46

Salgo apresuradamente de la morgue. Cierro bruscamente la puerta de la cámara frigorífica y echo a correr por el pasillo. El agente Mitchell corre detrás de mí, intentando mantener el ritmo.

—Señor Thane —me llama—. ¡Señor Thane, espere!

No aflojo. No me detengo. Simplemente corro hasta haber dejado atrás la puerta de seguridad y el diminuto vestíbulo, hasta salir al calor.

Doy cinco pasos sobre el aparcamiento y oigo a Mitchell llamándome:

—¡Señor Thane, por favor!

Dejo que me alcance, sudoroso y falto de aliento.

—Señor Thane, espere. ¿Se encuentra usted bien?

—Lo siento —digo—. No estoy acostumbrado a ver cosas como esa.

—No, señor. Nadie lo está. —Me observa reflexivamente—. Supongo que entonces no la ha reconocido.

—No.

Me mira precavidamente, como si no me creyera del todo, pero por otra parte, ¿quién puede culparle por ello? Acaban de hallar a dos mexicanos muertos y una puta asesinada en mi coche. No soy precisamente candidato a Ciudadano del Año.

—En marcha pues, señor Thane. Vayamos a mi oficina y haremos el papeleo.

—¿Papeleo?

—Para denunciar la desaparición. ¿No era eso lo que quería? ¿Encontrar a su esposa, Libby?

La respuesta a su pregunta es que ya he encontrado a mi esposa Libby. Está tumbada en una camilla con la garganta rebanada. Solo que a lo mejor no se llama Libby. Y puede que nunca hubiera una Libby. Y puede que la mujer con la que me casé hace diez años, la mujer que trabajaba de camarera en El Pulpo, en Stanford, nunca fuese camarera, sino una prostituta llamada Danielle Diamond, o DeeDee Starr.

—Por supuesto que quiero encontrarla —digo.

Mitchell me pone una mano en el hombro. Nos encaminamos hacia su coche. Estoy a punto de permitirle que me guíe hacia el asiento del pasajero cuando un estruendoso trino musical me sobresalta. Es el móvil de Amanda en mi bolsillo; no estoy familiarizado con su melodía. Miro el número de la llamada entrante. Gordon Kramer.

Me separo del coche y de Mitchell, haciéndole un gesto al agente del FBI para que espere un momento.

—Hola, Gordon —digo.

La voz de Gordon no suena como había esperado. Lo que esperaba era al típico Gordon Kramer: seco, sin tiempo para chorradas, centurión romano, sargento chusquero. Lo que oigo es un tono de voz agudo y tenso que tiembla con cierta emoción que no soy capaz de identificar del todo.

—Jimmy —dice Gordon—. ¿Estás con él? ¿Estás ahora mismo con el agente del FBI?

Miro al agente Mitchell. Se encuentra a un par de metros de mí, al otro lado del coche, de pie, observando el cielo.

—Sí —digo—. Vamos a ir a su oficina.

—Escucha, Jimmy —dice Gordon, y ahora, al fin, reconozco la emoción en su voz. Es algo que nunca había oído con anterioridad en Gordon Kramer.

Es miedo.

—He estado haciendo algunas pesquisas —dice Gordon—. Ese nombre del que me hablaste. El ruso. Deberías habérmelo dicho antes. ¡Joder, Jimmy, deberías habérmelo contado de inmediato! Deberías habérmelo contado todo. Podría haberte ayudado. Podría haber evitado todo esto…

Se interrumpe. Puedo imaginármelo al otro lado de la línea, recorriendo la habitación, pasándose una enorme mano por el pelo cano cortado al rape con la misma energía con la que acariciaría uno a un lebrel tras un buen y esforzado día de caza.

—Jimmy, escúchame —dice—. Limítate a responder sí o no. No digas nada más, solo sí o no. El hombre que te acompaña ahora mismo, has dicho que se llama Tom Mitchell. ¿Correcto?

—Sí.

El agente Mitchell me sonríe educadamente, esperando a que termine la llamada. Saca una libreta y un bolígrafo del bolsillo y aprieta el pulsador. Clic.

—Has dicho que era del FBI. ¿Seguro que lo has entendido bien? ¿Trabaja en la Unidad de Crímenes Especiales? ¿En la división de Tampa? ¿Estás seguro de eso?

—Sí.

El agente Mitchell vuelve a apretar el pulsador de su bolígrafo. Clic.

—Escúchame con atención. He llamado a un amigo mío en el FBI. No existe la Unidad de Crímenes Especiales, Jimmy. No existe ningún agente llamado Tom Mitchell. Ya no, al menos. El agente Tom Mitchell fue asesinado hace cinco años en Long Beach mientras llevaba a cabo una misión encubierta. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Consigo exprimirle un sonido a mi garganta, apenas un susurro.

—Sí.

—Debes alejarte de él. No subas a su coche. No te quedes a solas con él. ¿Tienes alguna vía de escape?

Miro a mi alrededor. Estamos en mitad de un solar rodeado por una valla metálica. Un Honda rojo entra en el aparcamiento. En el interior van dos mujeres negras de mediana edad.

—Creo que podría —digo como quien no quiere la cosa, como si estuviera accediendo a quedar para tomar unas copas al final de la jornada.

—Voy a coger el primer vuelo —dice Gordon—. Estaré allí a primera hora de la mañana. Te llamaré en cuanto aterrice. Solucionaremos esto juntos, Jimmy. Te voy a sacar de este lío, te lo prometo.

—Gracias, Gordon.

—Te he dedicado demasiados esfuerzos. Eres la jodida operación de rescate del siglo. Maldito sea si pienso dejar que acabes cortado en pedacitos en una bolsa de plástico. Ahora aléjate echando leches de ese gilipollas.

—Entendido —digo—. Así lo haré. Hablamos luego.

Cuelgo. Me guardo el móvil en el bolsillo.

—Siento la interrupción —le digo al hombre que se hace llamar Tom Mitchell.

Este se encoge de hombros. Su voz es afable, melodiosa, un verdadero caballero del Sur.

—No se preocupe, señor Thane. ¿Listo para ponernos en marcha? Le llevaré a mi oficina. Si es tan amable de entrar en el coche.

Vuelve a apretar el pulsador del bolígrafo una vez más. Clic.

Es entonces cuando me fijo en su mano. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Su mano derecha, aquella con la que agarra el bolígrafo, tiene cuatro dedos perfectamente formados y un resto mutilado: un meñique reducido a un muñón rojo y desagradable.

Retrocedo.

—¿Algún problema, señor Thane? —dice Mitchell, sonriendo—. Parece un tanto febril. ¿Por qué no se sienta en el coche? No me gustaría que sufriera una insolación.

Rodea el coche, dirigiéndose hacia mí.

—Aléjese —digo.

—¿Señor Thane? ¿Qué le pasa?

—Tengo que irme.

—¿Irse? —Mitchell abre los brazos para abarcar el aparcamiento y las vacías calles que se extienden más allá—. ¿Irse adónde?

Echo a correr.

—¡Señor Thane, no tiene usted coche! —me grita Mitchell, más divertido que amenazador.

Voy dejando atrás una hilera de coches tras otra en dirección a la salida del aparcamiento. Al otro lado de la valla aparece un Lincoln Town Car negro que se detiene frente a la entrada, cortándome el paso. A través del vidrio tintado, a duras penas soy capaz de identificar al conductor. Es Ryan Pearce, el médico forense.

Me vuelvo en dirección opuesta. El agente Mitchell viene hacia mí, con pasos lentos y deliberados. Ha metido la mano en el bolsillo de la chaqueta.

—Señor Thane —dice tranquilamente—. Ya sabe a quién estoy buscando, ¿verdad? Simplemente necesito que me ayude a encontrarle.

Cerca, el Honda rojo estaciona en una plaza libre y apaga el motor. Las dos mujeres negras, ambas voluminosas y vestidas con blusas coloridas, salen pesadamente del coche. Cada una de ellas lleva un enorme vaso de Starbucks.

—¡Señoras! —les grito, esprintando hacia ellas—. ¡Señoras, si fueran tan amables de concederme un momento!

Levantan la mirada. Como todas las mujeres, están predispuestas a ser educadas con cualquier hombre que les llame «señoras» en tono afable. De hecho, sus rostros muestran una expresión expectante, casi radiante.

Entonces me ven. Imagino lo que debo parecerles: empapado en sudor, los ojos inyectados en sangre, enloquecido (probablemente drogado) y abalanzándome a la carrera sobre ellas. Sus rostros cambian abruptamente.

La mujer más cercana a la puerta del conductor padece de sobrepeso y lleva unas enormes gafas de sol de búho que le otorgan una expresión atónita. Le pego la pistola de Amanda a la cabeza.

—Necesito las llaves de su coche.

La mujer mira de reojo al otro extremo del aparcamiento, hacia el agente Mitchell, que ha echado a correr hacia nosotros, batiendo los brazos.

—¡Ahora! —grito, haciendo volar de un guantazo el vaso de Starbucks que lleva en la mano, como si fuera eso lo que la estuviera impidiendo reaccionar con rapidez. Un chorro caliente de caramel macchiato me salpica los pantalones y cuando miro hacia abajo veo que tengo un goterón de nata montada en el zapato.

Pero el guantazo ha parecido surtir efecto.

—Está bien —dice la mujer, entregándome las llaves.

El agente Mitchell chilla:

—¡Detengan a ese hombre! ¡Deténganlo!

La mujer de las gafas de búho lo mira, y la expresión de su cara no deja lugar a dudas: imposible hacer lo que le han pedido. Me abro paso junto a ella y entro en el Honda. El asiento está demasiado adelantado y me golpeo las rodillas contra el volante. Enciendo el contacto, meto la marcha atrás y piso el acelerador.

Me estampo contra el coche que tengo detrás.

Se oye un impacto y ruido de metal aplastado. Me golpeo la nuca contra el reposacabezas. Vuelvo a meter la primera y el coche brinca hacia delante. Tiro de volante, giro y piso a fondo.

El Honda recorre velozmente el aparcamiento, del motorcito surge un ruido chirriante. Delante de mí, la barrera de madera de la puerta de acceso está bajada y, más allá, el Lincoln negro aguarda, aparcado en perpendicular frente a la salida. Por detrás del vidrio tintado veo la gorda cara de Pearce mientras va cambiando de expresión: de altanero a alarmado y, en el último segundo, de rígido a aterrado mientras se agarra al volante y se prepara para el impacto.

El Honda se lleva por delante la barrera, lanzando astillas de madera en todas direcciones, y después choca contra el capó del Lincoln.

Golpeo el Town Car de lado, a la altura del diferencial, y el vehículo gira noventa grados como la aguja de una brújula bajo la influencia de un imán. Sigo adelante raspando metal contra metal, levantando y rizando el cromo del costado derecho del Lincoln.

En el retrovisor veo al agente Mitchell correr hacia el Town Car. Abre la puerta del pasajero y se asoma al interior. Es lo último que sé de él o de Ryan Pearce, porque giro a la izquierda y acelero por una calle vacía; la siguiente vez que vuelvo a mirar el espejo, los he perdido de vista.