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Cuando regreso al apartamento de Amanda, sé de inmediato que algo va mal. Llamo a la puerta, pero no obtengo respuesta. Tiro del picaporte y la puerta se abre.

El piso está vacío. No hay indicios de lucha, pero aun así los detalles no cuadran. El aire acondicionado está apagado. Las luces encendidas. Los cojines colocados de cualquier manera sobre el sofá. El bolso de Amanda está caído en el suelo, como si lo hubiera soltado precipitadamente.

Amanda ha desaparecido.

Me acerco a la ventana y escudriño a través de la persiana Levolor. ¿Me están esperando afuera? Hay dos docenas de coches en el aparcamiento, una cancha de baloncesto y dos tipos negros tirando a canasta. No veo a ningún ruso.

Suena el móvil en mi bolsillo. El identificador de llamada indica: «Anónimo».

Respondo.

—¿Diga?

—¿Señor Thane? —La voz al otro lado de la línea es de hombre, tranquila, precisa. No me resulta familiar.

—¿Quién habla?

—Sabe para quién trabajo.

—Sí. Trabaja para…

—Por favor, señor Thane. No diga su nombre. —Una pausa—. Ahora mismo le estoy viendo.

Me aparto de la ventana y pego la espalda contra la pared.

—Por la ventana no, señor Thane.

Paseo la mirada por el apartamento de Amanda. Hay una docena de sitios en los que ocultar una cámara: la acuarela enmarcada que cuelga sobre el sofá, el termostato en la pared, el reloj metálico sobre la mesa, el detector de humos del techo.

—Sí —dice la voz—. Cuántas posibilidades.

—¿Qué quiere?

—Siento mucho lo de su esposa. Siento que haya tenido que ver eso.

—¿Por qué lo han hecho?

—Las cosas se han… —hace una pausa, buscando la expresión adecuada— salido un poco de madre —dice—. De verdad que lo siento. Pero podemos arreglarlo. Podemos enmendar la situación, señor Thane.

—¿Cómo van a hacerlo?

—Venga y se lo explicaré. Le estamos esperando. Amanda también.

—¿Dónde?

—Busque en la mesa.

Miro de reojo la mesita para el café que tengo al lado.

—Esa no —dice el hombre—. A su izquierda.

Me vuelvo en esa dirección, hacia la mesa de pared que hay junto al sofá. Sobre ella reposa una hoja de papel. Es del mismo bloc que el agente Mitchell encontró en mi casa: el oso adorable que salta en busca de la miel. Si no lo consigues a la primera, no hagas el oso y esmera.

En la hoja, escrita en caligrafía cursiva de mujer, hay una dirección: 17 258 Pine Ridge Road. No es la letra de Libby.

—Ahí es donde la encontrará —dice la voz.

—¿Le han hecho daño?

—Todavía no —replica el hombre.