Me hago un dobladillo en los pantalones para disimular la sangre. Cruzo rápidamente el vestíbulo del hotel para que nadie pueda echarme un buen vistazo. Pero aún es temprano y el vestíbulo está vacío, salvo por el recepcionista de noche, que no parece encontrar nada inusual en el hecho de que un hombre aparezca con los ojos inyectados en sangre y los pantalones manchados. Al parecer ha visto cosas peores.
De camino a la salida, agarro un cruasán revenido, parte del desayuno continental incluido en mi habitación de cincuenta y nueve dólares. Mis mandíbulas lo mastican de manera mecánica.
En el exterior, bajo una marquesina, aguarda el minibús gratuito de conexión con el aeropuerto. Cuando subo, el conductor levanta la mirada de su periódico ligeramente molesto.
Esperamos juntos en el minibús. Hace calor. Soy el único pasajero. Al parecer, el conductor tiene instrucciones de no realizar el trayecto hasta el aeropuerto mientras no suba más de un cliente. Estudia su periódico con torva concentración, revisando cuidadosamente las noticias internacionales, como si se estuviera preparando para intervenir como tertuliano en un programa de radio dominical.
Pasan cinco minutos, después diez, y cuando finalmente sugiero que deberíamos ponernos en marcha, el conductor farfulla algo y cierra la puerta. El minibús se incorpora a la Daniels Parkway.
Estamos a tres kilómetros del aeropuerto Southwest Florida International y solo tardamos un par de minutos en llegar allí. Es un nombre ostentoso para tratarse de un aeropuerto tan pequeño. Me bajo de un salto del minibús y diez escalones más allá ya me encuentro en la terminal de Salidas. Una rápida bajada por las escaleras mecánicas me lleva hasta las cintas de recogida de equipaje.
Solo hay cuatro cintas. Gordon Kramer está de pie junto a la última, en el extremo más alejado de la sala. Se encuentra a unos cuarenta metros de mí, hablando con alguien por el móvil. Aún no se ha percatado de mi llegada. Experimento una oleada de alivio en el preciso instante en el que veo su rostro tallado en piedra y su corte de pelo militar brutalmente severo. Desprende algo real, sólido y familiar. No es exactamente un amigo. Es el término que he utilizado para referirme a él ante Amanda, pero no es cierto. Un amigo es alguien a quien no te preocupa decepcionar. Y a mí sí me preocupa defraudar a Gordon.
Motivo por el cual me encuentro tan a menudo pendiente de él; porque mi vida es una corriente continua de fracasos, un río Nilo de los fiascos que crece y decrece con monotonía anual. Y sin embargo, Gordon Kramer se interna intrépidamente en sus aguas año tras año para salvarme.
Imaginen tener un padre al que aman y después imaginen que su padre conoce su yo más abyecto, las verdades más desagradables sobre quiénes son y qué hacen y de qué manera piensan; entonces entenderán por qué aprecio a Gordon Kramer. Porque a pesar de que conoce todos mis secretos más ignominiosos, todavía no he conseguido espantarle. Todavía.
—¡Gordon! —llamo.
Se gira. Sus ojos centellean, pero no sonríe. Gordon nunca sonríe. Dice algo para su móvil, pulsa una tecla y se lo guarda. Se encamina hacia mí.
—Jimmy —dice en tono seco pero afable. Solo oír esa voz, en persona, a mi lado, ya me indica que estoy a salvo. Gordon es fuerte, inteligente y duro. Fue marine y policía en San José. Ha matado a hombres con las manos desnudas, ha batallado contra el alcohol y se las ha tenido que ver con sus propios demonios. Cada batalla que acepta, la gana. Ghol Gedrosian no es rival para Gordon Kramer. De eso estoy convencido.
—Estás vivo —dice Gordon, muy en su estilo, sin que parezca particularmente complacido.
Le paso un brazo por la espalda. Nos damos un abrazo.
—¿Tienes maletas? —pregunto.
—Solo esto —dice él, levantando una vieja Samsonite con revestimiento de aluminio y caballones transversales que se dirían tallados por un torno; más una caja de herramientas que una bolsa de viaje.
—¿Cuándo has aterrizado? —pregunto.
—Oh, justo antes de llamarte —dice él.
Pero parece distraído. Sus ojos inspeccionan la sala por encima de mis hombros, siempre atento a una posible amenaza. Nos encaminamos hacia la señal que indica «Salida y transportes».
—¿Has traído coche? —pregunta Gordon.
—No.
—Bien. Tengo una limusina esperando. Ya está todo arreglado. Nos llevará hasta Miami. Allí conozco a un inspector. Un buen tipo. Ex marine. Un tío legal, Jimmy. Podemos confiar en él. Lo sabe todo sobre el tal Gedrosian. Podrá ayudarnos.
—Eso está muy bien, Gordon —digo. Me siento aliviado, feliz de poder compartir mi carga al fin, feliz de dejar que sea otro quien se encargue de manejar la situación a partir de ahora. Gordon ya ha comenzado a resolver problemas—. Pero antes de que nos vayamos necesito recoger a una amiga. Me está esperando en el hotel donde me he alojado esta noche.
—Claro que sí, Jimmy —dice Gordon afablemente.
Estas últimas palabras me resultan peculiarmente complacientes. Muy poco propias de Gordon. De hecho, me extraña que no me pregunte de qué amiga se trata ni por qué debemos pasar a recogerla. El vuelo nocturno debe de haberle dejado agotado. Si no me interroga acerca de con quién me estoy relacionando ni qué se me ha perdido en una habitación de hotel, ni por qué tengo los ojos enrojecidos o por qué llevo los pantalones recogidos con un dobladillo tan alto y tan evidentemente cubiertos de manchas ocre, es que está perdiendo facultades.
Pasamos junto a una cinta transportadora de equipaje, la única en marcha ahora mismo en toda la terminal. La pantalla sobre la cinta indica que las maletas acaban de llegar de Dallas.
—¿Has hecho escala en Dallas? —le pregunto a Gordon, más que nada para decir algo mientras caminamos, pero también porque de repente se me ocurre que la cinta de Gordon estaba parada y que la pantalla sobre la misma estaba apagada cuando he llegado.
—Vuelo directo desde San Francisco —responde él—. Ocho horas. Menudo condenado viajecito.
Por el rabillo del ojo, veo que Gordon me echa una rápida mirada, como si acabara de decir algo equivocado y quisiera detectar si mi expresión cambia en lo más mínimo. Pero yo mantengo la vista clavada al frente y una mueca estúpida en el rostro; no me cuesta demasiado, teniendo en cuenta toda la práctica que he tenido.
Salimos de la terminal, a la luz del sol. El aire me parece ahora más caliente que cuando llegué al aeropuerto, hace apenas unos minutos. Como respondiendo a una señal, una limusina negra aparca a nuestro lado. El conductor, vestido con traje oscuro y gorra de chófer, sale del vehículo y lo rodea rápidamente hacia nosotros.
—Hola —le dice Gordon al conductor.
Este no responde. Se limita a asentir con la cabeza y nos abre la puerta de la limusina. Me fijo en que tampoco se ofrece a coger la maleta de Gordon. Eso es lo que suelen hacer los conductores de limusina, ¿no? ¿Ofrecerse a cogerte la maleta? Este, en cualquier caso, no lo hace.
—¿Qué tal si entras, Jimmy? —dice Gordon con una sorprendente calidez en la voz, como si estuviera sugiriendo que me pusiese un cómodo y mullido jersey. Señala la puerta abierta de la limusina. El conductor me sonríe y asiente. Al parecer a él también le agradaría que me limitase a entrar de una vez.
Percibo algo extraño en este individuo, el conductor que me sostiene la puerta abierta. Es musculoso. De hecho, prácticamente se diría que está a punto de reventar la chaqueta de su traje de poliéster. Pero está cuadrado y en buena forma. Nada de grasa, únicamente músculo. No es lo que esperaría ver uno en un tipo que se pasa el día sentado.
—Eh, Gordon —digo, volviéndome hacia mi mentor con una sonrisa afable—. Dame la mano.
Extiendo la mía, invitándole a que me la estreche. La de Gordon rodea con fuerza el asa de su maletín metálico. Con tanta fuerza, de hecho, que no puedo verle los dedos. Ni cuántos tiene.
Gordon me observa durante un largo momento, perfectamente inmóvil y carente de expresión. Después parece tomar una decisión. Me muestra una amplia sonrisa dentona.
Hace casi ocho años que conozco a Gordon Kramer. Esta es la primera vez, que yo recuerde, que me dedica una sonrisa.
Gordon deja lentamente su maletín metálico en el suelo. Desprende la mano derecha. Me la tiende.
Que le falta el meñique no debería sorprenderme. Quizá lo he intuido hace minutos, cuando, al abrazarnos, no ha hecho el más mínimo comentario sobre el olor de mis ropas. El Gordon Kramer al que yo conozco —el verdadero Gordon Kramer, el policía que habría movido montañas para mantenerme lejos del peligro, generalmente autoinfligido— me habría preguntado qué coño había estado fumando y con quién, y por qué tengo los ojos rojos, y por qué me huele el aliento a meta.
Este Gordon Kramer se limita a sonreír. Su boca se mueve y pronuncia palabras que no comprendo y tardo un momento en darme cuenta de que está hablando en ruso. Estoy a punto de maldecirle cuando noto algo húmedo sobre la cara, un pañuelo apretado con fuerza contra mi nariz y mi boca por el conductor, el cual se encuentra ahora detrás de mí. El olor es penetrante como el de la trementina, químico y metálico. A continuación me veo empujado hacia el interior de la limusina, me golpeo la frente contra la parte superior del marco de la puerta y todo se sume en la negrura.