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Nos inscribimos en el Best Western de Daniels Parkway, que es el primer hotel que encontramos cerca del aeropuerto. Pedimos una habitación en el tercer piso, con vistas al aparcamiento. Tan pronto como cerramos la puerta y echamos el doble cerrojo, me arrojo sobre la cama y en diez minutos estoy durmiendo.

Cuando me despierto, el cuarto está a oscuras y en el exterior es de noche. Oigo a Amanda a mi lado, roncando. El reloj digital de la mesilla de noche indica que son las dos de la madrugada.

Algo me perturba. Me lleva perturbando, ahora me doy cuenta, desde que entré en el laboratorio de meta para encontrar a tres hombres ejecutados y a un cuarto sin ojos.

—¿Amanda?

Se mueve a mi lado.

—¿Estás despierta?

—Mmm —dice ella.

—¿Por qué no te ha matado?

—¿Quién?

—En el almacén. El hombre del que me hablaste. El hombre del pelo largo. Vestido de negro. Ha matado a todos los demás. Pero no a ti.

—No lo sé —dice Amanda, hacia la oscuridad. Noto que se vuelve en la cama. Finalmente dice—: No confías en mí.

—Confío en ti.

«Pero no te ha matado. Ha matado a todos los demás, pero no a ti».

—¿Me lo prometes? —pregunta Amanda.

«Y tus dedos manchados de sangre. Y el ruso sin ojos».

Pero digo:

—Te lo prometo. —Porque, ¿qué es una promesa entre dos adictos?

Amanda sella esta promesa encaramándose sobre mí. Me besa con fuerza, deslizando su lengua por el interior de mi boca. Me desabrocha el cinturón y me baja los pantalones de un tirón. Me cubre y yo me sorprendo: me sorprende que esté preparada para mí y me sorprende ser capaz de responder, que vayamos a follar apenas horas después de todo lo sucedido; horas después de haber visto muerta a mi esposa Libby, que en realidad no se llamaba Libby, y tras haber visto a un hombre sin ojos tragarse una bala.

El sexo es rápido y agresivo: hoy no hay romance, únicamente desesperación. En el momento en que me corro, me siento asqueado por todo: por mi cuerpo, por la sangre que me mancha las manos y el rostro; por Amanda, que, antes de montarme, pegó su cuerpo al de un muerto que se acababa de volar los sesos para quitarle las drogas.

Nos duchamos juntos, limpiándonos la sangre y el semen, que desaparecen por el desagüe como un mal sueño ante la luz de la mañana.

De nuevo en el dormitorio, Amanda se arrodilla desnuda en el suelo junto a sus vaqueros, que siguen húmedos con sangre, y extrae la bolsa de plástico que le robó al muerto. Se tumba junto a mí en la cama con toda la parafernalia. Deja caer una pizca de cristales amarillos en el cuenco de la pipa de cristal y pasa un mechero por debajo. Los cristales se desvanecen en un humo blanco. Amanda agita el cuenco y sigue calentándolo, arremolinando el humo. Inhala. Me sonríe y me entrega la pipa y el mechero.

Sé que no debería, no después de todo lo que ha sucedido. Pero me convenzo a mí mismo de que lo dejaré pronto. Solo que no todavía. Simplemente no será hoy.

Enciendo el mechero, caliento las cenizas negras pegadas al cristal. Inhalo. Sabe a humo quemado, como un gélido invierno, y después noto la oleada de placer, la calma, la tranquilidad y la felicidad.

Un par de minutos más tarde estamos follando de nuevo, y esta vez no me siento asqueado. Seguimos durante horas, sin pensar en nada más que en el sexo hasta que nos vemos interrumpidos por el timbre de un móvil.

Tardo un momento en encontrar el teléfono (estaba en mis pantalones), después en recordar dónde estoy y, por último, en recuperar la suficiente compostura para finalmente responder.

—¿Diga? —pregunto, intentando sonar normal, lo cual me está resultando progresivamente más difícil a cada día y cada hora que pasa.

—Estoy aquí, Jimmy —dice una voz. Y entonces recuerdo: estoy intentando huir de un mafioso del Este y de un individuo que pretende ser agente del FBI; y mi esposa está muerta. Mi esposa que en realidad no se llamaba Libby.

La voz al otro lado del teléfono está anclada en la realidad y me devuelve a ella de un tirón (hasta ahora había estado flotando). Es la voz de Gordon Kramer, la única persona de la que me fío que queda en el mundo. Que también sea la voz del hombre al que prometí solemnemente no volver a drogarme jamás, es una ironía que hasta yo reconozco (incluso en este estado de confusión) mientras contemplo la pipa de cristal tirada en el suelo cerca de mí.

—¿Gordon?

—¿Estás bien, Jimmy? ¿Te he despertado?

—No.

Detrás de mí, Amanda me toca el hombro. Me giro hacia ella, cubriendo el auricular del móvil, y susurro:

—Es un amigo.

—Estoy en el aeropuerto —dice Gordon—. Ven a buscarme. Alquilaremos un coche y saldremos echando leches de aquí.

—Ha matado a Libby, Gordon.

—¿Quién?

—Ghol Gedrosian. Ha matado a Libby.

Silencio. Después, Gordon dice en voz baja:

—Joder, Jimmy. No sé qué decir. Lo siento.

—Durante todo este tiempo estuvo trabajando para él. Ni siquiera se llamaba Libby. Era… otra persona.

Se produce un largo silencio mientras Gordon reflexiona. Este sería normalmente el momento en el que gruñiría al teléfono: «Joder, Jimmy, ¿ya te estás drogando otra vez? ¡Porque solo dices locuras!». Pero esta vez, curiosamente, no dice nada. Oigo su respiración. Finalmente habla y su tono de voz es más amable de lo que recuerdo haberlo oído nunca.

—Simplemente ven al aeropuerto —dice sosegadamente. Me dicta su número de vuelo—. Reúnete conmigo en las cintas de equipaje. Juntos encontraremos la solución.

—Estoy cerca —digo—. Llegaré en un par de minutos.

—Te estaré esperando.

Cuando cuelgo, Amanda pregunta:

—¿Adónde vamos?

¿Vamos? —digo yo—. No vamos a ninguna parte. —La frase suena malintencionada y suspicaz, lo cual no era mi intención, de modo que añado—: Voy a ir solo. Será más seguro. Le traeré aquí.

—¿A quién?

—Se llama Gordon. Es amigo mío. Podemos confiar en él. —Paseo la mirada por el cuarto—. Pero hazme un favor. Estira la cama. Y esconde la droga. Es mi espónsor.