—Los mexicanos eran pandilleros, zetas —explica Mitchell, incorporando su Chevy Impala a la Crosstown Expressway y fundiéndose temerariamente entre el tráfico—. Los zetas son originarios de California, pero hoy en día están en todas partes, señor Thane, incluyendo Miami y Tampa. Incluso aquí, en Fort Myers, según parece.
Yo voy en el asiento del pasajero. Mitchell conduce despreocupadamente, agarrando el volante solo con la mano derecha, y a cada par de segundos vuelve la cabeza para mirarme, midiendo mis reacciones ante su conferencia sobre sociología pandillera. Yo asiento educadamente, pero entre las metanfetaminas de anoche, el descubrimiento reciente de la existencia de cámaras en mi casa y su posterior desaparición, me noto a punto de vomitar mi barrita de cereales en su regazo.
Me abrocho el cinturón de seguridad.
Mitchell continúa:
—Estos chicos que hemos encontrado eran simples matones, salidos de Raiford hace apenas tres semanas. No representan una gran pérdida para el estado de Florida, si me permite que le hable con franqueza.
—¿Qué les ha pasado?
—¿Que qué les ha pasado? —dice Mitchell, mirándome de reojo—. No le voy a mentir, señor Thane. Probablemente querrá cambiar la tapicería de su coche. Quienquiera que lo haya hecho, se esmeró a fondo con esos hombres. Mi suposición es que quería sacarles información. Esos pobres gilipollas no tuvieron la más mínima oportunidad. —Menea la cabeza—. Ahora bien, la chica… es mucho más interesante. Sobre todo teniendo en cuenta lo que me ha contado usted. ¿Quiere oír la historia de su vida o solo los momentos destacados?
—Momentos destacados.
—Según el colega con el que acabo de hablar por teléfono, que es uno de los agentes en la Unidad Gedrosian sobre la que le hablé, la chica era una prostituta de Las Vegas. Bueno, prostituta en realidad no. Supongo que podría decir que se dedicaba al negocio de la hospitalidad. Trabajaba para Gedrosian, atendiendo a jugadores de altos vuelos. Diez o quince de los grandes por noche. Por el amor de Dios, señor Thane, ¿qué diablos puede hacer una mujer que valga quince mil dólares por noche? No me responda —dice levantando una palma—. En cualquier caso, responde al nombre… en fin, respondía al nombre de Danielle Diamond. ¿Alguna vez ha oído hablar de ella?
—¿Por qué iba yo a conocer a una prostituta de Las Vegas?
Mitchell me dedica una mirada traviesa, como preguntando: ¿por qué no iba a conocer a una prostituta de Las Vegas? En voz alta, simplemente sugiere:
—Se me ha ocurrido que, teniendo en cuenta que era usted cliente del señor Gedrosian, a lo mejor habían coincidido alguna vez.
Me niego a morder el anzuelo y guardo silencio.
—En cualquier caso —prosigue Mitchell—, he pensado que podíamos pasarnos a echar un vistazo. Así podrá decirme si reconoce usted o no a la chica. No la han torturado, si eso le preocupa. Después, usted y yo podemos ir a mi despacho y presentar una denuncia.
—¿Una denuncia?
—Por desaparición, señor Thane. Para buscar a su esposa. Si es que todavía quiere seguir adelante con eso, claro.
La insinuación es evidente: «Si todavía se empeña en insistir en que no la amenazó y la obligó a huir de su lado».
Veinte minutos más tarde llegamos a un edificio de piedra rosa, cuadrado e institucional, con un cartel que anuncia: INSTITUTO FORENSE DEL CONDADO. El edificio está bastante separado de la carretera, tras una elevada reja y un amplio anillo de setos, como si hubiera sido diseñado para resistir el embate de una turba que exigiera visitar el depósito de cadáveres. O el embate de una turba de cuerpos exigiendo salir.
Aparcamos en el vallado solar y sigo a Mitchell hasta el interior del edificio. Me percato de que, en cuanto entramos, deja de charlotear y olvida su pose de simpático bonachón. A lo mejor comparte mi aprensión hacia las morgues y los muertos.
En recepción, le muestra la placa al guardia jurado y firma en el registro. Nos hacen pasar por una puerta de seguridad eléctrica. Al otro lado, casi nos topamos de bruces con un hombre grandote y barbudo que aparece doblando una esquina a la carrera. Todo en él es descomunal: la cabeza, las manos como jamones, el estómago como un tonel que asoma sobre su cinturón, la bata blanca de laboratorio de talla extragrande.
El grandote se detiene súbitamente, a escasos centímetros de la nariz del agente Mitchell.
—Tranquilo, Ryan —dice Mitchell muy calmado, completamente inmóvil y haciendo gala de no perder la compostura.
—Joder, Tom —dice el Grizzly Adams de laboratorio—. Menudo don de la oportunidad. Me has pillado de camino a la máquina de golosinas. Acompáñame, ¿quieres?
A juzgar por su talla, se diría que teníamos sobradas probabilidades de sorprenderle de camino a la máquina de golosinas a cualquier hora que hubiéramos aparecido. Nos guía por un pasillo. El aire es fresco. Las paredes están pintadas de gris granito. Mitchell dice:
—Supongo que debería presentarles. Ryan Pearce, Jim Thane.
Ryan Pearce asiente, sin molestarse en reducir el paso.
—Encantado de conocerle.
Evidentemente, su cerebro está en las golosinas. Mitchell añade:
—Era el Mercedes del señor Thane.
Pearce se detiene bruscamente. Se vuelve hacia mí con una expresión de profunda preocupación.
—Oh, mierda —dice—. De verdad que lo lamento.
—El señor Thane todavía no ha visto el coche —explica Mitchell—. Pero era nuevecito. Un regalo para su esposa.
—No me jodas —dice Pearce. Chasquea la lengua y vuelve a ponerse en marcha—. Pues menuda putada. A lo mejor aún puede devolverlo. ¿No es un derecho protegido por ley? ¿Recuperar el dinero si no han pasado treinta días? Diga que cuando se lo llevó del concesionario no se fijó en las manchas de sangre.
Al final del pasillo, se detiene frente a una máquina expendedora.
—¿Alguien quiere una 3 Musketeers? —dice Pearce, mirándome a mí primero y después a Mitchell—. Yo invito.
De hecho, una barrita de caramelo suena de lo más apetecible. Me muero por comer algo azucarado. Es uno de los efectos de haberse pasado la noche dándole a las anfetas. Pero niego con la cabeza.
Pearce se encoge de hombros. Mete un dólar en la máquina, pulsa un botón y una 3 Musketeers cae en la bandeja inferior.
La desenvuelve y se la mete en la boca. Dos mordiscos y ha desaparecido.
—Joder, me encanta el nougat —dice con la boca llena—. No tengo ni idea de qué demonios es, pero está bueno de narices.
—Odio interrumpir tu almuerzo, Ryan —dice Mitchell—, pero vamos un poco mal de tiempo. Aún tenemos que denunciar una desaparición después de esto. ¿Te importaría enseñarnos a la chica?
—Oh, por supuesto —dice Pearce, dócil ahora que se ha comido su chocolate—. Cómo no. Por aquí.
El grandote nos guía de nuevo pasillo abajo, por el mismo camino que hemos venido, y después gira a la izquierda junto a la entrada principal, siguiendo un cartel que indica CÁMARA FRIGORÍFICA 1. Cruzamos dos puertas automáticas hidráulicas que se abren ante nuestra llegada.
Al final del largo pasillo, Pearce empuja una pesada puerta metálica y nos encontramos en el interior de una gran cámara frigorífica. El aire es frío y me quema el interior de la nariz. En la pared, frente a nosotros, se suceden seis hileras de veinte portezuelas. Cada una de ellas contiene un cadáver.
—Tenía la esperanza de que el señor Thane pudiera reconocerla —dice Mitchell.
Pearce se lame los dedos manchados de chocolate y se los seca en la blanca bata.
—De acuerdo, permita que se la enseñe. La autopsia no se hará hasta mañana, pero creo que el motivo de la muerte resultará bastante evidente. Fueron muy cuidadosos.
Se aproxima a las portezuelas. De una de ellas cuelga una etiqueta garabateada con mala letra: DANIELLE DIAMOND.
Pearce agarra el tirador con sus carnosos dedos, lo gira y estira para sacar una plataforma que se desliza sobre engranajes metálicos. Bajo una sábana blanca yace un cuerpo.
—Estamos seguros de la identidad —dice Pearce—. Las huellas dactilares coinciden. Tiene un buen historial. Doce arrestos por prostitución en los últimos cinco años. En Las Vegas se han puesto serios. Pretenden llegar a un público más familiar. Más Disney, menos mamadas.
—He ahí un eslogan que no me importaría respaldar —dice Mitchell—. Más Disney, menos mamadas. Me pregunto cómo sonará en latín.
—Magis Disney, minus fellatius —sugiere Pearce. Baja la mirada hacia el cadáver y le hace un gesto a Mitchell, un educado «tú primero» con los dedos.
Mitchell agarra la sábana, cerca del hombro de la fallecida. Se vuelve hacia mí.
—Espero que pueda ayudarnos con esto, señor Thane. A lo mejor reconoce usted a esta mujer de sus… en fin, de sus múltiples viajes. Puede que en California, puede que en Florida. ¿Quién sabe? A lo mejor se conocieron en Las Vegas. En alguna especie de viaje de negocios, lejos de su esposa. —Se aclara la garganta—. Señor Thane, le presento a Danielle Diamond, alias Sandra Love, alias Dierdra Starr, alias DeeDee Starr.
Mitchell retira la sábana.
Mi esposa, Libby Thane, yace inerte sobre la plataforma. Tiene los ojos cerrados. Una hendidura larga y negra, del color del asfalto, le atraviesa el cuello de lado a lado; es un corte tan profundo que un golpecito en la cabeza bastaría para separarla del cuerpo y enviarla rodando al suelo. Su piel es blanca y exangüe, tan blanca como la sábana que la cubría.
—Señor Thane —dice el agente Mitchell—. ¿Conoce usted a esta mujer?
Recurro hasta la última pizca de autocontrol que soy capaz de reunir para permanecer perfectamente inmóvil, para mantener los pies firmemente plantados sobre el suelo. Noto que la tierra se mueve y por un momento creo que me voy a desmayar y a golpear el cemento con la barbilla. Pero respiro hondo, permanezco erguido y me vuelvo hacia el agente Mitchell, que me está observando atentamente. Le sostengo la mirada.
—No —digo—. No tengo ni idea de quién es esta mujer.