la trae junto a mí. Corta la cinta aislante que me inmoviliza a la silla.

Intento levantarme.

Lo consigo, durante exactamente un segundo.

Después algo cede en mi pierna y me desmorono. Al caer me estampo el mentón contra el cajón de madera de la mesa, que sigue abierto directamente debajo de mí, y por cuarta vez en el mismo día pierdo el conocimiento.